jueves, 4 de febrero de 2010

CASOS CERRADOS

caso primero: robo en el museo


El robo en el Museo les estaba llevando a todos de cabeza en la comisaría de policía. Otro problema añadido al robo era que la Policía inglesa tenía mucho interés en que se resolviese el caso, y la Policía de Vitoria necesitaba ofrecer prontos resultados si no quería ser el hazmerreír internacional. Bastante daño se había hecho ya con la publicidad en contra que estaban teniendo, pero si no lograban recuperar lo robado, en el futuro sería difícil que en Vitoria se pudiesen exponer más cuadros prestados por Museos importantes. Por otro lado, si no aparecían los cuadros robados, la empresa de seguros se vería obligada a pagar una cifra millonaria.
Todos los cuadros habían sido pintados por artistas ingleses del siglo XVI. Esta célebre exposición era itinerante, y en el museo debían estar expuestos durante 12 días para luego ser enviados de vuelta a Inglaterra, pero después del segundo día de exposición ya habían desaparecido 3 cuadros; en realidad únicamente las telas, pues descolgaron los cuadros y sustrajeron las pinturas volviendo a dejar colgados los marcos.
Nadie podía explicarse cómo podían haberlos robado sin que los servicios de seguridad lo advirtiesen. Cada cuadro tenía su alarma individual, y deberían haber sonado al descolgarse de la pared. Pero las alarmas no sonaron, y nadie advirtió nada hasta que uno de los vigilantes de noche, al hacer su última ronda por la mañana antes de cambiar el turno, descubrió que faltaban las telas. No supo decir si las pinturas estaban o no en su sitio la noche anterior. Los ladrones debieron tener gran habilidad para sustraer cada tela sin apenas mover el marco, evitando accionar la alarma. Y otro de los misterios, dado el gran tamaño de las pinturas, era el sistema que utilizaron para sacarlas del museo. Desde Londres presionaron durante toda la mañana, y sin esperar ni un día más ya habían anunciado la llegada a Vitoria de un agente inglés especializado en la investigación de robos a museos.
Juan Salgado, el inspector español asignado al caso, hubiera deseado que la policía británica quedase al margen, pero lamentablemente, los ingleses estaban en su derecho a poder intervenir si así lo deseaban, ya que la exposición itinerante era inglesa y provinente de un museo británico. Salgado lamentaba especialmente ese robo por las implicaciones internacionales y por el ridículo en que quedaría la policía española si él no era capaz de solucionarlo. También lamentaba que la Policía inglesa pensase que para poder conseguir resultados satisfactorios, fuese imprescindible la intervención de uno de sus prepotentes policías.
Visitó el museo y comprobó todas las paredes, todas las ventanas, todos los rincones. Parecía imposible que los cuadros hubiesen podido ser robados. Era una sala amplia, sin claraboyas, y sin más salida que la que guardaban dos vigilantes. No había apenas muebles. Delante de los cuadros, a respetable distancia, se encontraban algunas banquetas para que los visitantes pudieran sentarse en ellas y contemplar cómodamente las pinturas. Había también una pequeña estantería adosada a una pared donde se habían colocado unos libros, editados precisamente con motivo de la exposición. Los libros contenían comentarios acerca de las obras expuestas, acompañados de los datos biográficos de los pintores.
Salgado entrevistó al Director del Museo. La puerta de entrada al despacho del Director estaba en uno de los extremos de la sala, y dentro del despacho no existía ninguna otra salida ni ventana alguna, por lo que no había otro acceso para entrar, o salir, más que esa única puerta. El Director llevaba en el cargo más de quince años, y parecía libre de toda sospecha. También habló con los vigilantes, que se encontraban francamente preocupados por su responsabilidad y temían perder su trabajo. Eran antiguos policías, compañeros suyos que abandonaron el Cuerpo de Policía por un trabajo más cómodo y mejor pagado. De eso hacía ya quince años y llevaban trabajando en el museo todo ese tiempo, igual que el Director. Desechó la idea de que alguno pudiera ser culpable, a pesar de que en un caso como éste, todos era sospechosos; la policía tenía que actuar siempre sin desdeñar a nadie como posible implicado. Indagó acerca de los visitantes que tuvo el museo durante los dos días que llevaba abierta la exposición. Todos, según la opinión de los vigilantes, fueron personas aparentemente normales y no se advirtió en ellos nada extraño. Tampoco se efectuó ninguna reparación en el museo ni tuvieron que aparecer, por allí, operarios de ninguna empresa.
Regresó a la Comisaría algo desconcertado, sin saber cómo podía continuar la investigación, y se dirigió al despacho del Inspector Jefe.
- Juan: ¿Has averiguado algo? Inquirió su superior.
- No, Jefe. No comprendo cómo pudieron sacar la telas del museo. Hay servicio de seguridad por todas partes y las pinturas son demasiado grandes. Los vigilantes no comprenden cómo pueden haberlas robado, y yo no hago otra cosa que dar vueltas a todo el asunto, sin sacar nada en claro.
