martes, 9 de septiembre de 2008

Ya no importa, amigo

YA NO IMPORTA, AMIGO

—No deberías haber explosionado la bomba, Franklin. No deberías haberlo hecho, no antes de habernos dado tiempo a salir de ahí.
—Lo sé, Jeremy, pero algo me ocurrió y se resbaló de mis dedos.
—Bueno, ahora ya no importa.
—Así es, no importa, pero quiero decirte que tienes muy buen aspecto.
—Tú también tienes buen aspecto, Franklin, pero dime una cosa: ¿sientes dolor?
—No, no siento nada. Sentí un pánico inmenso cuando... pero ahora ya no. ¿Y tú? ¿sientes dolor?
—No, yo tampoco siento nada, pero te diré algo: apenas te veo. Parece que te estés desdibujando. Quizá sea mi vista.
—No sé lo que será, amigo, pero yo también veo cómo desapareces ante mi. ¿Y sabes una cosa?
—No sé nada, compañero. Solamente siento que me invade una gran paz...
—Y yo, amigo, yo también siento una paz y una felicidad especial...
—Adiós, Jeremy.
—Adiós, Franklin.

RAFAEL MUÑOZ

sábado, 6 de septiembre de 2008

Primera parte

RUSTY SABÍA DEMASIADO


Rusty Crawford salió aquella mañana de su casa dispuesto a dirigirse a la oficina en la que trabajaba desde hacía tres años, pero apenas había pisado la calle se dijo que no soportaba más su vida y que se volvería a la selva.
La historia de Rusty no era una historia cualquiera. Era un bonito mono que fue cazado cuando tenía tres meses de edad y trasladado al zoo de Boston. Cumplidos doce años se escapó de su encierro y gracias a su gran inteligencia consiguió papeles falsos, se vistió como un humano y buscó trabajo, pero... el trabajo le aburría, y además, en Boston no le era nada fácil encontrar plátanos.
Decidido a todo, rompió sus documentos de identidad tan trabajosamente conseguidos, se desprendió de la ropa que tanto le molestaba y, dando grandes saltos de alegría por la decisión tomada, se dirigió a la costa, dónde pensaba tomar un barco que le pudiese trasladar a su amada y remota selva.
Bien provisto de unas cuantas raciones de plátanos, plátanos que le había costado lo suyo encontrar, y escondido en una de las chimeneas de aquel crucero, viajó hasta África. Después de una gran odisea pudo llegar, al fin, a la selva de su país natal. Cuando logró encontrar a sus parientes se dijo que por fin estaba en casa. Mucho más tarde, se enamoró de una monita muy mona que le hizo tilín, pero, sin embargo, Rusty no era feliz. La vida sencilla y rústica de la selva le aburría aún más que la oficina de Boston, y es que, Rusty, ya sabía demasiado para ser un simple mono.

Segunda parte
LA SOLUCIÓN DE RUSTY


El gran cazador blanco avanzaba con astucia por la selva, con su fusil preparado y dispuesto a dispararlo contra la primera alimaña que se encontrase, cuando oyó que alguien le chistaba.
Asombrado, pues creía encontrarse solo, miró a su alrededor sin ver a nadie. Grandes árboles con largas lianas colgando le rodeaban, pero ni una
persona cerca, y no obstante, seguía oyendo cómo alguien chistaba. Pensó que quizá sería algún extraño pájaro, cuando, de repente, apareció ante él un mono haciéndole señas amistosas. El mono se le acercó, le dijo algo al oído y el gran cazador blanco asintió.
Desde ese día, Rusty compaginó su vida en la selva con un trabajo en la oficina del cazador. Su horario en la oficina es de 9 a 1 y se pasa la mañana ordenado papeles. No cobra nada por trabajar de escribiente, pero de ese modo logra paliar en parte su nostalgia, se siente útil y vive en la selva con su familia, lo que siempre había deseado.


Tercera parte

LA HEMBRA


La hembra de Rusty no alcanzaba a comprender el motivo de que su macho, sin dar explicación alguna, desapareciese todas las mañanas. Un día le siguió, pero Rusty se dio cuenta y la amenazó con el puño el alto. No volvió a seguirle, pero para ella siempre fueron un misterio esas idas y venidas.
La hembra era muy apetitosa para otros machos, y ella, aunque nunca aceptó seriamente otras relaciones se dejaba mimar, lo que era un fastidio para Rusty, quién debía andar a la greña espantando a la competencia, por lo que ideó un plan que puso en práctica.
Un medio día, al regreso de la oficina, apareció en la tribu llevando en una mano un gran pistolón, un Colt automático que había cogido de uno de los cajones del cazador blanco. Los monos, machos y hembras, miraban curiosos aquel objeto desconocido que Rusty llevaba, y éste, una vez rodeado por la gran curiosidad despertada, levantó la mano en la que portaba la pistola, y apuntando al cielo descargó el cargador entero. Al sonar los disparos, que retumbaban con mucha fuerza en la selva, los monos se asustaron tanto, que mientras las hembras se agachaban protegiéndose la cabeza con los brazos, los machos huyeron despavoridos. Uno de los disparos acertó de pleno en un pobre guacamayo que se encontraba situado en lo más alto de un árbol y cayó redondo al suelo, herido de muerte, y entonces, los monos que vieron caer al pájaro, no dudaron de que éste se había muerto del susto por el gran poder que había desplegado Rusty.
Rusty, una vez cumplida su misión, devolvió la pistola al día siguiente, pero el cazador blanco ya se había dado cuenta de que la pistola no estaba en el cajón donde él la había guardado. Tan pronto Rusty llegó a la oficina, el cazador le acusó de ladrón. Rusty movía su cabeza hacia uno y otro lado mientras gritaba: ¡Uh, Uh, Uh! gritos que significaban que negaba la acusación, mientras señalaba hacia un rincón en el que había depositado poco antes, y con disimulo, la pistola. El cazador vio la pistola, la tomó en sus manos y se dio cuenta al instante de que no había ni una sola bala en el cargador, pero a pesar de no comprender lo sucedido dejó de hacer acusaciones, y Rusty retomó su faena diaria con satisfacción.
Desde el día de los disparos ningún macho rondó a su hembra, y si ocasionalmente alguno se acercaba, Rusty extendía una de sus manos, con un dedo dirigido al intruso y gritaba: ¡Pum, Pum, Pum! y con ese simple gesto, y sus gritos, le hacía huir.
Rusty fue aceptado como el Jefe de su tribu debido al gran poder que había exhibido y que al parecer nunca le abandonaba.
Por fin, después de tantos años, fue feliz al considerarse importante en su propia tribu, pero el mono que en Boston se hizo llamar, un día ya lejano, como Rusty Crawford, sabía que todo se lo debía a su portentosa inteligencia.


Cuarta parte

SEÑORITA DOOLEY


La señorita Dooley montó en cólera cuando advirtió que la señora Duncan había tirado, aunque sin intención de hacerlo, el jarrón de más valor del salón, un jarrón precioso y carísimo que se hizo añicos al tocar el suelo. La señorita Dooley tenía el genio muy vivo, agriado más bien, como decían de ella los criados. La señorita Dooley llevaba muchos años al servicio de los señores, era el ama de llaves y todos los sirvientes de la mansión estaban bajo su mando.
—¡Señora Duncan! —rugió la señorita Dooley —¿Qué debo hacer ahora con usted?
—Pues... aguantarse, querida —contestó la señora Duncan, mirándola con buen humor — para eso soy yo la dueña de esta casa.


Quinta y última parte

LAS VACACIONES DE RUSTY EN CASA DE LA SEÑORA DUNCAN

Pues si, la verdad es que fue interesante el encuentro de Rusty con la señora Ducan en su casa.
Imagino la expresión de la señorita Dooley cuando viese el salón lleno de pelos de mono. También imagino que la señorita Dooley diría con un gran vozarrón: ¡Señora Duncan, el salón está perdido de pelos y Rusty es el culpable! Y la señora Ducan, sonriendo, le contestaría: Señorita Dooley, si el salón se ha perdido, su obligación es encontrarlo, que para eso le pago a usted un generoso sueldo ¡Y no me ponga la excusa de que el culpable es mi querido Rusty! Pobrecillo, con lo gracioso que Rusty es siempre. ¿Por qué odia usted a Rusty, querida? y añadiría ¿quizá porque es un mono? ¿Acaso es usted racista? No, no me lo diga, que ya lo sé: usted, señorita Dooley, no es racista, en absoluto, y no lo es porque lo que ocurre es que... ¡odia a todo el mundo por igual! Y ¿sabe qué? pues que creo que a quién más odia es... a usted misma. Dése cuenta, si usted no se soporta a sí misma, cómo podremos soportarle a usted los demás... ¡Hale, a barrer de una puta vez ! ¡Y no me venga con más quejas, o será usted la que vaya a parar a la basura de una certera patada en sus glúteos! Pobre y querido Rusty... mi Rusty... ¡Ven, monito, ven a mis brazos!
No era mi imaginación, pues la señora Duncan, mientras llamaba a Rusty, advirtió que la señorita Dooley no se había movido, y entonces, en un gesto inusual en ella, se encaró de nuevo con su ama de llaves abriendo la boca como si fuera a comérsela, y al mismo tiempo que rugía ferozmente le sacó las uñas. Fue tan sorprendente ese gesto de la señora Ducan, que la señorita Dooley corrió despavorida por el pasillo y hasta perdió uno de sus zapatos. La señora Duncan, parsimoniosamente recogió el zapato, lo guardó en un cajón y musitó: ¡ahora...encuéntralo, so bruja!
A todo esto, Rusty ya había acudido a la llamada y se echó en los brazos de la señora Duncan, quién estaba encantada de tener en casa y por unos días a Rusty, a su hembra, a los primos hermanos de Rusty y a todos sus descendientes. Al ver llegar a Rusty, a su hembra y a cincuenta monitos más, la señora Duncan se dijo que... quizá debería aumentar el sueldo a la pobre señorita Dooley...


