jueves, 4 de febrero de 2010

EL PARAGUAS DE SAN PEDRO

Hace años que me reservaba esta historia. No encontraba el momento de contarla a nadie y mucho menos de escribirla. No encontré nunca el momento porque siempre pensé que era improbable que alguien pudiese creerla y no deseaba que me tachasen de loco o de visionario, pero hoy me he sentado frente al ordenador dispuesto a escribirla para que todo aquél que desee leerla, pueda conocer que en este mundo existen muchos misterios y hechos asombrosos; hechos y designios que escapan a nuestra razón.
Un día, en un instante indeterminado pero crucial para mí, el paraguas de San Pedro me protegió. El paraguas protector que San Pedro me envió detuvo “mi tiempo”; lo detuvo y sin dejar que transcurriese me trasladó lejos del peligro inminente, lejos del lugar en el que sin duda hubiera terminado mi vida. Una vez hecho esto, dejó que mi tiempo, el tiempo de mi existencia, continuase su marcha.
Desde ese día he ido repasando en mi mente aquel suceso sin encontrar otra explicación más que la de creerme ser un elegido; que un ángel me había escogido y protegido por algún motivo. Durante años me sentí importante, me creí alguien especial; un hombre que esperaba ser receptor o protagonista en un futuro de algún destino predeterminado e ignorado hasta el momento en que me fuese revelado. Hice, de ese modo, muchas especulaciones, pero viendo que en mi vida no ocurría nada espectacular y tampoco algo que después de ese suceso encontrase singular o distinto a lo que siempre había sido mi proceder, pues mi existencia ha ido transcurriendo de forma monótona, me dije que quizá la razón de haber sido salvado por el paraguas de San Pedro, -entiéndase lo de paraguas de San Pedro como una alegoría- fuese simplemente porque mi vida estaba engarzada a la de muchas otras vidas y que mi supervivencia podía ser necesaria por la simple razón de estar unido a ellas, y si yo desaparecía, esas otras vidas podrían verse innecesariamente trastocadas. Llegué finalmente a la decepcionante conclusión de que yo no era un elegido de nadie y dejé de considerarme importante, no obstante seguir siendo “aquello” un misterio profundo y apasionante...
Creo haber interpretado por fin, después de tantos años, lo que me ocurrió un mediodía del año 82, y esa explicación la ofrezco al final de mi relato. Valga decir, adelantando algo mi explicación final, que además de la posibilidad de considerarme un ser especial barajé otras alternativas. Una de ellas es que nuestra mente actúa en determinados momentos sin que nuestro cerebro pueda ofrecernos luego ese recuerdo, y si pretendemos dar una interpretación lógica a lo ocurrido somos totalmente incapaces de hacerlo; no hay explicación ni recuerdo de lo que pasó, sólo el antes y el después. A eso se le suele denominar “mente en blanco”, pero que no significa necesariamente que durante esos segundos o minutos hayamos quedado incapacitados o que no hayamos hecho algo determinado, sino que realmente hemos actuado de algún modo, aunque nos sea imposible recordarlo. Naturalmente, esto no es ningún misterio. Lo que es realmente misterioso, y aún, al rememorarlo, se me eriza el vello, es ver cómo, en el mismo instante en que te das cuenta de que ha llegado irremediablemente tu fin y que no puedes evitarlo porque no hay ninguna salida a esa situación, te encuentras de repente lejos de ese peligro, muy lejos y a salvo y -esto es lo verdaderamente asombroso- sin haber transcurrido siquiera una fracción de segundo.
Aquél mediodía del año 82... Era sábado y como todos los fines de semana la fábrica había cerrado sus puertas. Dentro quedaban dos perros guardianes. Esos perros eran amistosos pero su aspecto imponía y con ellos nos sentíamos más seguros. No son los perros los protagonistas del misterioso suceso, pero ellos fueron los causantes indirectos de lo que me ocurrió aquél día después de ir a llevarles su comida y abrir las puertas para que retozaran un poco en libertad.
Estábamos en aquel sábado de 1982, cuando abrí las puertas de la fábrica para que los perros pudieran corretear y airearse algo. Dispuse la comida en el suelo, encima de unos papeles plastificados, y llené los cubos con agua limpia. Esperaba que regresaran al cabo de pocos minutos como siempre hacían pero aquel día no ocurrió así. Recordé que mi mujer me había dicho: No les lleves la comida ahora, que se ha hecho muy tarde y están a punto de llegar nuestros amigos. Sabes que no hemos reservado mesa, y si nos presentamos tarde al restaurante quizá no haya sitio libre; ya llevarás luego esa comida. Pero mis perros también tenían derecho a comer a su hora y no más tarde; y eso es lo que contesté, y además, añadí, no tardaré demasiado. Y les llevé la comida a pesar de las protestas de mi mujer.