- Pues entonces, nos encontramos en una mala situación, Juan. Mañana llega el inspector inglés, y si no resolvemos nosotros el robo, nuestra imagen pública quedará por los suelos. Aunque lo importante es recuperar las pinturas, no sería nada agradable que ese inspector se llevase los honores y que nosotros quedásemos en ridículo. Antes de que lo solucionen los ingleses, deberías hacer lo imposible por resolverlo tú.
- Ya lo sé, jefe, pero ¿qué podemos hacer? Confieso que estoy en blanco. La única manera de robar los cuadros sería que se hubiesen puesto todos de acuerdo, los vigilantes de día o los vigilantes de noche, y también el Director, pues las alarmas suenan en su despacho al mismo tiempo que en las puertas de salida para advertir a los vigilantes. Hay otro detalle, la alarma no puede ser desconectada por ninguno de ellos, y sólo puede hacerlo la empresa que se encargó de su instalación; la energía eléctrica de las alarmas es independiente del museo. Tienen esas normas para una mayor seguridad.
Después de cambiar impresiones con el Inspector Jefe, Juan Salgado salió de la Comisaría dispuesto a pasear, a caminar sin rumbo para aclarar sus ideas y tratar de pensar en cómo podría haberse cometido el robo. Un robo extraño. La incógnita era: ¿Cómo lo hicieron? ¿Cómo pudieron robarlos sin ser delatados por las alarmas y cómo los sacaron de la Galería? Y luego, se dijo: ¿quién o quienes? Y meditando sin cesar, dando vueltas a todo en su cabeza, se dijo una vez más: vamos a ver, primero está el cómo lo hicieron, por ese orden. No, se dijo enseguida, el orden es lo de menos. ¡Si supiera por dónde empezar! Desde luego, una cosa era cierta, y es que para encontrar los cuadros habría que encontrar a los ladrones.
Sus pasos le llevaron al museo. Saludó a los vigilantes viendo que los dos tenían cara de compungidos. Anduvo por la sala entreteniéndose en pasear su vista por todos los rincones, mientras su mente no paraba un instante tratando de imaginar qué clase de treta habría hecho el ladrón, o ladrones, para poder llevarse los cuadros evitando las alarmas, y sin que ningún vigilante advirtiese que se los llevaban.
Los sensores de cada alarma estaban situados en cuatro puntos de la pared, uno debajo de cada cuadro, puntos de alarma que los mismos cuadros mantenían oprimidos al estar apoyados encima, y si uno se levantaba, disparaban su sonido. Efectuando el cambio con extremo cuidado y manteniendo siempre oprimidos esos puntos, podía separarse el cuadro de la pared, evitando que la alarma dejase escapar su estruendoso ruido. Aquella mañana él había levantado uno de los cuadros y el sonido de los timbres fue inmediato y escandaloso.
Decidió probar algo. Llamó a la puerta del despacho del Director del museo y le pidió que pusiese a su disposición algún cuadro que hubiese en otra sala, o en algún desván, no importaba qué tipo de cuadro, siempre que tuviese unas características similares en tamaño a los que habían robado. El Director descolgó un cuadro de su mismo despacho, de una medida muy parecida a los robados, y se lo entregó poniendo cara de intrigado pero sin preguntarle nada. Juan lo cogió con cuidado, y lo trasladó a la sala.
Ayúdeme -solicitó al Director- La idea es, le dijo, descolgar un cuadro y colocar éste en el mismo sitio, con habilidad, para que no se levante el timbre que activa la alarma; me gustaría comprobar si pudieron hacerlo así. Al hablar pensó que estaba haciendo una tontería. Aunque pudiese hacerse de ese modo, habría sido necesario introducir antes un marco en el interior de la sala para disponer, al menos, de un primer marco que sirviese de substituto al primer cuadro robado. Y eso, si es que el sistema que habían utilizado los ladrones era el que se había imaginado. Sin embargo, haciéndolo de ese modo, los vigilantes sin duda se habrían dado cuenta, pues durante el día siempre se encontraba un vigilante en la sala. Siguió pensando que, de todos modos, podían haberlo hecho así, quizá utilizaron alguna treta. No era difícil entrar con un marco desmontado distrayendo a los vigilantes unos segundos. Lo difícil sería montar ese marco en la sala e ir haciendo las sustituciones de los tres cuadros sin que nadie se diese cuenta, eso ya era demasiado. Pensó también en la dificultad de sacar las del telas del museo, debido a sus grandes dimensiones. No terminó de agradarle la idea, tenía muchos interrogantes.