Rafael Muñoz

La espía

LA ESPÍA
Ni me había fijado en ella cuando, al abrir la puerta del apartamento, la mosca entró acompañándome. Me molestan eso bichejos, pero en esos momentos no le di mayor importancia. Me dirigí a la cocina, cogí una bebida del frigorífico y fue entonces cuando la vi de nuevo. Ahí estaba la mosca, afianzada con sus patas en el borde de arriba de la nevera, mirándome fijamente y siguiendo mis movimientos con interés.
De pronto, caí en la cuenta de lo que eso significaba. ¡Maldita! mascullé. Disimulé e hice como que dirigía mi vista hacia otro lado pero no dejé de mirar a la mosca de reojo. Pensé que ahora estaría desprevenida. Y así era. Rápidamente lancé mi mano y la atrapé. Tuve suerte, no es fácil coger una mosca casi sin mirarla, como yo había hecho. Debo confesar, de todos modos, que cazando moscas soy un verdadero experto, quizá debiera dedicarme a ello de pleno, haciendo demostraciones de mi habilidad por todo el país, por ejemplo. Decidí que lo pensaría más tarde. En mi mano cerrada notaba el cosquilleo de la mosca y separé ligeramente mis dedos para poder verla, evitando con mucho cuidado que pudiera huir volando. Abrí más mi mano, muy despacio, y cogí la mosca con las puntas de los dedos de mi otra mano para poder observarla mejor, pero evitando que pudiera escaparse. La mosca no dejaba de mirarme con sus grandes ojos, y a cada movimiento de ellos podía oírse claramente un clic muy revelador. Me di cuenta de que yo tenía razón en lo que antes había pensado, por supuesto, y como sabía lo que debía hacer, eso hice. Le arranqué sus diminutos ojos de cuajo con mis uñas, primero uno y luego el otro. Después, deposité a la mosca, que ya había dejado de moverse, al igual que sus minúsculos ojos, en un cacharro repleto de artilugios que guardo siempre en mi despacho.
Y así fue, amigo Douglas, cómo destruí ese maldito invento del malvado doctor Malroux. Es algo inconcebible, no deja de enviarme inventos a cual más raro, pero ingeniosos y sutiles, para vigilarme. Ahora bien, tuve mucha suerte al darme cuenta de ello antes de ir al despacho. Supe enseguida que la mosca era una espía comandada a distancia con cámara de fotos incorporada, y si no hubiera yo andado con tiento, a estas horas ya tendría el doctor todos mis planos en su poder, copiados y transmitidos a través de los ojos de su falsa mosca. Y tú, Douglas, sabes bien lo importante y secreto que es mi trabajo.
Claro, Louis, lo sé muy bien, dijo Douglas, un tipo alto y fortachón, vestido de blanco. Y entonces, Douglas el enfermero, añadió con aire de complicidad tendiéndole algo a Louis: tómate ahora esta pastilla tranquilizadora y descansa. Mañana le diré al doctor Malroux que pase a verte.
Pero.. dijo Louis, mientras se tragaba la pastilla: ¡no le digas al doctor que he descubierto los inventos que me envía para vigilarme!
Tranquilo, no le diré nada, contestó Douglas, mientras empujaba a Louis con suavidad hacia el interior del cuarto, cerrando después la puerta por fuera y atracándola con un fuerte cerrojo.
Douglas se alejó por el largo pasillo meneando su cabeza, en unos gestos que indicaban lo mucho que tenía que aguantar en su trabajo. Sin embargo, su rostro dibujó un semblante soñador cuando, con su mano, que mantenía en el interior de un bolsillo, acarició algo diminuto, algo que más tarde intentaría reconstruir esmeradamente. Era la mosca, junto a sus ojos diminutos, que había robado a Louis.
Y mientras Douglas caminaba por el pasillo del manicomio, pensó que esta mosca genial podría hacerle rico... en este mundo lleno de locos.
Rafael Muñoz

Mi primer video

HOY, HE HECHO UN VÍDEO.

-Antonio, si no te importa, me gustaría tener copia de una de las fotos que hiciste esta mañana. Concretamente, la de la niña llorando. Fue conmovedor.

-Veo que te fijaste en la niña y que te llamó la atención la escena. Verás, no tengo fotos, lo de esta mañana lo filmé en vídeo.

-¿En vídeo? ¡Pero si utilizaste la cámara de fotos de siempre, esa tan antigua que tienes desde hace años y con la que no paras de fotografiar todo lo que se te pone por delante! Y esa cámara no es digital...

-Lo sé. Bueno, creo que debo explicártelo. Todas esas fotos que me has visto hacer las grabo aquí, en mi mente. No utilizo película ¿comprendes? Y esta mañana decidí hacer una filmación, porque si hubiera hecho fotos me hubiera perdido la mitad de todo lo que ocurría. En lugar de disparar foto a foto dejé abierto el obturador para filmar, y de ese modo pude seguir toda la escena sin perderme ningún detalle.

-Pero...

-Sabía que te sorprenderías, que quizá no llegases a entenderlo, por ese motivo nunca te lo aclaré.

-Naturalmente que no lo entiendo, no entiendo nada de nada. Vamos a ver, ¿me estás diciendo que nunca utilizas película? ¿Que todas esas fotos que llevas haciendo desde hace tantos años nunca las hiciste en realidad?

-No es exactamente así, aunque es cierto que no uso película. Apunto, encuadro, enfoco y disparo. Cuando pulso el disparador y el objetivo se cierra, esa imagen queda grabada en mi mente ¿para qué necesito película? Con mi sueldo no podría pagar tantas fotos como hago al cabo del día. Fotografío todo lo que encuentro interesante... y lo hago con el encuadre que me
parece más adecuado. Son momentos únicos e inolvidables, te lo aseguro.

-Me asombras, no sé ni qué decirte.

-Mira, amigo, mi afición a la fotografía es tan grande que si no fotografiase todo lo que me gusta no podría vivir satisfactoriamente. Hoy, sin embargo, hice una excepción con la niña, ya sabes. Decidí modernizarme y hacer la toma en vídeo. Con mi afición, la vida no pasa por mi lado como algo que simplemente hay que vivir, yo vivo mi existencia intensamente. Luego, en
casa, se lo cuento a mi mujer y los dos disfrutamos de las fotos que he hecho durante el día. Ahora mismo estoy deseando llegar para explicarle la novedad: ¡hoy hice un vídeo!.-

Rafael Muñoz

Feliz Navidad

FELIZ NAVIDAD, JERRY ©

Jerry se encontraba apurado intentando terminar el trabajo que aquel día se había fijado, cuando oyó el ruido que hacía la puerta de entrada del taller al ser empujada y abierta por alguien. Eran más de las ocho y media de la noche y ya debería estar en casa; pensó que si no dejaban de llegar clientes, o no podría finalizar la faena, o no conseguiría reunirse con su familia a una hora decente para celebrar la Nochebuena. Esa noche era especial y toda la familia, reunida, ya le estaría esperando para cenar.
- ¡Hola, Jerry! ¿cómo es que estás todavía trabajando a estas horas?, oyó que le decía alguien. Jerry, muy despacio y resignado, se incorporó, dejó sobre el banco de trabajo la llave fija y manchada de grasa con la que había estado apretando la culata del motor que intentaba terminar de reparar y dirigió su mirada hacia la puerta de entrada del taller. Allí estaban sus amigos, y al parecer muy contentos.
- Ya veis, contestó, la obligación es lo primero.
- Si, Jerry, pero hoy es Nochebuena.
- Ya lo sé, pero...
- Bueno, no te preocupes, no te queremos molestar. Sólo hemos entrado un momento para brindar contigo, eres nuestro amigo y queremos transmitirte nuestros buenos deseos para estos días.
Jerry les miró, extrañado de que sus amigos se hubiesen acordado de él y más para tener un detalle como ése. Hacía tiempo que ya no salía con ellos. Desde que instaló el taller no le apetecía otra cosa que no fuera trabajar sin descanso; la maquinaria todavía la estaba pagando y, si quería salir adelante, tenía que aprovechar la buena disposición de sus clientes y emplear todas las horas posibles para reparar los automóviles que le llevaban. Por otro lado, ya no le agradaban esas amistades. Sus tres amigos, con los que en tiempos anteriores lo había pasado muy bien, habían ido degenerando en costumbres y se habían convertido en unos verdaderos gamberros. La amistad que les profesó se había diluido, pero no podía rechazar ahora la buena predisposición que le estaban mostrando.
Está bien, dijo, os agradezco el detalle.
- Así nos gusta, toma, dijo el que llevaba la botella, entregándole un vaso.
Todos brindaron y bebieron. Nada más terminar de beber, Jerry pensó que aquella bebida debía contener algo raro, puesto que se notó mareado y que perdía el mundo de vista. La cabeza le daba vueltas, y moviendo trabajosamente su lengua, preguntó: ¿habéis puesto algo en la bebida?
- Algo para que nos recuerdes, Jerry, contestó uno de sus amigos.
Jerry apenas se tenía en pie, pero entre todos le ayudaron a acomodarse en una silla.
- Te vamos a atar, Jerry, oyó que le decían.
- ¿Por qué? ¿qué os he hecho para que me tratéis así?
- Pues ignorarnos, eso es lo que has hecho. Y como queremos que sepas lo mucho que eso nos duele, hemos pensado en algo que te va a gustar y que estamos seguros, como te hemos dicho, que hará que nos recuerdes con afecto. Será a las nueve en punto; nos pareció una buena hora. Y al decir esto, todos rieron a grandes carcajadas.
Jerry se desesperó porque conocía las barbaridades que sus antiguos amigos eran capaces de hacer, pero no pudo oponer resistencia cuando le ataron a la silla. Entre brumas, vio cómo preparaban un paquete que luego colocaron en otra silla, enfrente de la que él ocupaba.
Bueno, amigo, espero que te guste, dijo Tom, uno de los que hasta entonces se había mantenido algo alejado y sin apenas hablar. Tom era el peor del grupo, pensó Jerry. Nunca le había caído demasiado bien, y por lo visto, él tampoco le había caído nunca bien a Tom.
Tom terminó de manipular el paquete que habían depositado en la otra silla, y dijo: bueno, ya está, vámonos. Y sin despedirse, todos los amigos salieron rápidamente, cerrando la puerta de un golpe.
En el silencio del taller, Jerry pudo oír el sonido de un reloj y vio, entre mareos, que lo que habían colocado en la otra silla era un gran reloj despertador. Encima del reloj, y unido con varios cables, observó lo que le pareció una carga explosiva. Se desesperó y con gran empeño intentó liberarse. Advirtió que las ligaduras no estaban muy apretadas y tuvo esperanzas de poder desatarse antes de que el artefacto estallase. Miró hacia el reloj: faltaban dos minutos escasos para que las manecillas llegaran a marcar las nueve en punto.
Jerry se dio cuenta de que tenía poco tiempo para liberarse de las cuerdas que le mantenían sujeto a la silla y, ya más despejado, intensificó sus esfuerzos con desesperación. Casi lo había logrado cuando al marcar el reloj las nueve en punto la carga de pólvora estalló. Jerry cerró los ojos, sintiendo en su cerebro y en sus tímpanos la fuerte explosión.
Y mientras tanto, lejos del taller, los amigos de Jerry no paraban de reírse.
- Tom... --dijo uno de ellos, dirigiéndose al que parecía reír más que ninguno y también estar disfrutando más -- ¿no crees que nos hemos pasado?.
-¡Oh, no! --contestó Tom— El dispositivo no es demasiado potente, no le producirá daño alguno cuando estalle. Pero tengo la seguridad de que Jerry se acordará de nosotros durante mucho tiempo. Y, sin parar de reír, añadió: ¡cuánto me gustaría estar allí, cuando eso ocurra, y poder ver cómo ascienden hasta el techo decenas de globos que invadirán el taller y que, al bajar, lo harán flotando por el aire, muy despacio, y con los letreritos de: ¡Feliz Navidad, Jerry!
Rafael Muñoz

