jueves, 4 de febrero de 2010

LA VIRGEN

Recuerdo ese día como si lo estuviese viviendo de nuevo. Tengo 8 años. Miro a menudo con envidia una estatuilla muy pequeña de la Virgen María, de plata, y que mi madre tiene siempre colocada en la “coqueta” de su dormitorio. Esa imagen me atrae irresistiblemente. Al marcharme para ir al cole después de comer, en un impulso irreflexivo, y simplemente por la atracción que me produce, cojo la imagen, la guardo en un bolsillo y me la llevo.
Paso la tarde en clase mirando y admirando la estatuilla. Por fin salgo del cole, ya libre de las advertencias y reproches del maestro, del estilo de “no te distraigas”, o “¿a qué juegas?” En la calle, camino de casa, saco una vez más del bolsillo mi preciada imagen y vuelvo a admirarla en mi mano; le tengo cariño y ahora es mía, por lo menos hasta que la devuelva al sitio de donde la cogí. Le doy mil vueltas y la sigo mirando y remirando. La lanzo al aire, hacia arriba, y la recojo al caer. Me demuestro a mi mismo la gran habilidad que poseo y de modo incansable continúo jugando de ese modo, lanzándola cada vez a más altura. De pronto no logro cogerla en el aire y sin poder poner remedio se cae al suelo. No veo dónde ha caído. Doy vueltas y más vueltas a mi alrededor, buscándola, pero no la encuentro.
Revivo mi angustia al recordarlo, mi llanto interior, mi desespero. Había salido del Colegio a las seis de la tarde y la estatuilla la perdí apenas cinco o seis minutos después.
Llegaron a dar las nueve de la noche sin encontrarla y todo ese tiempo, las tres horas, las pasé buscando, obsesionado, la imagen de la Virgen que, por una tontería mía, había perdido. No podía creer que habiendo caído a mi lado, rozándome la mano, no estuviese en el suelo, allí mismo, a mis pies.
Di mil vueltas a mi alrededor, mirando, buscando y... rezando, rezando continuamente en mi interior y hasta en voz alta. Mi Colegio pertenecía a la Congregación de los Padres Salesianos, y en la mente tenía grabado un rezo que los Padres explicaban que era milagroso si llegabas a encontrarte en peligro, o en trance de morir “sin confesión”, pues La Virgen no lo permitiría
si lo pedías con verdadero fervor. Yo no estaba en trance de muerte, pero era tan importante para mi recuperar la imagen que pensé que si rezaba con fervor, con toda mi alma, la Virgen me ayudaría igual que si estuviera en peligro de muerte inmediata. El rezo era: “María Auxilium Cristianorum, auxíliame”.
Durante las horas en que estuve buscando la imagen, no dejé ni por un instante de repetirlo. ¿Cuántas veces lo repetí? ¿mil? ¿diez mil? Pero a pesar de mis rezos no encontré lo que buscaba; la Virgen no me auxiliaba. Había perdido su imagen y ella se había alejado completamente de mi. Ya se había hecho tan tarde, que mi angustia era un millón de angustias. Me
matarían al llegar a esas horas, pensé. Derrotado, emprendí mi camino hacia casa.
Llegué cansado y con miedo. ¿Qué explicaciones daría?. Decidí que cómo nadie me había visto coger la imagen, no diría nada, aunque sospechaba que acabarían descubriéndome, y seguramente, entonces, todo sería peor. A esa edad, por lo menos yo, no sabía como funcionaban las cosas ni sabía
pensar en lo que podría ocurrir después, así que cuando intentaba imaginarlo, simplemente no podía hacerlo.
Resulta que nadie se había preocupado por mi tardanza y al parecer nadie advertido la falta de la imagen. No me hicieron reproches por llegar a esas horas. Estaba casi finalizando el mes de Junio, recién comenzado el verano, y como en esos días las horas de luz se alargan mucho antes de hacerse de
noche no parecía que fuese tan tarde. Dejé en mi cuarto la cartera repleta de libretas, de lápices y de plumillas, y como un delincuente que desea ver otra vez el lugar donde ha cometido su delito, entré en la habitación de mis padres.
Y al mirar hacia la coqueta, vi que la estatuilla de la Virgen estaba allí, como siempre, donde siempre y durante años había estado.-

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