Preguntó al Director: ¿Cada marco está ahora en el mismo sitio que ocupaba antes del robo? La pregunta la hizo pensando que, de todos modos, el sistema utilizado no podía ser muy distinto al que él pensaba. Lo normal y fácil habría sido introducir un marco en la sala, pero desmontado para no llamar la atención, luego, montarlo y efectuar con él la primera sustitución de uno de los cuadros del museo. Después, utilizar el primer cuadro sustraído para sustraer el segundo, y con el segundo, sustraer el tercero. Cuando llegó a este punto en sus pensamientos, se dio cuenta de que algo no cuadraba bien en esos cálculos... ¡pero sí! ¡naturalmente que sus cálculos cuadraban! Aunque con ligeras modificaciones, por supuesto, y haciéndolo con otro orden distinto al que había pensado en un primer momento. Las matemáticas nunca se le habían dado muy bien aunque fueran sencillitas, pero su intuición y persistencia le servían siempre de mucho. Vamos a ver, se dijo, persistiendo en sus pensamientos: con el marco desmontable sustituyen al primer cuadro, y una vez éste fuera de la pared sacan la tela sin dañarla y vuelven a colocarlo donde estaba, usando la misma fórmula, y luego hacen lo mismo con los otros dos, siempre usando el marco que habían introducido desmontado... ¡Claro, esa es la manera! De todos modos -se siguió diciendo a sí mismo- era curioso el hecho de que, una vez las telas en poder de los ladrones, pues con certeza los ladrones al menos debieron ser dos, ya que una sola persona no podía descolgar un marco y colocar el otro al mismo tiempo, se hubieran entretenido en volver a cambiar el último cuadro para recuperar el supuesto marco que introdujeron desmontado. Pudiera ser que no deseasen dejar ninguna pista, o bien que el marco que les sirvió para ir sustituyendo a los originales fuese... ¡el mismo cuadro que tenía en las manos! Sin esperar a que el Director respondiera a la primera pregunta, le hizo una pregunta más: ¿Cierra usted su despacho con llave cuando sale? El director dudó un instante al contestar, para decir finalmente: creo que sí...
Juan siguió preguntando: Y dígame, el lugar que ocupan ahora los marcos, ¿están en el mismo orden en el que los colocaron la primera vez? Y de nuevo, el director respondió titubeando: si... eso creo.
A Juan le extrañaron las pequeñas dudas del Director del museo al responderle, y eso acrecentó sus sospechas repentinas, pues ¿quién podía conocer mejor las respuestas, sino el mismo Director?. Retrocedió un par de pasos y dejó apoyado en el suelo el cuadro que mantenía aún entre sus manos, y mientras su vista iba, del cuadro que tenía colocado a sus pies, al marco vacío que colgaba de la pared, continuó con sus cavilaciones.
Se dio cuenta de que el Director le observaba con interés. Juan dejó de mirar los cuadros y se sentó en uno de los bancos. Su mente no dejaba de buscar las posibles soluciones para esclarecer el enigmático robo. Con el rabillo del ojo seguía viendo al Director. Pocos instantes antes había sospechado de él. No sabía el por qué de sus sospechas. Era simplemente una corazonada, pero sus dudas al responder a las preguntas que le formuló acerca del lugar que ocupaban originalmente los cuadros, junto a la posibilidad de que el marco sustituto para evitar la alarma fuese el mismo cuadro que colgaba de su despacho... No había duda de que si el director fuese culpable, ese era un buen motivo para hacer el último cambio de marco dos veces, no dejando el cuadro de su despacho en la sala como principal pista, una pista muy evidente de cómo había actuado. Posiblemente, al anochecer había podido encerrarse en su propio despacho, disponiendo de toda la noche para despojar a los marcos de sus pinturas, ya que la sala se cierra y los vigilantes se quedan en la entrada. También podía ser que uno de los vigilantes de noche fuese su cómplice, o quizás los dos, y en ese caso, las telas las podrían haber sacado por la misma puerta del museo sin ninguna dificultad, porque lo que parecía muy evidente, era que las telas no se encontraban ya en el museo.
Levantando su cabeza en un gesto rápido, le miró a los ojos. Los ojos del Director, pillado de improviso, parecieron querer rehuir su mirada. No había duda, el director se sentía culpable, pensó Salgado. El inspector tenía las piernas cruzadas y las manos apoyadas en el tablero del asiento. Instintivamente, introdujo una de sus manos por debajo del banco. Lo había revisado aquella mañana en una de sus primeras acciones, pero en este momento pensó que quizá no lo había hecho a conciencia. Se levantó, y cogiendo el banco por uno de sus lados, le dio la vuelta. Vio lo mismo que ya había visto por la mañana, un simple banco de madera.
Llamó a uno de los vigilantes. Le pidió un destornillador, unos alicates y también una palanca, del tipo que fuese. El vigilante regresó al poco con unas herramientas, y Juan comenzó a hurgar por debajo del banco. Localizó unos tornillos, y trabajosamente los fue desenroscando uno a uno; luego, haciendo presión con la palanca y ayudándose de los alicates, fue separando poco a poco el contrachapado de madera que ocupaba la parte inferior del tablero. A medida que separaba el contrachapado fue apareciendo lo que sin duda era una de las telas robadas. Efectivamente, allí estaba, cuidadosamente colocada, una de las tres pinturas, protegida y escondida hasta ese momento por la madera interior atornillada al banco. Volvió la mirada hacia el Director. Este, apoyado en la única estantería de la estancia, estaba sudoroso e inquieto, con aspecto de derrota. Las dos pinturas que faltaban aparecieron en los otros dos bancos, escondidas cada una de ellas del mismo modo.