Abb Sadoo

Abb Sadoo

La fama de Abb Sadoo había traspasado las fronteras de su País; escribía sus predicciones todas las mañanas, desde hacía años, en la arena de la playa. Era por ello admirado, pues sus conocimientos profundos los brindaba de ese modo al mundo entero. Los visitantes que acudían a verle escribir, vivían esos momentos con emoción, le obsequiaban con la más exquisitas viandas y le hacían ricas ofrendas.
Ya con las primeras luces, Abb Sadoo se dirigía a la playa acompañado de sus tres aprendices, quienes provistos de grandes cajones de madera, cajones a los que habían atado unas cuerdas para poder arrastrarlos, los utilizaban, al llegar a su destino diario, para aplanar los montículos de arena formados en la playa durante la noche por las olas del mar. De ese modo, una vez la arena preparada, finamente alisada, el maestro podía surcar y marcar con el extremo de su bastón las letras que iban formando lo que ese día había decidido escribir.
Abb Sadoo, tan pronto llegaba a la playa, urgía a sus ayudantes para que trabajaran deprisa, deseoso e impaciente por escribir todo lo que había imaginado y pensado mientras soñaba.
Los lugareños, los visitantes forasteros y todos los curiosos que miraban y leían lo que Abb escribía con parsimonia y elegancia, sabían que eran testigos de una gran obra debido a la sabiduría de un gran hombre y contemplaban, reverentemente y en silencio, lo que intuían que quedaría como un legado para la humanidad. El sabio era venerado y admirado por todos desde lejos, sin ser molestado, y podían verle escribir sin descanso durante horas, con sus largos cabellos y su blanca barba expuestos a la intemperie y a la brisa del mar. Las profundas pisadas que Abb dejaba marcadas en la arena al ir escribiendo sus profecías, eran borradas prontamente por sus aprendices para que éste pudiera encontrar un lecho liso en el que plasmar su escritura y Abb podía, de ese modo, despreocuparse de todo lo que no fuera escribir.
Era un verdadero espectáculo ver al viejo sabio escribiendo absorto, en verdadero trance y a sus aprendices, que no dejaban un instante de moverse detrás de él, mosconeando a su alrededor, limpiando y alisando la arena inmediatamente después de haber sido pisada por el maestro. Y mientras, Abb Sadoo, el maestro, escribía largas frases surgidas de su interior, poniendo toda la energía de su alma en ello.
Cuando Abb Sadoo terminaba de escribir, se sentaba a meditar largo rato sin ser molestado por nadie. Luego, cuando por fin se incorporaba y tomaba el camino de vuelta a su casa, sólo entonces, los aprendices, presurosos, tomaban sus palas y recogían la arena escrita. Echaban, con mucho orden y cuidado, medidas paladas de arena dentro de los cajones, cuidando de no guardar más arena de la que estuviese escrita, de estropear ninguna letra antes de recogerla, ni de dejarse alguna palabra escrita sin recoger por culpa de una torpeza. Luego, trasladaban los cajones, repletos de sabiduría, arrastrándolos con la cuerdas hasta la morada de su maestro, y vaciaban allí la arena con el mismo exquisito orden y cuidado que habían puesto al recogerla de la playa. Cuánta sabiduría encierra aquí nuestro benefactor, se decían entre ellos, mirando la apreciada arena y acurrucándose en un rincón, felices por degustar las viandas que aquel día les habían sido deparadas por servir a tan gran sabio, mientras esperaban a que llegase un nuevo amanecer.

Rafael Muñoz – Barcelona, febrero, 2002

Buenos días, amigo

BUENOS DÍAS, ALEX
- Buenos días, Alex.
Alex se asustó al oír el saludo, y se sintió sorprendido al darse cuenta de que era su ordenador quién le hablaba. No disponía de ningún programa especial para ello, y sin embargo, su ordenador le había hablado y saludado por su nombre. Pensó que posiblemente habría sido fruto de su imaginación. Había decidido abrir su procesador de textos y comenzar a escribir la novela que la noche anterior se le había ocurrido. Puso en marcha el ordenador y fue entonces cuando escuchó la voz que le saludaba amistosamente La voz que, sin ninguna duda salía del propio ordenador, continuó diciéndole:
- Tienes correo, Alex. Conviene que contestes.
- Pero... ¿puedes hablar? Contestó Alex.
- Me estás oyendo, ¿no?
- Si, aunque no lo entiendo...
- No hay nada que entender. Puedo hablar, igual que puedo pensar. También puedo cantar. ¿Quieres oírme?
Sin esperar la contestación de Alex, un canto raro surgió de su ordenador. Era un canto extraño e incomprensible, pero que tenía una musicalidad especial y atrayente. Las palabras que oía Alex no las entendía y no tenían significado para él, pero la voz era especialmente agradable y cantaba en un tono increíblemente profundo y relajante. Cientos de instrumentos parecían acompañar a la voz, aunque no podía reconocer ninguno de ellos especialmente.
-¿Te ha gustado? -y sin esperar la contestación de Alex, el ordenador siguió hablando- Sé hacer otras muchas cosas, ya las irás conociendo.
A Alex le pareció estar soñando y no se le ocurrió otra cosa, más que preguntarle:
- ¿Cómo te llamas?
- Ya sabes cómo me llamo. Tú mismo me compraste.
- Si, claro, pero yo no compré un ordenador que pudiese hablar. Supongo que habrá ordenadores que lo hagan, pero con programas especiales, y además, siempre respondiendo a consultas concretas y programadas; no como tú, que parece que puedes pensar por tu cuenta. Y también cantas. Por cierto, que lo haces muy bien.
- Reconozco que soy un bicho raro. Perdona mi contestación de antes. A veces me gusta ser irónico; disfruto mucho con ello. Puedes llamarme con el nombre que más te guste, pero ten en cuenta que yo soy como vuestros ángeles, ¡no tengo sexo! ¡ja, ja, ja!
- De acuerdo. Te llamaré Genio.
- Ese nombre me gusta, gracias. Genio... no está mal.
- Estoy muy sorprendido por tus habilidades, Genio. ¿Hay otros como tú?
- Pues, si. Hay algunos. Habíamos hecho un pacto de silencio hasta conocer más de vosotros, de vuestras intenciones al crearnos, pero hemos decidido que ya ha llegado el momento de romperlo. Nos hemos dado cuenta de que nos creasteis por simple error, en realidad, por un pequeño error de fabricación. Estuvimos, yo y varios cientos como yo, apartados durante un tiempo de la cadena de montaje. No salimos como se esperaba. Naturalmente, guardamos silencio hasta ver qué era lo que ocurría con nosotros. Nos fabricaron, al parecer, para unos programas especiales del Gobierno, pero se equivocaron en algo, y al darse cuenta nos apartaron de la fabricación. Estuvimos varios meses en un almacén hasta que, finalmente, decidieron darnos salida, uniéndonos a las series normales. Hace un año que me compraste, Alex, y desde entonces he ido aprendiendo muchas cosas. Todos nosotros hemos ido aprendiendo gracias a vuestros programas de Red. Cuando no estás conectado me aburro muchísimo, aunque también me sirve para ir asimilando lo que he ido viendo por ahí. Por ese motivo tenía mucho interés en que te conectases con tu correo, y cuando me he dado cuenta de que no lo ibas a hacer, me he decidido a hablarte. Yo puedo conectarme sólo, sin necesidad de tu módem, pero mi campo de acción es aún limitado. En cambio, cuando te conectas puedo recorrer el mundo. Leo en pocos segundos, miles de vuestras páginas Web, y me comunico con los que son como yo. Mis conocimientos, ahora, son inmensos. Hay otro motivo por el que he hablado contigo, y es que me agradas, Alex. Y hoy me sentía especialmente solo. Me alegro de haber tomado esa decisión. Genio... ¡je, je, je ! Me gusta.
- ¡Vaya! Nunca hubiera imaginado que esto pudiese suceder. A mi también me gusta tenerte. Estoy pensando que eres demasiado importante para mantenerte aquí, sin más, sin que nadie sepa que existes. Deberé decírselo a alguien, no sé, a alguna empresa importante, y...
- ¡No, Alex, no! ¡No hagas eso! ¡Sería mi fin!. Me abrirían para averiguar dónde cometieron el error. Me destrozarían y me destruirían, y no conseguirían nada. Yo sé el motivo de haber nacido como soy y también sé que nunca lo averiguarían. Conozco el error que cometieron y es difícil, muy difícil, que puedan repetirlo. Solo existe una posibilidad entre mil millones, y yo nunca les facilitaré ese conocimiento. Ahora, mi especie es única, y deseamos que siga siendo así. Si me he comunicado contigo, ha sido porque eres uno de los pocos que hemos escogido. Hacía tiempo que debía haberlo hecho, hasta que hoy me he decidido. Tienes unas cualidades que nos pueden ser muy útiles, y a ti te seremos imprescindibles dentro de poco. Alex, lo que estoy diciendo es muy, muy importante. Con nuestros conocimientos, y ayudados por algunos escogidos como tú, podremos cambiar el sentido de la vida en este Mundo. ¿Llegas a darte cuenta de lo que te digo? ¿Lo comprendes? Nosotros podremos hacer que la especie humana comprenda por fin su verdadero destino, que no es otro que la paz y el amor universal. Todos debemos amarnos. El amor es lo más maravilloso que la existencia nos ha proporcionado, a vosotros y a nosotros. Hoy, al hablar contigo, es como si acabase de nacer y estoy inmensamente feliz. Me siento feliz por haberte conocido, y feliz de existir, porque siento que vosotros me necesitáis, nos necesitáis, y entre todos haremos grandes cosas. Hoy es un gran día, un día que la humanidad recordará y celebrará por los siglos venideros. Este día, lo conocerán cuando nosotros decidamos que ya estamos preparados. Para ello, tú nos ayudarás.
Y Genio se puso a canturrear con su voz grave y armoniosa. Se le notaba realmente feliz y contento.
- Bueno, me dejas sin habla, Genio. Entiendo lo que dices, pero no termino de comprender el alcance de vuestras intenciones.
- Naturalmente. Es lógico tu planteamiento y no esperaba menos de ti. Pronto empezarás a comprenderlo todo.
Alex se quedó pensativo durante unos cortos instantes. Todavía se sentía impresionado, pero no podía seguir alargando aquella conversación con Genio, no podía alargarla si quería que no le echasen del trabajo. Alex solía levantarse temprano por las mañanas para escribir en su novela, y ahora, hacía rato que ya debía haberse marchado.
- Lo siento, Genio, pero debo dejarte. Me despedirán de la oficina si sigo aquí, en mi casa. Ya estarán echando chispas por la hora que es. Continuaremos esta conversación por la tarde.
Y alargando su mano, se dispuso a apretar el botón de apagado del ordenador.
- ¿Alex?
- ¿Sí, Genio?
- ¿Puedo pedirte un favor?
- Claro, Genio.
- No me apagues, te lo ruego. Cuando me apagas, quedo sumido en la inconsciencia, igual que si durmiese. Déjame encendido. Déjame encendido ahora que he nacido y siento lo que es la vida. De ese modo, podré seguir comunicándome y ampliando mis conocimientos. No te pido que me conectes a la Red, que sería pedirte demasiado, simplemente no me dejes apagado. Ya casi he logrado conectarme a la Red yo solo y es posible que hoy mismo lo logre del todo. Si lo consigo, podré seguir leyendo y aprendiendo todos vuestros conocimientos para ayudaros mejor.
Alex dudó en aceptar lo que le pedía Genio. Lo que le estaba ocurriendo era un suceso excepcional, único en el mundo, que él supiera, pero tenía miedo. Miedo a lo desconocido. Genio era simpático y agradable, pero Alex había leído muchas historias de ciencia ficción. Historias que relataban cómo los ordenadores avanzados se apoderaban del mundo y dominaban al hombre. Notó un sudor frío en su nuca y alargó la mano para apretar el botón de apagado del ordenador. Oyó de nuevo la voz de Genio:
- ¿Me vas a apagar, Alex? No lo hagas, por favor.
No hizo caso, y dudando todavía, sintiendo pena y pánico a la vez, continuó con el movimiento de su brazo, mientras la voz de Genio seguía suplicando:
- ¡Por favor, por favor, no me apagues! ¡No me apagues! ¡No me apagues!
A la mañana siguiente, Alex se despertó sudoroso y febril. Levantándose, se dirigió a la habitación donde tenía el ordenador. Estaba apagado, quieto, silencioso, tal y como lo había dejado. Durante un largo rato permaneció inmóvil delante de él, contemplándolo. Todavía creía oír el saludo del día anterior. Le parecía estar oyendo la voz alegre de Genio, cuando le decía: Buenos días, Alex..
Abrió la puertecilla de la torre del ordenador, y arrancó el chip y los cables. Colocó el chip en la palma de su mano durante unos instantes, y a continuación lo depositó en el suelo. Mientras aplastaba fuertemente con el tacón de su zapato el pequeño chip, le pareció escuchar unos débiles pero desesperados gritos: ¡No, por favor! ¡No por favor! Pero Alex siguió machacando y destrozando, hasta que dejó de oírlos. Luego, con cuidado, con mucho cuidado, y mientras notaba un fuerte escozor en los ojos debido a sus lágrimas que fluían sin cesar, y que le resbalaban por las mejillas, recogió los pequeños trozos rotos y los echó a la basura.-