En lugar de los diez minutos de paseo que acostumbraban, tardaron más de una hora en volver a la fábrica. Muchas veces les llamé a gritos aunque no supiese dónde podían estar y otras tantas veces estuve a punto de cerrar las puertas y dejarles afuera. Pero me dio pena que a su regreso encontrasen todo cerrado y tuviesen que quedarse en la calle además de no poder comer lo que les había llevado. Por fin regresaron y echándoles una gran broca les metí adentro y cerré las puertas con mucha prisa. Ya todo lo hice con prisas. No dejaba de mirar el reloj. Puse el coche en marcha con prisas, con tantas prisas que en el primer momento no logré arrancar el motor. Y es que no había anulado el desconectador de batería que siempre activo al bajar del coche. Luego, en la carretera encontré que todos los coches marchaban despacio. Demasiado lentos para mi gusto y para poder recuperar el tiempo que miserablemente había perdido por culpa de los malditos chuchos.
Mi coche era rápido para aquel año 82. Alcanzaba algo más de 200 Km/hora, pero su rapidez estribaba más en la aceleración que en la propia velocidad punta. Fui adelantando a todos los vehículos que estorbaban a mis prisas, y me desesperaba cuando por culpa de la raya continua no podía hacerlo. Llegué al desvío de la carreterilla que... aquí he decidido que figuren los datos exactos para que todo el que conozca o haya conocido el lugar pueda verificar que esos datos son ciertos, y doy fe de que todo lo que he relatado y relataré aquí, también lo es. Desde la carretera catalana que va de Granollers hasta Sant Celoni, y para acceder a Santa María de Palautordera, existe un desvío a la izquierda. Tomé el desvío después de permanecer parado en el Stop lo que me pareció una eternidad y comencé a ascender a gran velocidad. Es una carretera con bastantes curvas, pero la conocía bien y mi coche y mis reflejos eran perfectos. Recuerdo mi velocidad, 110/120/130 Kms./hora. Tuve que aminorar de pronto la velocidad al encontrar en mi camino a dos vehículos. Me impacienté. Delante de mi corría, igual a como puede correr una tortuga, un pequeño coche, y delante de éste otro aún más pequeño, pequeño de tamaño, de motor y de todo. No parecían tener ninguna prisa. Pero yo no soy un suicida y solamente corro cuando puedo hacerlo, sin riesgos, a pesar de que correr siempre los conlleva. Las curvas estaban muy cerca unas de las otras y adelantar allí, sin visibilidad y sin saber si podría encontrarme a alguien de frente y sin tiempo ni espacio para rectificar, hubiera sido un suicidio. Me fui desesperando más y más. Miré la hora en el reloj del coche. Ya eran las 14,55. No había tardado apenas nada para llegar hasta el desvío y ahora, por culpa de esos dos pazguatos, a saber cuándo llegaría a mi casa. Seguro que tardaría más en recorrer esos seis Km. que los casi veinte de antes. Mi familia y los amigos estarán desesperados... Y por descontado que cuando lleguemos al restaurante no habrá sitio... Esos eran mis pensamientos con los nervios a flor de piel. Vuelvo a mirar el reloj. Las 14, 59. Estamos cerca de llegar a una curva que hay antes de un estrecho puente. En realidad todavía falta un buen trecho para llegar a la curva. Ahí podría adelantar por lo menos a uno, al que llevo inmediatamente delante. Pero desecho la idea. Si no puedo adelantar a los dos a la vez no me servirá de nada. Después de esa curva está el puentecillo que cruza a gran altura las vías del Ferrocarril. Su angostura no permite que pueda cruzarlo más de un vehículo a la vez, y además de ser estrecho es sumamente peligroso ya que se encuentra inmediatamente al salir del viraje. Si se va deprisa no hay tiempo para reaccionar ante un imprevisto. Y luego siguen curvas y más curvas, donde tampoco podré adelantar... Cuando me esté permitido hacerlo, ya adelantaré a los dos. Eso me dije, pero desmintiéndome a mi mismo y despreciando mi propia valoración de la situación, en un impulso introduje una relación de cambio más corta que la que llevaba en ese momento y me lancé ciegamente para adelantar al coche que estaba inmediatamente delante. Eché una ojeada al velocímetro: 120, 130... Ya había pasado al primero... y era tan fácil pasar al siguiente.... a esta velocidad me daría