Ya en la Comisaría, el Inspector Jefe les saludó: Hola, Juan, hola señor Director. Hola, Jefe, respondió Juan. Éste, dijo Juan Salgado señalando al que estaba a su lado, será Director pero también es un pájaro de cuenta. Le explicó al Inspector Jefe el éxito de su investigación y de cómo había recuperado las pinturas. También la confesión completa del pájaro de cuenta al verse descubierto. Uno de los vigilantes de noche fue su cómplice, según confesó el Director, no pudiendo sacar las telas del museo por no alertar las sospechas del segundo vigilante. Ahora, Jefe, siguió hablando Salgado sin poder ocultar su satisfacción, ya podemos llamar a Scotland Yard y decirles que no es necesaria su presencia ni su investigación. Nosotros nos bastamos y nos sobramos para solucionar nuestros asuntos. El caso, está cerrado.


CASO SEGUNDO: LA BUHARDILLA

Días después, el inspector Juan Salgado, sentado frente a su escritorio, revisaba un comunicado que le llamó la atención. Pensó si lo que estaba leyendo no tendría relación con un caso en el que intervino años atrás: La Interpol había alertado a la policía española sobre la posible huida a España de un doctor perseguido por la justicia alemana. Al doctor se le descubrieron prácticas ilegales. Experimentaba con genes, mutando a animales, sin tener ningún permiso para ello. Un día, algunos animales se escaparon de las jaulas en las que estaban encerrados y causaron la muerte a varias personas. De ese modo llegaron a descubrir sus experimentos, fuera de la ley y de toda lógica, y que el Doctor efectuaba en sus laboratorios.
La policía perdió la pista del Doctor en los montes de Álava. La perdieron completamente y terminaron archivándolo todo después de unos meses. Habían transcurridos muchos años desde aquello, pero Juan Salgado, después de leer el comunicado buceó en los archivos y revisó el expediente, recordando que quizás estuvo a punto de atrapar al doctor. Cuando por aquel entonces los días fueron transcurrieron sin encontrarle, su jefe les ordenó retirarse. Más tarde, al no volver a dar señales de vida el perseguido doctor, dieron carpetazo al asunto. Juan Salgado siempre creyó que podía haberle atrapado si hubiera dispuesto de libertad en su investigación, y por lo tanto, de algo más de tiempo. Estaba seguro de conocer el lugar donde hubiera podido esconderse. Juan conocía aquellos lugares por sus años de afición al excursionismo de montaña pero obedeció a su Jefe, y finalmente, decidió olvidar todo lo referente a aquél doctor.
Ahora recordaba aquel caso porque, el comunicado que tenía en su escritorio daba cuenta de que en los montes en los que perdieron la pista del doctor alemán, se habían encontrado los cuerpos de varios excursionistas muertos en extrañas circunstancias. Sus cuerpos aparecieron destrozados, atacados por algún animal. Parecía la obra de un ave salvaje de gran tamaño; algo extraño, pero los cuerpos llenos de picotazos, de mutilaciones y de desgarros así lo hacían pensar. Juan Salgado, en otra de sus corazonadas, relacionó enseguida la noticia de los excursionistas muertos con aquellos sucesos antiguos. Pensó si el causante no sería algún animal mutado por aquel científico al que nunca consiguieron atrapar, y era muy significativo que años atrás perdieran la pista, precisamente, por el lugar en el que se habían encontrado esos cuerpos.
Habló con su Jefe y recibió la autorización para investigar. Una semana, le dijo su Jefe. Si en una semana no encuentras nada, te vuelves. Otra cosa, siguió diciendo su jefe, al tiempo que le daba una amistosa palmada en la espalda: ¡que pases unos días agradables! Juan asintió y se dispuso a partir, no sin antes pertrecharse de lo indispensable para una misión como ésa. Le pareció que su Jefe no estaba convencido en absoluto de que se pudiese encontrar alguna pista referente al doctor. Posiblemente, le autorizaba para aquella misión como recompensa por su brillante actuación en el caso del robo en el museo, suponiendo que a Juan le agradaría visitar de nuevo aquellos parajes a los que antaño era tan aficionado.
Juan Salgado había llegado a la casona ya muy entrada la noche, y decidió esperar hasta la mañana siguiente para hablar con los que viviesen allí. Era muy tarde para regresar al pueblo, así que se resguardó bajo unos árboles cercanos, y extendiendo su saco de dormir se dispuso a descansar. No podía imaginarse que esa noche estaría cargada de tensión y que él apenas conseguiría unos minutos de descanso, ya que, a no tardar, sería protagonista de uno de los hechos más espeluznantes que nunca hubiera vivido.