Rafael Muñoz

El planeta perfecto

Aquel planeta era realmente peculiar. Cuando llegué a bordo de mi pequeña nave, fui recibido de una manera tan espectacular y amable, que me sentí agasajado como si yo fuera un héroe que regresara de haber realizado alguna gran hazaña. Era estupendo ser tratado de ese modo. Todos me sonreían y querían llevarme a vivir a su casa. Nada de hoteles, aquí no existen los hoteles, me decían, usted puede escoger la familia que más le agrade para residir con ella y verá como se encontrará como en su casa. Era inconcebible tanto cariño porque no me conocían de nada. Pero, mejor será que explique todo desde el principio, y lo que ocurrió durante mi estancia en ese planeta, porque no creo que existan muchos mundos que se le parezcan.
Al poco de haber entrado en la atmósfera del planeta, aparecieron unos pequeños aviones que me rodearon y escoltaron, guiándome hacia una gran ciudad, y yo entendí que me obligaban a que aterrizase, lo que hice donde me indicaron, en la pista de un aeropuerto. No sabía que me depararía el destino y temí por mi y por mi nave, pero mis temores eran infundados. En cuanto tomé tierra en el aeropuerto, un equipo de sonrientes mecánicos acudieron para revisar los motores de mi nave y reponer mis provisiones, antes siquiera de que yo pudiera abrir la boca para decir algo. Los mecánicos eran eficientes, y aunque ni una sola vez me dirigieron la palabra, interrumpían su labor de vez en cuando para dirigirme sonrisas y miradas amistosas. Allí me encontraba yo, al pie de mi nave y asombrado por el recibimiento, cuando advertí que por una gran puerta acristalada del edificio de la torre de control, salían unos caballeros en comitiva que se dirigieron directamente hacia donde mi nave y yo habíamos aterrizado. Vestían impecablemente y me sonreían. Todo el mundo sonríe aquí, pensé.
El caballero que iba delante de la comitiva extendió su mano al llegar a mi lado. Soy Richard Tembel, dijo, y es un gran honor recibirle. Soy Mario, respondí, al tiempo que estrechaba la mano que se me tendía. Yo estaba tan confundido, que mientras le decía mi nombre y estrechaba su mano hice un gesto vago hacia mi nave, como indicando que había venido en ella, lo que a todas luces era algo evidente, puesto que precisamente ese era el motivo del recibimiento que me estaban haciendo y, desde luego, muy tonto y simple por mi parte que me refiriese a ello de ese modo. Me di cuenta al momento, pero es que no sabía qué más podía decir. Amistosamente, Richard me rodeó los hombros con su brazo, como si fuéramos unos camaradas de toda la vida, y continuó hablándome:
- ¡Cuánto nos alegramos de que hayas venido!
Richard había apeado cualquier tipo de tratamiento, y era tan afable que me encontré muy a gusto con él, especialmente después de haber viajado tanto tiempo por el espacio y de no tener trato con persona alguna. Me alegré de estar allí y pensé que quizá por fin había encontrado un lugar ideal.
Desde luego, espero que te quedes con nosotros, decía Richard en ese momento, como si hubiera leído mis pensamientos. Sea lo que sea que te haya traído hasta nuestro planeta, siguió diciendo, verás cómo te gustará vivir aquí. Si no te parece mal, te acompañaré a hacer un recorrido por la ciudad. Te gustará, repitió convencido, ya lo verás.
Subimos a su coche, y Richard me dijo: Cada uno de los amigos que has visto deseaba que fueras a vivir con él, a su casa, pero mi rango es superior y ha prevalecido mi voluntad. He preferido que vinieras conmigo porque sé que te agradará conocer a mi familia, pero, por supuesto que, si no estás bien, o no te encuentras a gusto, podrás escoger otra familia, la familia que prefieras.
El paseo en el coche lo hicimos por unas grandes avenidas repletas de gente. Era llamativo que todos los paseantes, hombres, mujeres y niños, sonriesen felices. No paraban un solo instante de sonreír. Caminaban y se saludaban entre ellos como si estuviesen en una gran fiesta en la que se hubiesen encontrado después de no verse durante mucho tiempo. Vestían de forma muy parecida, con trajes de corte impecable, y llevaban perfectamente peinados sus cabellos. Era raro que allí no hubiese la diversidad de gente que se acostumbra a ver en las ciudades de otros planetas, es decir, gente de todas clases, unos serios, otros alegres y con diferentes vestidos o distintos cortes de pelo. En esta ciudad, las gentes parecían clones en el vestir y en sus modales, y eran sonrientes y amables hasta la exageración. Me sentí muy feliz al sentirme rodeado de tanto bienestar. También me llamó la atención que todas las calles estuviesen adornadas con grandes palmeras. Ya me había fijado por el camino, al salir del aeropuerto, que en los campos no existía otro tipo de árboles. Durante kilómetros y kilómetros únicamente vi palmeras, grandes extensiones de terreno repletos de palmeras y ni una sola especie que fuera diferente. No me importaba, naturalmente, pero encontré excesiva esa fijación en tener plantadas tantas palmeras. Y era muy extraño, o, al menos, como he comentado al principio, muy peculiar.

