jueves, 4 de febrero de 2010

COMO VERDADEROS CASCABELES

Sus risas resonaban alegremente cantarinas como deliciosos cascabeles. Yo no podía evitarlo, sus risas siempre me producían un intenso cosquilleo que entraba por mis oídos y me recorría todo el cuerpo, hasta llegar finalmente hasta los dedos gordos de mis pies.
Al principio, cuando la conocí, yo intenté resistir estoicamente, soportando la tortura del picor en mis dedos gordos. Encogía los pies dentro de los zapatos, deseando que se calmase ese picor, pero finalmente, y al no ser capaz de resistirlo, determiné descalzarme tan pronto como mis dedos me picasen y exigiesen ser rascados, y eso era siempre que me encontraba ante Rosarito, la niña de la fácil risa.
Un día aciago, Rosarito me dijo que siempre le había extrañado que cuando nos veíamos yo me descalzase y comenzase a rascarme los pies, que no comprendía esa manía mía y que a ella no le importaba, pero que no había dejado en ningún momento de parecerle chocante ese acto y también algo maloliente y, desde luego, nada elegante.
No he dejado de pensar en ese día en el que tanto me azoré y no supe reaccionar debidamente, pues recuerdo que yo contesté con verdadera simpleza: Rosarito, niña, es que tú... ¡continuamente estás riendo! Rosarito me miró, desconcertada, y entonces soltó su fácil risa con las más altas notas que yo hubiera oído antes, diciéndome sin dejar de reír: y eso, ¿qué tiene que ver?. Pero yo, pobre de mi, turbado y con más cosquillas y picores que nunca, no supe decir nada, atareado como estaba por las prisas para descalzarme. Y Rosarito se alejó, dejándome sentado en el suelo, desconsolado y con las botas ya fuera de mis pies, mientras comenzaba a rascarme con furor y muy apenado por no haber sabido explicarme.
Y como desde entonces, Rosarito ya no quiere saber nada de mi, he perdido dos placeres: uno, el de oír su risa de cascabeles, y el otro, el de rascarme los dedos de los pies.-

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