Dentro de su saco de dormir, no podía conciliar el sueño. Se encontraba incómodo, perdida la costumbre de dormir así después de tanto tiempo. Quedó amodorrado y comenzó a soñar. Soñó que, lejos de la montaña dónde en realidad estaba durmiendo, había ido de excursión al mar.
Se vio frente al mar. Salgado se encontraba allí con la firme decisión de encontrar a la sirena de sus sueños. Se sentó en una roca y esperó. No tardó mucho en aparecer una sirena de cabellos de oro y pechos de nácar. La sirena le dijo que ella sabía lo que él deseaba y que por eso salía de las aguas, únicamente por él. La sirena se sentó a su lado y Juan recostó plácidamente su cabeza en aquellos senos plateados, sintiendo una felicidad que le pareció que no era de este mundo. En ese mismo momento, un ululante sonido atronó la costa, procedente del mar. Duró apenas unos segundos, los mismos segundos que duró ese sueño, y a medida que los ecos del sonido de la sirena de aquel barco de pesca que oía en su sueño se apagaban, igualmente se apagó la imagen de su sirena de cabellos de oro y pechos de nácar.
Pero Juan seguía soñando. Ahora se encontraba inquieto, y en su sueño volvió por la noche a ese mismo lugar, añorando a la sirena. Se sentó en la misma roca donde lo había hecho unas horas antes, anhelando de nuevo la visión de su sirena de cabellos de oro y pechos de nácar y escudriñó el mar, ahora embravecido y amenazante. Sintió frío, ¿o era un escalofrío? Entre las brumas y la oscuridad de la noche le pareció ver que algo emergía del mar. ¿Sería su sirena? Trató de verlo con claridad, pero era difícil. A medida que las olas acercaban aquella aparición, pues hasta entonces no podía definirlo de otro modo, en sus retinas comenzaron a dibujarse unas formas que en nada se parecían a su sirena. La imagen que estaba viendo cada vez más claramente, le producía... ¿cómo podría expresarlo? quizá repulsión, incluso miedo, por lo menos esa sensación le invadió, y sintió aún más frío. Alcanzó por fin a ver un cuerpo de mujer desnudo, pero con seguridad que no era su sirena. Ese cuerpo era rugoso, viejo. La cabeza, pues los rasgos de la cara no podía verlos bien, era deforme, y la cabellera parecía estar formada de cabellos oscuros y sucios, muy largos y pringosos, como estropajos viejos. La aparición movía los brazos de un modo extraño tratando de nadar para alcanzar la orilla, y aunque sus movimientos eran descompasados y hechos con poco tino, el cuerpo nudoso y anciano, moviéndose y flotando con el ritmo de las olas, se le iba aproximando imparablemente.
El terror le invadió. Estaba allí, solo en la noche, entre las rocas, esperando encontrar de nuevo a la sirenita de sus sueños, y ése ser repelente, suplantando a su sirena y aprovechándose del encanto de ella, había logrado hipnotizarle, no cabía ninguna duda. Le había hecho regresar por la noche con algún influjo y ahora se acercaba para apoderarse de él. ¡Quién sabe qué horrible destino le esperaba entre sus garras! Se sentía entumecido, paralizado por el frío y el horror, pero con un gran esfuerzo de voluntad, temblando de miedo, se levantó de la roca donde permanecía casi en hipnosis y huyó. Huyó casi sin ver dónde pisaba, donde ponía los pies. Tropezó varias veces y varias veces estuvo a punto de caer entre las rocas. No miraba hacia atrás. El pánico se había apoderado de sus sentidos y no paró hasta llegar arriba, al paseo marítimo. Abrió la puerta del coche como pudo, pues no acertaba con la llave en la cerradura. Finalmente logró arrancar el motor, y salió de allí rápidamente.
Ya dueño de si mismo, pero con un gran nerviosismo, y mientras conducía su todo terreno, pensó en lo que había visto,. ¿Era una bruja del mar? ¿Una bruja de la noche?. No deseaba volver a casa. Aquel suceso que había logrado ponerle en tal tensión, le había dejado en un estado lamentable. Dudaba a dónde ir y decidió dirigirse a la montaña.
Le apetecía conducir, ir dando vueltas con el coche para recobrar la serenidad y calmarse totalmente. Comenzó a encontrarse mejor lejos del mar, bien protegido en el interior de su vehículo. Al cabo de un rato pensó que era un histérico, o por lo menos, aquellos momentos que había vivido habían sido unos momentos de puro histerismo. Rememoró a la bruja y mentalmente trató de ver todo lo sucedido bajo distintos aspectos. Seguro que no era una bruja, seguro. ¿Cómo podía serlo? Las brujas solo existen en la imaginación; se había dejado subyugar por la noche y el pánico le dominó, un pánico irracional. La explicación acudió a él con certera lógica: ¡Naturalmente! ¡Era un árbol arrastrado por el mar! ¡Un árbol arrastrado hasta la orilla y golpeado contra las rocas por la marea! ¡Y la cabeza y los cabellos serían la copa del árbol! Y los brazos... ¡Eran sus ramas ! ¡Ramas que movían las olas! El miedo había ofuscado sus sentidos, pues algo parecido había visto alguna vez que había ido a pescar durante el día. La noche y la soledad no son buenas amigas, ni buenas consejeras...