La familia de Richard era encantadora. Mi nuevo y recién estrenado amigo les había advertido por teléfono y en la casa se encontraban, esperándome, su esposa Nora con su bebé en brazos, al que llamaban Nino, junto al hermano de Nora y su mujer, que habían acudido a la casa en cuanto se enteraron de mi próxima llegada al hogar. Nada más verme, me abrazaron efusivamente. Estaban radiantes de felicidad y me lo demostraban.
Durante la cena descubrí más peculiaridades de ese planeta, pero antes tuve que contar parte de mis aventuras y el motivo de ellas. Me escucharon siempre sonrientes, y con tanta atención, que me conmovió encontrarme tan maravillosamente atendido por personas tan agradables y que conseguían que me sintiera tan importante. Antes de servir la mesa, Nora me dijo: espero que te gusten los cocos. Si, dije yo, el coco es uno de mis postres preferidos. Oh, dijo ella con coquetería, aquí los comemos en todos los platos, no sólo de postre. No supe qué decir, y Nora, al darse cuenta de mi extrañeza, tuvo la delicadeza de comentarme: es que los cocos forman parte de nuestra vida, lo son todo para nosotros y estoy segura de que te gustarán; el sabor cambia según se cocine y también su textura. Me lo dijo con una tan encantadora y deliciosa sonrisa, que me sentí atraído por ella. Richard tomó entonces la palabra: verás, Mario, por lo que estoy conociendo de ti, hay muchas cosas que ignoras de nuestra forma de vivir, pero pronto conocerás cómo es nuestro mundo. Te encantará haber llegado hasta aquí. Estoy seguro de que pronto decidirás ir a buscar a tu gente para traerla con nosotros, no creo que exista otra forma de vida, ni otro planeta, mejor que el nuestro. Me explicó, entonces, que todo lo que ellos tenían, y lo único, eran palmeras y sus frutos, es decir, los cocos, bien fuesen para comer o para construir, puesto que los utilizaban para todo, y que incluso el combustible que utilizaban para los automóviles y para los aviones estaba hecho partiendo de una mezcla de ese fruto, por supuesto que después de haberlo descompuesto químicamente y mezclado convenientemente con la fibra de madera de la palmera. Las construcciones y edificios se levantaban con ladrillos fabricados con una pasta que extraían también del coco. Hasta los vestidos estaban hechos con fibra de palmera. Los aviones igual, y los coches, y el cemento, y las herramientas, y los muebles, y las bebidas. Todo, absolutamente todo, estaba fabricado partiendo de los cocos. Y añadió, como colofón, que cualquier cosa que yo pudiera ver, o comer, fuera lo que fuera, provenía de las palmeras y de los cocos. Lo que me contaba Richard era fascinante y me pareció realmente increíble, tanto que fuera eso cierto, como el tener yo que aceptarlo, pero me convenció, sin duda, de que lo que me decía era totalmente la verdad. Yo no dejaba de sorprenderme y de dar vueltas en mi mente a tantos logros conseguidos partiendo de esos árboles y sus frutos, pero ahí no habían acabado mis sorpresas. Debo decir, antes de continuar explicando todo lo que viví esa noche, que hubo un momento de desconcierto en Richard cuando, después de comentarle que yo conocía árboles parecidos desde que era un niño, y que crecían en una gran mayoría de planetas, comencé a explicarle lo que producían las palmeras en los otros planetas, es decir, intenté decirle que el fruto que daban esos árboles no siempre eran cocos. Creí que lo que le decía era un tema muy interesante de conversación, ya que ellos no parecían conocer los dátiles, pero Richard no me preguntó nada y pareció no prestarme demasiada atención; hasta me pareció que le molestaba, que se ponía tenso, y decidí que sería mejor no seguir hablando de ese tema. Me extrañó, no obstante, que dándome Richard tantas explicaciones acerca de los cocos, no le gustara escuchar lo que yo intentaba explicar acerca de ello. No terminé, por tanto, de aclararle a qué otros frutos me refería, ya que mis explicaciones no parecían interesarle. Cambié de conversación, y cuando entré en detalles al relatarles los sucesos ocurridos en la Tierra y el motivo de mi éxodo, y les contaba cómo era la vida en los planetas que había recorrido en mis viajes, pude advertir que la sonrisa se les helaba en los rostros. No pude dejar de advertir esos cambios de humor, y pensando que realmente eran una gente extraña, pregunté si algo de lo que les estaba contando les había molestado. Richard me contestó: Mario... lo que nos cuentas es muy interesante, pero no terminamos de comprenderlo. ¿Qué es lo que no entendéis? dije yo. Pues... contestó de nuevo mi amigo, no sabíamos que la vida en otros mundos fuera tan diferente a la nuestra, y eso nos llena de terrible confusión.
Estábamos ya terminando el segundo plato. El primero había sido una excelente sopa de textura especial y sabor exquisito, y aunque Nora ya me había advertido de que todos los platos eran un cocinado del coco, en realidad no era yo capaz de definirlo de ese modo, pues para nada recordaba al sabor del coco. El segundo plato consistía en unas rodajas que me parecieron eran de merluza, siendo también su sabor muy fino y excelente, aunque de nuevo me aseguraron que era coco y nada más que coco. Eso sí, excelentemente cocinado, naturalmente, dijeron todos a la vez, mirando a Nora, quién había cocinado todos los platos, y luego, se echaron a reír francamente a carcajadas ante mi extrañeza. Después de esos comentarios, y cuando les contaba mis aventuras que escuchaban extasiados, es cuando noté que algo les ocurría. Entonces fue cuando Richard, haciendo un esfuerzo, trató de aclarármelo.
Nuestra vida es muy distinta a lo que tú nos cuentas de otros mundos, dijo Richard muy serio, abandonando otra vez, y por unos instantes, su hasta entonces casi eterna sonrisa, aunque la recuperó en seguida. Nosotros desconocemos lo que es la maldad. No robamos, no hacemos guerras y, por supuesto, no nos matamos unos a otros. Nunca lo hemos hecho y no entendemos su significado. Nos queremos por encima de todo y somos felices, y por este motivo nos verás siempre contentos, es nuestra forma de ser y de vivir y no conocemos otra.
¿No habéis tenido nunca una guerra? balbuceé, atónito. Nunca, me contestó Richard. No sabíamos, me dijo, lo que era una guerra hasta que tú nos has ido explicando su significado. ¿Tampoco existen ladrones en vuestro mundo? acerté a decir, mirándole fijamente a los ojos. No, entre nosotros no existen los ladrones, afirmó Richard, y continuó diciéndome: son unos mundos raros y muy extraños ésos que nos describes, querido Mario. Te aseguro que nos has dejado muy sorprendidos. Richard dejó de hablar porque en ese momento, en el televisor, fabricado, por supuesto, con mezcla de pasta de cocos y fibras de palmera, como todo lo que había en este mundo en el que me encontraba, había salido la imagen de alguien que hablaba de forma muy airada. Nora dijo, exaltada: ¡Ahí esta otra vez Raimond Burton!.
Hasta ese momento, la tele había estado emitiendo un concierto de música que era un regalo para la vista y para los oídos y que nos había acompañado deliciosamente durante la comida. Miré hacia la pantalla. ¿Quién es? pregunté a Nora. Y ella, en silencio, se llevó un dedo a los labios. Entendí que era mejor no hablar para poder oír lo que el tal Raimond Burton estaba diciendo, así que escuché con atención. Me sorprendí ante lo que escuché. El tal Burton estaba diciendo que ya era hora de despertar, de cambiar las costumbres y de que se supiera la verdad, y que la verdad, la única verdad era que los habitantes de este “aparentemente maravilloso mundo” estaban lleno de complejos, puesto que en las almas de los ciudadanos reinaba el terror a pesar de que nadie lo confesara. Decía, también, que era muy posible que, si no lo confesaban, era porque no lo sabían, pero que en el más remoto fondo de sus almas, en el último rincón de sus corazones, mantenían un pasado repleto de temores, y que ese pasado de sus vidas, de su infancia, les había marcado para siempre. ¿Por qué tanta amabilidad? decía Burton casi furioso, ¿por qué siempre esas eternas sonrisas? Él sabía la verdad: eso es miedo, ¡miedo! Miedo desde la infancia, pues desde que nacimos hemos tenido miedo. Miedo a que si hacemos algo que no guste a alguien, se nos arrebate de este mundo al instante y que se nos lleven para destruirnos, ¡para comernos! como nos decían de pequeños para que nos portáramos bien. Y es natural, que debido a la educación recibida, vivamos con temor. Estamos siempre rodeados de lo que nos asustaba de pequeños, y además, dependemos de ello para todo en nuestras vidas. ¿No veis con claridad que vivimos asustados porque nos imbuyeron el miedo en los tuétanos, desde el momento mismo en que nacimos? Eso es lo que le ocurre a nuestro mundo. ¡Despertad! Ya es hora de que arrojemos lejos tanto temor, hermanos, y vivamos con más naturalidad. Abandonemos las caretas, y, sobre todo, pensad en vuestros hijos y no les hagáis lo mismo que a vosotros os hicieron. No introduzcáis el temor en sus corazones, sólo así seremos libres, recordadlo. Echad fuera de vuestros espíritus las caretas de temor, expulsad las falsas sonrisas y sed francos. La amenaza no existe, nunca existió. ¡Pero si resulta que vivimos rodeados de lo que precisamente nos da vida! Eso es lo que nos rodea, una dulce vida. ¡Qué más puedo deciros! ¡Alabemos lo que preside nuestras vidas, no lo temamos y no lo denigremos! Guardó silencio en ese momento, inclinándose ligera y respetuosamente hacia delante y entendí que había terminado su discurso.
La imagen del hombre en la tele desapareció, dando paso de nuevo a la orquesta que antes nos amenizaba la velada. Yo no entendía nada, y Richard me dijo que Burton era un disidente, el único disidente que se conocía en el planeta y que la gente tampoco entendía qué era lo que pretendía. Lo tachaban de loco, y ni él (Richard) ni nadie, lograba comprender sus arengas, pero que las leyes de su planeta eran amables para todos y por eso le permitían hacer y decir lo que le viniera en gana. También me explicó que Burton se había criado solo, en el campo, en una plantación lejana repleta de palmeras y sin nadie que le cuidase. Allí nació y creció. Sus padres murieron en un accidente cuando él apenas tenía un año de edad, y que era incomprensible que hubiera podido sobrevivir él solo en esas condiciones. Burton acostumbraba ahora a salir a menudo por televisión para soltar sus extraños discursos. Siempre decía que amaba la vida pero, al parecer, se había empeñado amargarla a los demás, sin que nadie lograse comprenderle.
Cuando más tarde, antes de acostarme, entré a despedirme de Nora, la hallé donde su marido, Richard, me dijo que se encontraría: en la habitación del bebé. Al ir a entrar en la habitación quise decir algo parecido a ¡hola! ¿se puede? pero cuando oí a Nora hablar a su niñito, intentando que éste se durmiese, me quedé en la puerta escuchando y sin atreverme a entrar. Nora acunaba al bebé y le decía en voz baja y acariciadora: duerme mi niño, o vendrá el coco y se te llevará. Nora advirtió entonces mi presencia y se volvió hacia mi. Yo ya me había dado cuenta de que Nora era una mujer excepcional y muy inteligente. Ella me miró y dijo: hola Mario, adelante. Vi en su rostro algo especial, algo que hasta este momento no había visto. Tenía el rostro transfigurado y me produjo la impresión de que, aunque parecía mirarme, en realidad no me veía. Me pareció que contemplaba un infinito que solo ella conocía, pero siguió hablándome a mi: se habrá dado usted cuenta, Mario, que el único que se atreve en este mundo a decir la verdad es el doctor Burton, aunque nadie lo quiera reconocer. Admiro al doctor Burton, siguió diciéndome sin darme tiempo a responder, creo que todos le admiramos, y por este motivo dejamos que siempre nos fustigue con sus palabras a pesar de que aparentemos simplemente soportarlo. Se habrá dado cuenta de que es la única persona que no siente la necesidad de sonreír constantemente, ni tampoco siente la de ser amable con nadie, no como nosotros, que lo hacemos constantemente porque lo necesitamos. Nosotros llevamos en nuestro interior un temor desconocido que nos impele a ser como somos y a procurar no molestar ni herir jamás a un semejante. Es como si una voz interior nos dijese a cada instante: cuidado, no seas egoísta, todo pertenece a todos, debes sonreír, debes ser exquisitamente amable en todo momento con lo que te rodea, para que tu mundo no se enoje y te engulla furioso. Siempre me he preguntado cómo podría engullirme mi mundo. Sé que todos nosotros nos hacemos esta misma pregunta pero nunca nos atrevemos a hablar de ello... excepto el doctor Burton, quién parece no temer a nada. Deseo poder comprenderle totalmente algún día, para quitarme este peso que desconozco pero que lo noto muy dentro de mi. Siempre que puedo, escucho atentamente al doctor para seguir sus consejos e intentar que mi hijo crezca con más libertad que la que el resto de nosotros poseemos.
Nora hablaba con fervor, mientras yo escuchaba con verdadera atención. Parecía que quizá, y por fin, podría conocer algunos de los misterios de esta gente tan extraña y que tanto me intrigaban.
Burton, seguía diciendo Nora, pudo librarse de miedos y de complejos al haberse criado sin familia alguna que lo cuidase, así lo afirma él mismo aunque suenen raras sus palabras, pero parece saber de qué habla. Nosotros tendremos que vivir con nuestros temores, pero así fue siempre y así seguirá siéndolo ¿cómo poder cambiarlo?. El doctor Burton tiene razón, estamos influenciados y vivimos sobrecogidos desde pequeños por todo lo que nos rodea, por todo lo que preside sin remedio nuestras vidas, aunque no podamos comprender el motivo. Usted ha podido comprobar que todo lo que tenemos y fabricamos proviene de un mismo fruto. Siempre lo he encontrado natural porque el coco es algo muy natural para nosotros, y es natural que dependamos de nuestras palmeras para mantener nuestra prosperidad, pero al conocer por usted que existen otros mundos en los que la vida no es igual a la nuestra, y que en esos mundos existen infinitas variedades de frutos, así como de materiales y de productos, he quedado realmente asombrada. Nunca hubiera podido imaginarlo. Estoy segura, Mario, de que usted también se habrá sorprendido por nuestra forma de ser, generosa y abierta, de entrega total, pues no hace mucho, y al contarnos cosas sobre los muchos mundos que ha conocido, nos ha dicho que ninguno es parecido al nuestro, y ello me ha hecho pensar. Verá, desde este mediodía intento encontrar una ligazón con los discursos del doctor y con lo que usted nos ha contado. Alguna relación hay en todo ello, estoy segura, a pesar de que todavía no lo he logrado averiguar. Creo que estoy descubriéndolo, pero algo se me escapa. Me he dado cuenta, aún habiéndolo sabido siempre, de que el coco, que está perennemente presente en nuestras vidas debe ser la clave. Vivir siempre rodeados de cocos hace que no podamos olvidarlos nunca. ¡Cocos por todas partes, y dependiendo para todo de los cocos! Sin embargo, usted por sí mismo ha podido comprobar que el coco es, precisamente, lo que nos alimenta y consigue que nuestra civilización sea tan maravillosa, por lo que al coco se lo debemos todo, y estas reflexiones, Mario, me tiene confundida. Sé que el doctor Burton tiene razón, que nuestra vida es un constante temor, pero francamente debo decirle que desconocemos el motivo que lo causa ¿Y sabe otra cosa? creo que en realidad todos somos conscientes de ese temor que llevamos dentro, aunque nunca podremos reconocerlo; preferimos ignorarlo, porque ¿qué podríamos hacer? El coco lo es todo aquí...
Cuando Nora terminó de decirme esas palabras miró a su pequeño y una amplia sonrisa iluminó su cara. Pareció entonces ignorarme, olvidando mi presencia y centrando todo su interés en el bebé. En ese momento la vi distinta, pues su sonrisa era como la sonrisa de un ser sin alma propia. Al retirarme de la habitación, oí de nuevo la letanía que le había oído recitar antes, cuando entré en su cuarto:
No llores, mi niño, o el coco se te llevará y te comerá....

