jueves, 4 de febrero de 2010

LA HUMANIDAD DEL FUTURO

devoradores de árboles


Después de mil siglos transcurridos y mil hecatombes sufridas, la Tierra era por fin un Planeta pacífico, apacible y bucólico. Un gran silencio imperaba por doquier ofreciendo una gran sensación de reposo, paz y tranquilidad. La mayor actividad que se detectaba era la de algunos pocos robots genéticos fabricados siglos atrás, dedicados por completo a abonar sistemáticamente las vegetación de la Tierra. Los robots se alimentaban de animales criados por ellos mismos en pequeñas granjas, siendo esos recursos los necesarios y perfectamente suficientes para proporcionarles toda la energía que precisaban.
El Planeta estaba cubierto en casi su totalidad por una espesa y alta vegetación. La Tierra entera era una jungla, una gran selva de color verde amarillento y salpicada de elevados edificios que, a pesar de su gran altitud, apenas lograban sobresalir entre tanta frondosidad. Las construcciones se encontraban rodeadas por árboles gigantescos que alcanzaban una altura igual a la que éstas tenían, y estaban prácticamente engullidas por las ramas y hojas que crecían descontroladamente. No existían ciudades: éstas habían llegado a formar una perfecta simbiosis entre ciudad y jungla, y los miles de edificios existentes, que ocupaban la mayor parte de la superficie terrestre, no formaban
Tampoco existían avenidas, por supuesto, ni carreteras, ni anchos caminos, únicamente estrechos senderos por los que circulaban algunos robots. Las entradas y accesos a los edificios hacía mucho que no se utilizaban, y se encontraban completamente invadidas por la vegetación. Únicamente quedaban libres las ventanas, en las que podía verse cómo se asomaban por ellas lo que parecían seres humanos. No existían pájaros ni animales que no fueran los criados por los robots en sus granjas. Tampoco existían ciudades: éstas habían llegado a formar una perfecta simbiosis entre ciudad y jungla, y los miles de edificios existentes, que ocupaban la mayor parte de la superficie terrestre, albergaban en su interior a los habitantes de la Tierra que, durante el período de luz, y sin salir de sus viviendas, no hacían otra cosa que alimentarse, silenciosa y continuadamente, de las pálidas hojas de los árboles que crecían y reptaban por sus moradas.
La vegetación hubiera engullido totalmente el interior de las viviendas de los seres que poblaban la Tierra en esas condiciones, si no fuera porque éstos precisaban de esa vegetación para subsistir. Por las ventanas de los edificios podía verse a las criaturas, sin apenas diferencias físicas externas entre los dos sexos, extremadamente delgadas, con los cuerpos desnudos, pálidos y cubiertos con ralos pelos. Los rostros que se asomaban eran alargados, de tez tan extremadamente pálida como la de sus cuerpos y con grandes ojos claros faltos de toda expresión. En sus estrechas cabezas podían observarse largos cabellos de color indefinible, cabellos que les llegaban hasta las caderas y que se unían y confundían con el escaso pelo de sus cuerpos. Esos seres famélicos se asomaban incesantemente por las ventanas y estiraban los brazos para arrancar con sus manos las hojas de los árboles, hojas que una vez en su poder llevaban a sus bocas, masticando y deglutiéndolas lentamente sin denotar ninguna expresión en sus anodinos rostros y sin importarles algo más que no fuera continuar alimentándose. Esos seres ofrecían la impresión de ser un reflejo de la vegetación que les rodeaba, su aspecto era parecido al de las mismas ramas de los árboles de los que dependían para recibir su alimento, eran como otras ramas independientes y con vida propia, ramas con cuerpo y cara de humanos y que mantenían una lucha perpetua contra la flora que paradójicamente les alimentaba. Su lucha era comer constantemente para vencer a la jungla, o ser absorbidos por ella. Todo el orden y la actividad de sus vidas era comer. Si dejasen de comer, perderían energía para poder realizar el esfuerzo de seguir comiendo y, si no comiesen continuamente, la flora crecería de tal modo que llegaría a ocupar y a taponar los únicos espacios que seguían estando libres: las ventanas. Muchas raíces ya habían conseguido penetrar por una gran mayoría de ellas, invadiendo el espacio interior y obturándolas completamente. Los seres que habían vivido en esas habitaciones, y que se habían alimentado durante toda su existencia a través de esas ventanas, hacía tiempo que habían perecido. Sus restos, un abono perfecto, habían sido aprovechados por las mismas plantas.
Era en la hora de penumbra, durante esos pocos minutos que La Tierra disfrutaba de oscuridad, cuando las criaturas dejaban de asomarse al exterior de los edificios y abandonaban la actividad de alimentarse. Durante ese corto espacio de tiempo en el que cesaban de comer, algunos intentaban reproducirse. Entonces, en ese lapso nocturno, se podía oír, con sorda intensidad, grandes crujidos de ramas y el rumor acelerado de la vegetación al crecer. El Planeta, fuera de esos sonidos, se encontraba rodeado por un silencio sepulcral. Apenas transcurridos los minutos de total oscuridad, tan pronto como comenzaba a alumbrar el pálido y gigantesco Sol, aparecían de nuevo los famélicos seres, asomando por las ventanas. Asomaban sus pálidos y escuálidos cuerpos, estiraban sus esqueléticos brazos por el vigoroso entramado de los frondosos árboles que les mantenían sumidos en una suave penumbra, y arrancaban sin cesar las hojas que les servían de alimento.
Y los robots, durante las veinticuatro horas, ignorando los días y las cortas noches, seguían haciendo el trabajo para el que habían sido programados: abonar sin descanso el planeta.-

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