Ya se encontraba completamente serenado. Al adentrarse en la montaña encontró un sendero que no conocía ¡Qué raro! Tantas veces paseando por allí y ese sendero nunca lo vio antes. Es la noche, la noche que nos hace ver todo distinto, se dijo. Bueno, se adentraría por ese sendero desconocido. Después del miedo pasado, no temía ya a nada.
El sendero se estaba haciendo muy estrecho a medida que avanzaba con su coche, cuando encontró un gran claro entre la arboleda. La luna lucía ahora en todo su esplendor y podía ver perfectamente todo lo que le rodeaba, el camino, los árboles... Una fuerte sensación de paz invadió su alma y le apeteció parar allí mismo. Enfrente vio una gran cueva. Descendió del coche, y encendiendo un cigarrillo se acercó paseando, relajado ya completamente de la aventura pasada.
Era una cueva extraña y también era rara la vegetación que la rodeaba. Tuvo que saltar unas pequeñas rocas que estorbaban la entrada. Le hizo gracia pensar que esas rocas parecían dientes; eran como la dentadura de una gran boca desdentada, la dentadura de una vieja cueva. Pensó que su imaginación no tenía límites y se echó a reír. Dio unos pasos prudentes hacia el interior y se detuvo. Sus pies pisaban un suelo excesivamente blando. La oscuridad en el interior era grande. Avanzó un par de pasos más y notó que sus pies resbalaban. Miró hacia el suelo, y en la penumbra, vio que donde antes estaba seco ahora estaba húmedo; unos regueros de agua salían de la cueva hacia el exterior mojándolo todo. Volvió sobre sus pasos y su instinto le hizo levantar la cabeza. Asomando por el techo de la cueva, sobresalían unas rocas terminadas en agudos filos que parecían estalactitas apuntándole, pero le pareció que no las había visto cuando llegó. Dirigiéndose hacia la salida, desandó lo andado dando un paso hacia un lado y luego hacia el otro, con cuidado para no resbalar. A cada paso que daba, la cueva temblaba más y más, y los regueros de agua, pegajosos, eran cada vez mayores. Lo estaba viendo pero no lo podía creer. ¡No podía ser! ¡Aquello no podía ser verdad! ¡Pero, sí, Dios! ¡Sí que era verdad! ¡Aquello era la entrada de una gran garganta, era una boca enorme! ¡Y lo que parecían dientes, eran realmente dientes enormes y afilados...! Se fijó de nuevo en las rocas del techo y le pareció que bajaban hacia él, como si la gran boca estuviese cerrándose, tratando de atraparle. Inmediatamente volvió a pensar en la bruja, envidiosa de su sirenita. La bruja debía haberle perseguido hasta allí. Seguro que estaba soñando, seguro que debía ser un mal sueño pero corrió, corrió como alma que quiere llevarse el diablo.
Mientras Juan Salgado dormía y soñaba inquieto dentro de su saco de montaña, a poca distancia de la gran Casona, un pequeño habitante de esa casa vigilaba, al igual que había hecho durante muchas noches, una grieta del techo del salón. Ese pequeño habitante escuchaba atentamente. Oía ahí arriba una respiración extraña, sorda y profunda. No podía imaginar el aspecto del ser que se ocultaba tras aquel techo y esperaba, agazapado en la oscuridad, a que se asomase. Esa noche, por fin, mientras observaba la grieta, vio cómo emergía lentamente.
Tuvo un momento de terror y trató de esconderse, de pasar desapercibido. Desconocía qué clase de bestia podía ser capaz de vivir en una grieta, y aunque su curiosidad era enorme, sentía temor. Acechando agazapado, procurando no descubrirse, permaneció semioculto detrás de uno de los dos grandes sillones del salón. Temblaba de miedo y de emoción, pero pensó que por fin sabría a qué bicho pertenecía aquella respiración que durante tantas noches había escuchado. Y su olor, el olor que percibía, era fuerte y extraño. Necesitaba saber qué criatura se escondía allí.
Las luces estaban apagadas, sólo una tenue claridad que alcanzaba a entrar por las ventanas alumbraba la sala, creando sombras fantasmagóricas. Lo que empezó a emerger por la grieta le asombró; nunca había visto algo igual. La débil claridad no le permitía verlo bien, y con las pupilas totalmente dilatadas se esforzó para no perder ningún detalle de lo que ya, sin ninguna duda, pensó que era una inmunda bestia.