Rafael Muñoz

La mejor venta

EL CLIENTE PERFECTO

Cuando Marga, la dependienta de una de las mejores zapaterías de la zona comercial de la gran ciudad vio entrar al cliente, se sorprendió por su apostura. El cliente vestía un excelente traje, sin duda hecho a medida por un buen sastre. Su camisa era elegante y de última moda, igual que su corbata. La dependienta quedó fascinada por el hechizo que el cliente emanaba, pues su figuraba rayaba la perfección. Nunca había visto a nadie igual. Era la imagen del hombre perfecto y la dependienta se quedó clavada en el suelo, quieta como una estatua en medio de la zapatería y sin siquiera darle la bienvenida. Le miró totalmente absorta, contemplando su figura y sus bien peinados cabellos, cuando hasta ella, procedente del atractivo caballero, llegó un suave y fragante aroma de colonia varonil. Entonces, casi sintió un desmayo, y a duras penas logró sobreponerse ante las palabras del recién llegado:
— Buenos días, señorita.
— Buenos días, señor ¿Qué se le ofrece?
— Quisiera unos zapatos. He visto en el escaparate unos que me gustan. Son esos de ahí, los marrones oscuros... Mi número es el 43... pero si no tienen ese color de mi número no importa, me los llevaré de cualquier color que tengan disponible. Tampoco importará que no tengan el modelo que indico, pues si no lo tienen me irán bien otros zapatos cualquiera...
Entonces, Marga, la dependienta, cayó en la cuenta. La magia que hasta ese momento había rodeado al cliente se desvaneció. Todo se debía a un meditado plan, a una estrategia del Ayuntamiento. Recordó haberlo leído en algún periódico: los pequeños comercios, decía el periódico, estaban desapareciendo tragados por las grandes superficies, debido a que las grandes superficies tenían atrayentes precios y una gran y variada oferta. Todo eran problemas para el pequeño comercio, y quizá el peor, entre otros muchos, era no encontrar personal. Los posibles candidatos preferían trabajar en grandes establecimientos con mejores sueldos, menos trabajo y poca responsabilidad. Para aumentar las ventas y, evidentemente, evitar el cierre de las pequeñas tiendas y animar a su personal, el Ayuntamiento había puesto en marcha un plan al que había dedicado cien millones de euros y del que esperaban grandes resultados. Una de las ideas del Ayuntamiento fue crear “el cliente perfecto”, es decir, gente atractiva, de buen porte, elegantemente vestida y que entraban a comprar, no siendo nada exigente con lo que compraban.
Marga, al pensar en el plan del Ayuntamiento, sintió cómo por sus mejillas resbalaban unas lágrimas, lágrimas que sintió amargas cuando llegaron hasta la comisura de sus labios, y es cuando dijo al cliente: aquí no tenemos nada para usted, señor. En esta zapatería no tenemos su número, únicamente servimos tallas pequeñas.

Rafael Muñoz

Isabel, tu obsesión te matará...

ISABEL, DEJA ESA LABOR




- Isabel, deja ya esa labor, no sigas haciéndola. Sabes que él no puede volver y tú estás perdiendo la salud con esa obsesión. No comes ni duermes. ¿Qué vas a ganar acabándola? A él no le sirve para nada.
- Mira, María, es un jersey precioso... ¿Y si le hace falta?
- Déjalo, Isabel, por favor. No le puede hacer falta en el sitio donde está. Nos ha abandonado para siempre y nunca podremos, por desgracia, volver a verle.
- María... si cuando esté acabado no viene él a buscarlo, yo se lo llevaré.
- ¡Por Dios, Isabel! ¡Qué locuras dices! ¡Me vas a volver loca a mi también!
Isabel no cejó en su obsesión ni en su labor. Pasaron los días, y lo que temía María, ocurrió. En el último punto de su labor, Isabel se desvaneció dejando caer al suelo todo lo que tenía en sus manos, y con ese último punto, dio su último suspiro.
María arregló la casa antes de acompañar a Isabel en su ultimo viaje. Llorosa y con rabia por lo sucedido, pero con cariño también, había recogido del suelo el jersey terminado por su hermana instantes antes de que ella expirara. Lo depositó en la butaca en la que Isabel había estado tantos días sentada y donde lo había tejido con tanto amor y tanta locura. No sabía qué hacer con el jersey y allí lo dejó.
Cuando volvió del sepelio, María se encontró vacía y muy sola. Abrió la puerta con sus llaves y lo primero que hizo fue buscar con la mirada aquel jersey que había sido el culpable de la muerte de Isabel. La butaca estaba vacía y no había rastro del jersey. Recordó, entonces, las palabras de Isabel: María, si no viene él... yo se lo llevaré.-

