jueves, 4 de febrero de 2010

EL REGRESO DE ACUARIO

Acuarius no tardó en regresar al planeta azul para visitar otras ciudades. La Tierra, nombre con el que denominaban los propios habitantes al planeta azul, celebraba un nuevo milenio, una nueva era, “La era de Acuario”, y a Acuarius le agradaban las novedades, especialmente las novedades que hacían referencia a él mismo. El pequeño planeta azul de esa Galaxia diminuta le atraía inmensamente, le divertía y le daba pena a la vez. Le divertía contemplar la laboriosidad y el empeño de sus gentes, y le causaba pena contemplar las limitaciones de sus habitantes, tan diminutos en tamaño y en posibilidades. Acuarius decidió conocer las ciudades más importantes de la Tierra. En esta ocasión, se decidió por una ciudad con muchos habitantes.

No apareció como la última vez, ofreciendo su imagen y presencia gigantesca en el cielo, a la vista de todos, con sus largas barbas y enormes melenas. Sabía que los terrícolas no comprendían su existencia, y que todos esos seres pequeñines, al verle, temblarían de terror. Acuarius no pretendía ser terrorífico. Apareció más diminuto que el más diminuto de los habitantes de la ciudad, pero para ser respetado, se cubrió con un elegante traje, e hizo que sus manos fueses portadoras de dos grandes bolsas repletas de joyas.

Mientras Acuarius paseaba por una de las mejores avenidas de la Ciudad, las joyas podían verse brillar dentro de las abiertas bolsas. Estaba atardeciendo y las gentes con las que se iba cruzando, que parecían apresuradas, no dejaban de mirarle. Echaban una primera mirada sobre su persona y a continuación, inevitablemente, todos efectuaban el mismo gesto, pues miraban sorprendidos y avariciosos lo que sus manos portaban. Acuarius sabía que ese comportamiento de las gentes era inevitable, pero se sorprendió a si mismo notando un sentimiento de placer al ser admirado, no porque era un Dios, lo que todos desconocían, sino por despertar esa admiración a pesar de ir disfrazado. Naturalmente que, las envidias despertadas, lo eran por su elegancia en el vestir y por las joyas que poseía. Empezó a comprender los sentimientos que embargaban a las mentes de esas personas con las que se cruzaba.

Acuarius tuvo una idea y decidió llevarla a cabo. Se sentó en el bordillo de una acera; desparramó el contenido de las bolsas en el suelo, y trucó su rico traje por una vestimenta simple, ya que le pareció más adecuado para adoptar esa postura. Las gentes, al pasar, seguían mirándole, pero las miradas eran ya simples ojeadas rápidas. Acuarius leyó en sus mentes el gran malestar que les ocasionaba su presencia, lo que le sorprendió por el contraste. Siguió leyendo pensamientos, tan opuestos ahora a los de hacía tan solo unos instantes.

Comenzó a ofrecer sus joyas a los que pasaban por delante suyo: Señor, tenga, esto es para Vd. Todos le hacían gestos de desagrado. y algunos, incluso, le hacían gestos con el brazo, tratando de alejar con ese ademán, sus palabras y hasta su presencia. Comprendió Acuarius lo que ocurría y se dijo que ésa era la forma de ser de los habitantes de ese planeta. No sabían lo que querían ni lo que les convenía, y la desconfianza que llenaba sus mentes, era lo que les hacía ser tan diminutos.

Consiguió que alguien se detuviese delante suyo. Era un beodo. Le interrogó. El beodo le dio su parecer sobre la prisa de las gentes: Es una ciudad inmensa, le dijo, y la gente tarda en llegar a sus casas. No quieren entretenerse con nada. Una vez en sus casas, se encierran en ellas y no se mezclan con nadie. Acuarius le dio las gracias y metiendo una mano en una de las bolsas, sacó un puñado de diamantes que le regaló. El beodo se alejó, fija ya su atención únicamente en las piedras que llenaban sus manos, y que acercaba a sus ojos una y otra vez para admirar sus destellos.

Acuarius se preguntó qué podría hacer para ayudar a estas buenas gentes. Si era una ciudad tan grande, y todos los problemas venían de eso... Se dijo que ya tenía la solución. Recuperó su gigantesco tamaño, sin temor ninguno en esta ocasión de asustar, pues lo que iba a hacer sería cuestión de pocos segundos. La figura de Acuarius alcanzó varios Kilómetros por encima de la ciudad. Miró hacia abajo, y vio que la ciudad era un minúsculo punto que apenas podrías ocupar una pequeñísima parte de una de las uñas de sus pies. Para Acuarius, si él seguía aumentando su tamaño, la ciudad no sería nada. Cesó en su crecimiento gigantesco. Se agachó, puso las palmas de las manos casi juntas, dejando el diminuto punto que era la ciudad en el centro de sus manos, y las unió ligeramente para reducir esas distancias tan grandes que hacía que sus habitantes siempre tuvieran prisa para llegar a sus casas, y que les hacía ser tan infelices.

¡Pero, qué imperfectas construcciones! Tan solo con cerrar ligeramente sus manos, notó que el puntito que había sido la ciudad, se derruía y se convertía en polvo. No cabía ya ninguna duda de que las ciudades eran tan frágiles como sus habitantes. Deseaba ayudarles. Podía leer sus pensamientos, pero eran tan diferentes a él... Oyó cómo subían hasta su mente millones de ayes; de lamentos; y sintió en el alma no haberles podido ofrecer una mejor colaboración. No importa, pensó, hay más ciudades para poder ayudar.

Antes de alejarse, y para evitar inútiles sufrimientos, restregó con fuerza la palma de su mano derecha sobre aquel puntito, dejándolo confundido con la misma tierra del planeta. Dejó de oír los lamentos y se encontró satisfecho, iniciando su marcha en busca de una nueva ciudad a la que pudiese ayudar en este milenio, en esta era suya, “La era de Acuario”.-

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