Contempló a un ser repelente y oscuro, de un tamaño algo mayor al suyo propio. Primero unas garras aparecieron por la hendidura, ensanchándola, y luego, lo que parecían unos terribles ojos llenos de fuego dirigieron su mirada por la habitación. Estremecido, se encogió aún más, temeroso por poder ser descubierto, y se dio cuenta de que él podía ser vulnerable ante aquel ser horrible y desconocido. No debería haberse escondido detrás de ese sillón. Observó unos dientes tremendamente afilados y contempló aterrado a ese ser que, afianzándose en la grieta con sus garras, estaba descolgando su cuerpo del techo, un cuerpo que era lo más horrible que nunca hubiera podido imaginar y ni siquiera soñar en sus más horrendas pesadillas. Su color era oscuro, entre pardo y negro, y a cada lado de su cuerpo sobresalían lo que parecían ser unos grandes omoplatos cartilaginosos tan largos y altos como el mismo ser, llenos de membranas de color negro. Con las garras todavía afianzadas en la grieta, ese desconocido ser se balanceó en el aire, como calculando el salto que con seguridad iba a dar hacia el interior del salón.
Durante unos segundos, ese pequeño habitante de la gran casona se preguntó si no estaría en realidad soñando y sufriendo una pesadilla. El estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo, y el temblor que no podía dominar, le hizo ver que lo que estaba viviendo era una terrible realidad. Su mente le decía : ¡Huye! ¡Huye! Pero se sentía incapaz de moverse, y además... sabía que ya no tendría tiempo de huir, esa bestia se le echaría encima en cuanto le viese, le atraparía con sus garras y le devoraría con sus afilados dientes.
La bestia seguía balanceándose atenta y vigilante, notando o quizás oliendo su presencia, como si supiera que él estaba ahí y adivinase que de un momento a otro él saldría corriendo, y esperando ese momento de debilidad suya para atacarle. Con seguridad que no tendría ninguna oportunidad de huir ni salvación alguna si huía, pensó, mientras procuraba mantenerse, a pesar de su temblor, astutamente quieto y silencioso. Decidió heroicamente luchar por su vida, defenderse hasta morir. Moriría matando, ya que no tenía otra opción. Quizás él podría también herir a la bestia antes de ser engullido, y quizás el ruido que se produjese durante la lucha despertaría y alertaría a toda la familia para que pudieran ayudarle.
Los ojos de la bestia tenían ahora la mirada fija en el sillón dónde él se había ocultado, como si lo hubiera descubierto, quizá, por el olfato, y observó cómo ahora ésta se balanceaba con fuerza, con más impulso... Si no era un sueño ¿Qué era aquello ? ¿Cómo podía ser que eso estuviese sucediendo ? Sabía que la rendija, allá arriba, posiblemente daba a la gran buhardilla tanto tiempo cerrada, cerrada durante años y tan grande como aquél gran caserón, un caserón solitario perdido entre los montes de Alava, y a muchos Km. de distancia del pueblo más cercano. Muchas veces había intentado subir hasta la buhardilla, pero la puerta estaba atrancada e incluso era difícil llegar hasta allí. El acceso era complicado, con los pasillos llenos de muebles viejos amontonados unos encima de otros, mugrientos, llenos de polvo y de telarañas. Aunque siempre tuvo gran curiosidad, innata en él, prefirió finalmente ignorar esa parte de la casona. Ahora ya sabía, ya tenía la certeza de que la maldad anidaba allá arriba, en esa buhardilla sucia y olvidada durante tantos años.
Continuó observando el balanceo de la bestia y cómo fijaba su mirada en el sillón que le servía a él de escondite. Supo con seguridad que le había descubierto, que había llegado el momento del enfrentamiento. La bestia, con un último impulso se precipitó hacia él, se le echó encima adelantando las temibles garras, al tiempo que extendía unas grandes alas negras, picudas y membranosas, que rompieron con su aleteo el silencio de la noche y de la casona.
La decisión estaba tomada y él salió a su encuentro. El choque fue terrible, brutal, y la bestia, que no lo esperaba, rodó por los suelos. Los dos rodaron casi abrazados y casi desvanecidos por el tremendo golpe, pero él se rehizo enseguida, no podía dar tregua a tan odiada enemiga. Se levantó rápidamente y atacó con furia. La bestia, otra vez sorprendida, quiso evitarle y trató de volar con desespero, más bien inició un vuelo atolondrado para huir del ataque pero tuvo mala fortuna, golpeándose contra el espejo de una consola y derribando un jarrón. La bestia cayó de nuevo al suelo aturdida, herida y sangrante, entre fragmentos de cristales rotos y trozos del jarrón hecho añicos. Esa ocasión era inmejorable, el pequeño habitante no podía desaprovecharla, y dando un gran salto se echó encima de la bestia para inmovilizarla con sus cuatro patas y con el peso de su cuerpo, al tiempo que hincaba fuertemente en ella sus afiladas uñas. Mordiendo con toda la fuerza de que era capaz, hundió ferozmente sus colmillos en el repelente cuello y la bestia quedó inmóvil, derrotada, muerta.