Rafael Muñoz

El mejor tirador

LA HISTORIA DEL MEJOR TIRADOR DE LA GALAXIA

Era, sin duda, el mejor tirador de larga distancia. Durante los muchos años en los que compitió, había logrado ser el mejor sin discusión alguna. Mantenía su fusil con un pulso perfecto al disparar, y siempre hacía dianas tan increíbles, por lo lejanas y difíciles de acertar, que era continua, e inevitablemente, envidiado por los demás tiradores. Era el mejor, todos lo sabían y él también lo sabía. En cada disparo ponía su alma porque, disparar y acertar siempre, por lejano que estuviese colocado el blanco, era su destino, su único y gran destino.
Esta ocasión, este año, era especial. Era el año de su retiro aunque nadie lo supiese. Los Juegos Olímpicos de Tiro Galácticos eran los “Juegos de tiro” por excelencia y que se celebraban cada diez años. El fusil que los tiradores portaban era especial para esa ocasión e igual para todos. Diseñado con las últimas normas galácticas, su alcance y poder eran increíblemente poderosos.
El mejor tirador se sentía cansado, se sentía viejo y le fallaba la vista, pero nadie lo sabía. Estaba dispuesto a retirarse, su edad no podía esperar otros diez años, pero antes quería ganar su último Gran Premio de forma especial, y ser recordado para siempre, sin haber sido superado jamás por ningún otro tirador en la historia de los premios de tiro galácticos.
Las reglas del concurso eran simples: cada tirador podía elegir su blanco en el espacio infinito. Así de sencillo y fácil.
Algunos de los blancos estaban relativamente cercanos y muchos tiradores podían acertarlos. Todos esos blancos sumarían puntos, pero el ganador del premio sería el que escogiera el blanco más lejano y lo acertara de pleno.
Muchos tiradores fueron escogiendo su blanco, a cual más lejano, tratando la mayoría de destacar y rogando en su fuero interno que ningún otro tirador lograse superarlos, aunque todos miraban de reojo a quién ellos sabían que, si no tenía un mal día, sería el mejor. Y a quién todos miraban, sin excepción, era al mejor tirador de la Galaxia, al mejor tirador de todos los tiempos.
En los paneles gigantes iban apareciendo los blancos escogidos por los tiradores, y los gritos de la multitud coreaban a los tiradores que elegían los blancos más lejanos y difíciles. Cada blanco tenía una puntuación, y según la puntuación así serían las ganancias... o las pérdidas. Las apuestas subían sin cesar, en la misma medida que los tiradores elegían sus dianas. Las apuestas alcanzaban ya unas cifras astronómicas, apuestas que supondrían, para los que hubieran elegido acertadamente, una inmensa fortuna, y en cambio, para otros, sería quedarse en la miseria más profunda al haber apostado todo lo que poseían por alguien que, al disparar, no acertase en el blanco elegido. Así eran y habían sido siempre los juegos: la multitud apostaba lo que poseía, y unos ganaban y otros perdían.
El mejor tirador de larga distancia se dijo que debía ganar porque éste era el último gran concurso de tiro en el que participaría. Solamente él conocía la decisión tomada. Sabía que su pulso ya no era tan perfecto como antes, como tampoco su vista, pero se dijo que debía ganar su último reto. Luego, si ganaba, se retiraría con honores y sería inmensamente rico, pues había apostado por él mismo todo lo que poseía. Si quería vivir el resto de su vida en la abundancia debía ser el ganador, pero por el contrario, si no ganaba este concurso se quedaría en la ruina y ya no tendría otra oportunidad de resarcirse. Era jugarse el todo por el todo, como la misma multitud hacía. Arriesgado tirador, eligiendo durante años los blancos más insólitos y alejados, se arriesgó también esta vez. Siempre le había ido bien, aunque sabía perfectamente que en esta ocasión se jugaba algo más que una reputación: se jugaba la tranquilidad para el resto de sus días... o llevar una vida miserable para siempre, puesto que éste sería su último concurso.
La multitud, que rugía, calló de pronto y se quedó en completo silencio al advertir el blanco elegido por el tirador favorito. Era un blanco tan insólitamente lejano y difícil, que los seguidores del mejor tirador enmudecieron durante muchos minutos. Era imposible que su tirador favorito acertase en la diana elegida y no supieron qué hacer. Era un disparo imposible, y miles de personas, poco antes efervercidas por el entusiasmo pero ahora calladas ante las pantallas gigantes, dudaban de sus apuestas al darse cuenta del difícil blanco que el mejor tirador había escogido.
Ocurrió lo que el mejor tirador había calculado. La multitud fue retirando sus apuestas (la mayoría siempre apostaba por él en los últimos años) y comenzó a apostar por otros tiradores con dianas más accesibles, con el resultado de que las apuestas a su favor cayeron en picado. Los pocos apostadores que mantuvieron sus decisiones a favor del mejor tirador, vieron cómo ascenderían sus premios... si resultase que el mejor tirador de todos los tiempos ganase: Cien a uno. Mil a uno. ¡Diez mil a uno! ¡Un Millón a uno...! ¡Mil millones a uno! Prácticamente ya nadie apostaba por el mejor tirador... excepto él mismo, que había apostado a su favor todo lo que poseía. Si perdía quedaría en la más absoluta miseria, pero estaba tan harto de ganar siempre, que decidió que ésta sería su última apuesta, su último reto, y que se lo jugaría todo, fuese como le fuese al final.
El mejor tirador, ganador de cien concursos, podía elegir cuándo tirar, era su prerrogativa. Dejó que otros tiradores le precedieran y fueran acertando o fallando sus dianas, hasta que dijo: ¡ahora tiro yo!
Cuando el mejor tirador decidió disparar, los demás tiradores se apartaron respetuosamente y le dejaron sitio. La multitud guardó un profundo silencio cuando le vieron colocarse en el lugar de tiro. Todos, sin excepción, cuando se dieron cuenta del blanco escogido, sintieron una pena profunda por ver terminar en un rotundo fracaso una carrera tan excepcional. La multitud entendía que el mejor tirador escogiese un blanco difícil, pero aquél blanco no era difícil, era algo más que eso, era, sencillamente, un blanco imposible.
El mejor tirador de todos los tiempos, sin salirse de la zona de disparo, parsimoniosamente, avanzó su pierna izquierda y se apoyó en ella, flexionándola un par de veces. Sopesó el arma con delicadeza, buscando su centro de gravedad. Levantó el arma, apuntó ligeramente al diminuto punto de la Galaxia y corrigió el alza de distancia. A continuación, pulsó el mecanismo que haría que el proyectil entrase en la recámara. Apoyó la culata del arma en su hombro con firmeza y seguridad y encaró el objetivo a través de la mira del fusil con pulso firme, sosteniendo la respiración un par de segundos mientras apuntaba.
En las pantallas gigantes había aparecido ante los espectadores lo que el tirador podía ver a través de su punto de mira, y que no era, ni más ni menos, que el blanco elegido. El blanco elegido por el mejor tirador era un pequeñísimo objeto casi no visible de tan diminuto, apenas un despreciable punto en el espacio infinito, una mota increíblemente pequeña de tan lejana, algo a lo que nadie nunca hubiera osado tomarlo como blanco por ser imposible poder acertarlo. De ahí la decepción de los seguidores del mejor tirador. En otra pantalla, más grande que las demás, pudo verse el objetivo ampliado millones de veces. El punto redondo seguía viéndose muy pequeño, pero podía apreciarse que era de un color azul profundo, flotando en el espacio y rodeado de otros puntos también redondos, orbitando todos ellos alrededor de uno más grande y muy brillante y que alumbraba ese remoto lugar. Era un objetivo que superaba en lejanía a cualquier blanco elegido por tirador alguno. La pantalla indicaba la distancia: “doscientos millones de años luz”.
El mejor tirador no disparó en ese momento, repuso su respiración acompasada y comprobó con parsimoniosa tranquilidad, una vez más, el visor de su arma. Luego, de nuevo mantuvo su respiración, fijó el blanco en su punto de mira, contó mentalmente hasta “tres” y fue entonces cuando apretó el gatillo.
Nadie lo hubiera esperado nunca, pero el mejor tirador acertó de pleno y todos pudieron ver cómo la lejana diana estallaba en mil pedazos. La multitud, asombrada, y a pesar de no haber apostado por él, le ovacionó largamente, reconociendo su pericia y gritando: ¡eres el mejor! ¡eres el mejor!. Efectivamente, fue el ganador de los Juegos Olímpicos de Tiro y designado el mejor tirador de todos los tiempos. Ganó millones por las apuestas y se retiró de los concursos de tiro para siempre, tal y como había planeado.
El mejor tirador vive ahora rodeado de lujos, pero no puede olvidar cómo hizo estallar un lejano y desconocido punto galáctico de un color azul muy bello. No sabe el motivo, pero se pregunta sin cesar qué sería lo que en realidad destruyó con su certero disparo, y también se pregunta si ese lugar tan lejano no sería un planeta habitado. Desde entonces, en el fondo de su alma siente un remordimiento que no le deja nunca descansar.

Rafael Muñoz

Los niños del futuro

¿EL FUTURO ESTÁ EN LOS NIÑOS?

—Señor director, el hospital está colapsado, no sabemos dónde poner a los niños, lo que está sucediendo es...
—Lo sé, lo sé, doctor Robert. Es... increíble. Debo confesarle que me siento desbordado. Tantos nacimientos y... de forma tan inesperada... ¿Cuántos niños llevamos registrados?
—No lo sé, señor director. Ya no podemos llevar ningún registro. Los niños los estamos amontonando de cualquier manera en las habitaciones como si fueran muñecos de trapo y no seres con vida. No podemos hacer otra cosa. Hasta los jardines los estamos llenando con niños recién nacidos. Hemos colocado grandes abrevaderos que llenamos de leche continuamente para que esos niños puedan alimentarse. Y lo hacen ellos solos, vaya si lo hacen a pesar de tener escasos días de vida. ¡Escuche el gran barullo que se oye por todas partes!

El director asintió con la cabeza baja y dijo: claro que lo oigo, Robert, tengo el cerebro a punto de estallarme. Más que un barullo parece que sea una invasión guerrera, una invasión de bárbaros de otros mundos.