tiempo.... Y pasé a los dos. Me encontré tomando la curva a una velocidad endiablada. Me di cuenta de pronto de lo que había hecho; de lo que estaba haciendo. Estaba comenzando la curva y entonces me di cuenta de la locura a la que mis prisas y mis nervios me habían arrastrado. Mi cerebro trabajó en esos instantes como nunca creo que hubiese trabajado antes ni creo que lo vuelva a hacer. Ese viraje solía tomarlo por debajo de los 40 Km/hora y sobrepasar esa velocidad era sumamente peligroso. Normalmente, al salir de la curva para enfilar el puentecillo que una vez cruzado lleva hasta el Pueblo, hay que estar pendiente de no encontrarse a alguien de frente. En el puente no caben en absoluto dos vehículos, y se debe poner mucha atención para poder frenar a tiempo al salir de la curva incluso aunque no venga nadie en dirección contraria, pues hay que acertar con la trayectoria adecuada al enfilar el puente para no despeñarse. Mi cerebro trabajaba vertiginosamente. Ojeada involuntaria al velocímetro. ¡130! Ojeada al reloj. Las 15 horas en punto. Al mismo tiempo oí en la radio, que había estado encendida durante todo el trayecto, los pitidos que marcaban la señal horaria. También oí, inmediatamente después de los tres pitidos horarios la voz de un locutor que decía: Son... Todo lo vi y oí al mismo tiempo mientras mi cerebro trabajaba sin descanso. Mi cerebro me decía que si frenaba en pleno viraje a tan alta velocidad mi coche se saldría de la carretera, volcaría y daría mil vueltas de campana. Me seguía diciendo que posiblemente en ese caso también se estrellase contra mi coche el que yo acababa de adelantar, pues le había hecho un adelantamiento tan sumamente ajustado que, tan pronto como lo hube rebasado, no tuve otro remedio que cerrar su trayectoria para poder entrar a tiempo en la curva. Pero también me decía que a esa velocidad nunca enfilaría el puente con garantías, que podría encontrarme a alguien de frente que ya lo estuviese cruzando o a punto de cruzarlo. Mi cerebro decidió eliminar la primera de las posibilidades; en absoluto era conveniente que volcase mi coche y, velozmente, transmitió a mis nervios y músculos ese mandato. No frené y en su lugar apreté con fuerza el acelerador para que la mayor tracción evitase que las ruedas resbalaran en el asfalto y pudieran mantener la trayectoria, rogando no encontrarme a nadie de frente. Y cuando ya estaba a punto de salir de la curva, a punto de enfrentarme con el puente y con lo que Dios hubiese decidido, en ese preciso instante algo ocurrió, o explotó, dentro de mi cabeza. Lo que fuese que ocurrió me impidió la visión. Una mancha negra lo ocupó todo; una gran mancha negra que duró una fracción de tiempo infinitesimal se proyectó como una diapositiva, estallando en el interior de mi mente. No llegué a salir de aquella curva ni llegué a ver el maldito puente. En la pequeñísima fracción de tiempo en que apareció y desapareció esa mancha negra, la curva y el puente también habían desaparecido. El puente no estaba allí. En lugar del puente me encontré ante una carretera recta y desconocida. Una carretera sin curvas ni puentes y que yo no conocía. En pleno desconcierto oí la voz de un locutor que estaba terminando de anunciar la hora y decía: las tres en punto... Miré el reloj y, efectivamente, marcaba las tres en punto; la misma hora que exactamente marcaba en el instante que me enfrenté a lo que creí que sería irremediablemente mi destino final. Y el locutor era el que antes había comenzado a comunicar la hora, el mismo locutor al que en plena curva yo había oído decir: Son... No entendía nada de lo que me estaba ocurriendo. Completamente aturdido levanté el pie del acelerador y fui reduciendo la velocidad del coche hasta llegar a conducir lentamente, sin prisas. ¿Cómo podía seguir conduciendo por esa carretera sin saber adónde me dirigiría? ¿Qué era lo que me había sucedido? ¿Cómo podía encontrarme en este lugar si yo sabía perfectamente que apenas hacía un instante estaba a punto, y completamente convencido, de matarme al salir de la curva para cruzar el puente que lleva al Pueblo? ¿Acaso salí de la curva y crucé el puente en estado hipnótico, en estado de trance? y ahora, en este momento, ¿dónde me encontraba?