Apenas dos minutos después, se abrió la puerta del salón y entró Jon, en pijama, con vivas muestras de alarma en su rostro y quedándose asombrado al encender las luces y contemplar la escena. ¡Arantxa! dijo a voces ¡No pasa nada! ¡Puedes seguir durmiendo! No tiene importancia, es el gato que ha cazado a una especie de rata, y ha destrozado... ¡Vaya por Dios! Ha roto el jarrón de la consola y también el espejo. Y esto que hay aquí, a ver, parece un murciélago, pero... es un murciélago muy extraño, dan escalofríos con solo mirarlo ¡Qué raro! ¿Por dónde habrá entrado? Y mirando al gato, le felicitó: ¡Muy bien, pequeño! ¡Te has portado bien! ¡Lástima de espejo, con la mala suerte que da romper uno!
Cuando apenas estaba terminando de hablar, Jon observó que el gato no estaba haciéndole ningún caso, ni a él ni a la bestia muerta, y mantenía la mirada fija y atenta, dirigida hacia lo alto, por encima de su cabeza. También notó que algo húmedo, agua quizás, le caía encima mojándole. Jon se tocó con los dedos y enseguida advirtió que era muy pringoso, parecía una extraña baba. Al mismo tiempo oyó unos ruidos en el techo. Miró hacia arriba y vio la grieta. ¡Claro ! Ya sabía yo que ahí arriba tenía que haber de todo... siguió diciendo. Pero la sangre se le heló a Jon en las venas, cuando se dio cuenta de que el techo alrededor de la grieta se estaba desmoronando. Del techo estaban cayendo grandes trozos al suelo abriéndose un enorme boquete allá arriba, y unas grandes garras, más grandes que el mismo Jon, aparecían por el agujero, y dos ojos horribles, tan grande cada uno de ellos como la cabeza de un hombre, dirigían hacia él su horripilante mirada. Una horripilante mirada llena de fuego y de odio...
La mayor parte del techo ya había caído al suelo del salón, llenándolo todo, y al mismo Jon, de grandes trozos de yeso. En ese momento, durante unas décimas de segundo y paralizado por el pavor, Jon pudo ver casi en su totalidad a una repelente bestia negra de más de tres metros de altura, dirigiendo sus garras hacia él. Tenía una gran cabeza de rata, y en esa asquerosa, enorme y horripilante cabeza, una horrenda boca babeante muy abierta y llena de grandes y terroríficos colmillos, como enormes cuchillos afilados. No pudo ver más, pero en el mismo instante en que la bestia, de enormes alas picudas y membranosas, tan altas como ella misma y que ni siquiera había llegado a extender, se le echaba encima, Jon comprendió que el asqueroso y pequeño bicho que había visto muerto en el suelo del salón, cazado por su gato, era una cría de ese ser abominable. El horroroso animal ya estaba encima de él, y cuando la enorme boca de la bestia atrapó la cabeza de Jon y comenzó a devorarle, lo último que Jon oyó, fue un alarido ronco y profundo que provenía de la garganta del animal.
Juan Salgado entró en la casa después de forzar la entrada, alertado por la lucha y el estrépito que oía dentro, y alcanzó a ser testigo de una escena que durante unos segundos le paralizó. Oyó las últimas palabras que Jon estaba pronunciando, y cómo éstas se quedaron convertidas en palabras tartamudeantes y casi ininteligibles ante el ataque de la bestia. También oyó los gemidos roncos y el alarido final del animal, y reaccionando rápidamente, disparó todo el cargador de su pistola automática sobre la horrenda bestia.
Más tarde, llamó a su Jefe. Hola, Jefe, le dijo. Tenía yo razón, aunque he llegado algo tarde para poder salvar a alguien. Estoy en aquella casona vieja de la que le hablé. Vivía aquí un matrimonio. La mujer está bien, pero el marido acaba de morir atacado por un ave enorme. He matado a la bestia a tiros. Al parecer, ese ave fue creciendo y viviendo en la buhardilla de la casa, junto a una cría que ahora también está muerta,. He llegado, justamente, cuando el ave atacaba y mataba al propietario de la casona. La he matado a tiros, como ya le he dicho, y luego he subido a la buhardilla y la he revisado de arriba a abajo. A no ser que haya alguna bestia suelta por los montes aquí ya no hay nada, excepto el cadáver de alguien que murió hace ya mucho tiempo, posiblemente el doctor. Lo que queda es un puro esqueleto. Hay aquí arriba muchos cachivaches como de laboratorio, pero la mayoría de las cosas están rotas. Parece que las aves tenían aquí su madriguera y también parece que una de las aves se cargó al doctor. El esqueleto tiene el cráneo destrozado. No, jefe, es imposible saber si hay más aves sueltas por ahí. Será mejor que venga un equipo para dar algunas batidas por los montes. Yo esperaré aquí. Si, jefe, creo que este caso también está cerrado.-

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