Arrimé el coche a la cuneta y lo paré. No sabía qué era lo que me había ocurrido y mi desconcierto era tan enorme que no sabía qué hacer. Al cabo de unos pocos minutos, quizá tres o cuatro, no lo sé con exactitud pues no volví a mirar el reloj, vi pasar por la carretera a un coche pequeño y luego a otro. Eran los dos coches que yo había adelantado pocos metros antes de la curva. Reconocí entonces la carretera. Faltaba escasamente un Km. para llegar al Pueblo y me di cuenta de que no había reconocido el lugar al verme de sopetón en esa parte del camino sin esperarlo, al encontrarme ahí de pronto sin haber atravesado el puente que yo esperaba encontrar en ese mismo instante. Y el puente había quedado bastantes kilómetros atrás sin haber transcurrido siquiera unos segundos. Parecía que una mano poderosa, una enorme mano, hubiese levantado mi coche y lo hubiese trasladado desde la curva de la carretera hasta aquí, conmigo dentro, antes de que yo me estrellase, y todo en una fracción de tiempo tan pequeña que no se podía medir.
Poco a poco me fui centrando en lo todo lo que me acababa de ocurrir aunque seguía sin entenderlo. Continué durante un buen rato sentado en el coche sin decidirme a seguir mi viaje. Ya no tenía ninguna prisa. Mi mujer, los amigos, el restaurante... ¡Qué importaba eso! Pero tenía que ir a mi casa, no iba a quedarme ahí parado eternamente y reemprendí la marcha. Lo hice lentamente, muy lentamente, fijándome bien en los detalles del camino y recreando mi vista en los campos, pensando que si no me hubiese ocurrido ese milagro jamás hubiera podido volver a ver nada.
Paré el coche ante mi casa y mi mujer salió a recibirme contenta por verme, suponiendo que a pesar de mi tardanza no me había ocurrido ningún percance, pero cuando se acercó y vio mi rostro se asustó y me dijo: ¡Dios mío! ¡Qué pálido estás! ¿Qué es lo que te ha ocurrido?
Y al cabo de los años, después de pensar un millón de veces si pudo ser por los nervios, por las prisas y por el despiste que yo hubiese cruzado el puente inconscientemente y sin haberme llegado a dar cuenta de ello; después de haber desestimado otro millón de veces esa posibilidad; después de haberle dado vueltas a todo, y buscado y rebuscado explicaciones divinas, o lógicas, que podría haberlas si no fuera por el reloj que estaba indicando las tres en punto en el momento de iniciar la curva y que unos 3 kilómetros más lejos, ya a salvo de la curva y del puente, terminó de marcar esa misma hora; y que además, por si podía confundirme con ese detalle, lo rubricó el locutor de la radio que comenzó a anunciar la hora en la misma curva y sin interrupción terminó de hacerlo pasados esos tres Kilómetros... Después de todo eso estoy convencido de que lo que realmente ocurrió es que, “di un salto en el tiempo” o más exactamente, “viajé a través del espacio sin que transcurriese el tiempo”.
Tengo el firme convencimiento de que hay una parte de nuestro cerebro que no sabemos dominar conscientemente, una parte oculta e invisible de nuestro cerebro que en excepcionales y determinadas circunstancias de alerta, de peligro inminente, es capaz de conseguir lo que normalmente el ser humano no sabe que puede hacer. Son milagros que nosotros mismos somos capaces de lograr pero sin saberlo, sin ser conscientes de ello. En un determinado momento nuestro cerebro toma el mando y crea el milagro. Sin pensarlo nosotros, sin darnos cuenta y sin llegar a entenderlo. ¿Cómo se explican, si no, casos como el de la madre que al ver a su hija atrapada debajo de un camión, sin pensarlo un segundo se lanza para salvar a su hija, y levanta el camión con sus brazos, únicamente con sus brazos y sus propias fuerzas? Hay registrados casos similares y muchos otros en los que la mente parece actuar misteriosamente, logrando que consigamos realizar esfuerzos que están más allá de lo humano; esfuerzos que en circunstancias normales son imposibles que puedan ser realizados. Después de lo que me ocurrió he prestado atención a todos esos enigmas. Es posible que algún día descubramos el potencial de fuerzas ocultas en nuestra mente, esos misteriosos poderes que estallan en un instante desarrollando fuerzas tan poderosas como invisibles.
Pero también me digo... ¿y si al cabo de todo hubiese sido un paraguas milagroso el que me salvó, “el paraguas de San Pedro”?, ¿Por qué no? .-

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