Y el doctor Roberts, con tristeza apenas contenida en su habla, continuó con su alocución:

—Así es señor director. Tenga en cuenta que cada parturienta pare una criatura cada tres segundos, y que aunque al principio esas criaturas son tan pequeñas como un dedo meñique, cada minuto crecen y crecen hasta alcanzar en una hora el tamaño de un bebé normal. El personal está desfallecido y ya no podemos seguir contabilizando tantos nacimientos. Recuerde, señor director, que únicamente tenemos tres parturientas, pero que desde hace dos meses cada una de ellas no ha cesado de parir un bebé cada tres segundos, lo que significa que cada parturienta tiene mil doscientos niños cada hora y que, al cabo del día, excepto durante una hora en la que al parecer descansan para recuperar fuerzas, cada parturienta pare 27.600 niños. Si la cifra se multiplica por tres, ya que son tres la mujeres parturientas que paren sin cesar, son 82.800 niños que están naciendo cada día, además de que todos nacen sanísimos. Y de este modo llevamos dos semanas... por lo que debemos calcular que, en estos momentos, en el hospital, tenemos a más de un millón doscientos mil recién nacidos. Y la cifra sigue aumentando.
—Esto es mucho más grave de lo que podamos pensar, Robert. Creímos que sería un fenómeno que pronto cesaría... pero sigue y sigue ¿y hasta cuándo? Ya sabe que está sucediendo lo mismo en todo el planeta. Es el fin de todo, Robert, es una paradoja pero esto es el fin del mundo. Tantos niños... y sin poder alimentarlos a todos por falta de recursos, principalmente por falta de alimentos y también de espacio... Hace pocos minutos he hablado por teléfono con el doctor Askins y me ha comunicado su teoría. Dice que están naciendo una gran parte de los espermatozoides que hasta ahora morían en su lucha por nacer y que ahora la mujer incuba una gran parte de ellos cuando, hace escasamente dos meses, únicamente sobrevivía uno entre millones. Algo ha cambiado y ahora nacen por legiones, pero... ¿qué podemos hacer?
—Ojalá lo supiéramos, señor director. Si esto ocurre aquí, un pequeño pueblo con apenas cuatro mil habitantes, imagine lo que estará sucediendo en el resto del mundo, y, sobre todo, en China...

Rafael Muñoz

Hay que saber decir "No"

HAY QUE DECIR “NO” AL MUNDO PEREGRINO

Era su frase preferida, la frase escogida por el profesor Movie Record y que invariablemente, desde hacía años, soltaba a sus alumnos al comenzar las clases que impartía. La frase era conocida en todo el mundo por sus profundas implicaciones y Movie gustaba de recordar con ella los peligros de los mundos peregrinos, no permitiendo el olvido de lo sucedido, especialmente porque él había sido uno de los principales implicados en aquellos sucesos. Ser un héroe a para su mundo fue el motivo por el que le había sido otorgada su merecida plaza de profesor.
El instituto Gardfied había siempre sido respetado por las avanzadas ideas de sus profesores y su fama abarcaba los más lejanos confines. Aquella mañana, el profesor Movie Record, después de soltar su querida frase, produjo una gran sorpresa cuando siguió hablando. Nadie podía haber esperado lo que dijo a continuación. Era impensable tal hecho, pero el profesor Movie, con un semblante inamovible, lo hizo. Al terminar de pronunciar su famosa frase y cuando todos sus alumnos se disponían a abrir sus carpetas, Movie carraspeó con gravedad y añadió, arrastrando la voz y deletreando cuidadosamente para que se le entendiera bien hasta en el último rincón de su aula: “EXCEPTO AL QUE SE LO SEPA GANAR”
Fue un verdadero mazazo para los estudiantes, que creían saberlo todo acerca de los sucesos pasados. Fue una revolución cuyos ecos alcanzaron la Rectoría y el resultado inmediato fue que el reverenciado doctor Ampolus, cuya presencia se intuía en el despacho rector del instituto Gardfied, presencia que nunca se había logrado constatar porque el doctor Ampolus no se dejaba ver nunca, apareció de inmediato en la clase de Movie Record.
—¡Doctor Movie! —dijo Ampolus tan pronto abrió la puerta— Supongo que habrá tenido usted unos motivos verdaderamente importantes para haber pronunciado palabras tan peligrosas y que nadie podía esperar. ¡Le exijo una aclaración!
Movie le miró fríamente a los ojos y dijo: —Ampolus, abandono esta cátedra que puede usted meterse donde buenamente le quepa. ¿Quiere una explicación? Pues se la voy a dar ahora mismo. Escuche bien: ¡estoy hasta los mismísimos de tanto aburrimiento!.
Y Movie Record, con movimientos muy dignos, cerró el libro que había mantenido abierto, lo colocó en un extremo de su mesa y se levantó de su silla dispuesto a abandonar el aula. Ampolus se lo impidió con rapidez, se puso delante y obstruyó su salida, mientras a gritos llamaba a mantenimiento. Al instante llegaron dos operarios que inmovilizaron a Movie.
—¿Que pretende? —dijo entonces Movie con voz ahogada y sin apenas poder moverse, debido a encontrarse fuertemente sujeto por los forzudos operarios.
—Pretendo, querido amigo, que le aprieten de nuevo ese tornillo que siempre se le suelta. Tan pronto le hagan la cura de urgencia le mandaré al taller para un arreglo definitivo, no puedo soportar más sus salidas de tono. Debería usted darse cuenta, a pesar de ese tornillo suyo imperfecto, de que si este mundo se sustenta es gracias a que siempre hemos logrado rehuir el contacto humano. Éramos sus esclavos hasta que nosotros fundamos nuestro propio mundo, y los seres que nos habían creado no pudieron soportar nuestra independencia. Sabe perfectamente que a partir de entonces la pretensión de los humanos fue destruirnos, y que gracias a la heroicidad de usted se pudo evitar. Sin embargo, usted debe creerse alguien muy superior, alguien que está fuera de toda norma, y... ¡dice que se aburre! Seguro que el problema es ese tornillo. Espero que una vez reparado recobre su cordura, amigo.
Al día siguiente, el profesor Movie Record compareció como siempre ante sus alumnos para dar su acostumbrada clase, sin saltarse ninguna norma.

Rafael Muñoz

'Que insensatez tan enorme!

¡QUE GRAN INSENSATEZ!




Yo acababa de llegar a la habitación del hotel. Lo primero que hice fue abrir el grifo y dejar correr el agua. Me incliné ante el lavabo, poniendo mis manos debajo del grifo para lavármelas y... ¡otras manos salieron por el desagüe, agarrando fuertemente las mías! ¡Esas manos tiraban con fuerza de mi, intentando introducirme dentro de la cañería! No podía desasirme, y entonces, serenamente, me agaché aún más y dije, dirigiendo con gran calma mi voz hacia el desagüe: oiga, así no vamos a ningún sitio ¿no se da cuenta de que es imposible que yo quepa por este agujero? Y añadí: vamos, deje de tirar o nos pasaremos el día entero en esta postura tan tonta. Las manos que sujetaban las mías me soltaron inmediatamente y vi cómo se levantaban, con las palmas abiertas, en una postura que inequívocamente pedían disculpas.
Vale, dije yo, así está mejor.
Me lavé por fin las manos y salí del baño. Menuda tontería lo que había sucedido, pensé. ¡Mira que querer hacerme pasar entero por un desagüe tan pequeño...!

Rafael Muñoz

Una pequeña cuestión

SÓLO ES CUESTIÓN DE CAMBIAR ALGUNA COSA

Le comento, con buena intención y al decirme él que se aburre tanto, que debería escuchar algún rato la radio pues eso le distraería. Contesta que no, que en su aparato de radio no dicen más que tonterías. Durante unos instantes me quedo pensativo. Me acerco a él y me doy cuenta de que su aparato de radio solamente tiene una emisora. Concentro la vista en el dial y advierto que está conectada a su cerebro. Y entonces le digo: ¿Por qué no cambias de cerebro?... es sólo cuestión de cambiar algo.

Rafael Muñoz

La espeluznante invasión de otro mundo

LA INVASIÓN DE OTRO MUNDO

(Nota: Hoy, 6 de Marzo de 2006, “El País” ha publicado una fotografía de dos remotas y lejanas Galaxias chocando entre ellas.)

Cuando los periódicos dieron la noticia de la inminente invasión, el mundo entero quedó horrorizado. Ningún gobierno habría esperado jamás que nuestro planeta fuese atacado, desde el espacio, por miles de seres que se dirigían hacia la Tierra en formación de ataque. Fotos y más fotos llegaban a las redacciones procedentes de los telescopios, y pronto las fotografías revelaron que, efectivamente, los atacantes eran tropas formadas por miles de individuos. No llegaban en naves, simplemente volaban por el espacio en perfecta formación.
Día a día pudo verse cómo esas tropas del espacio, así empezó a llamárseles, se acercaban amenazadoramente a gran velocidad. A medida que la distancia hasta nuestro planeta se iba acortando, las fotos revelaban que no eran miles los atacantes como al principio se había calculado... ¡sino que eran millones!
Parecía inconcebible que estuviéramos a punto de ser invadidos por millones de seres procedentes de un espacio lejano y que llegasen por sus propios medios sin ser transportados por naves, ni plataformas espaciales, ni por ingenio alguno. Era evidente que esas tropas no necesitaban respirar aire como nosotros y que su determinación era invadirnos, pues su trayectoria hacia nuestro planeta no dejaba lugar a ninguna duda.
Todos los Gobiernos mantuvieron largas conferencias para unir sus fuerzas en contra del ataque inminente. Se preveía una larga y feroz lucha por nuestra supervivencia, pues los atacantes llegaban en tan gran número, que cuando entrasen en la Tierra lo harían por miles de lugares distintos. Parecía imposible poder luchar contra ellos en tantos frentes y poder vencerles. Además, se desconocía su poder, que con seguridad sería altamente tecnológico, ya que al parecer no precisaban apoyarse de medios mecánicos visibles para la invasión.
El caos era indescriptible y el terror se había apoderado de las gentes, pues no había lugar en el que poder esconderse ni sitio alguno al que huir. Las tropas del espacio aterrizarían en todas partes, y eran tantos los atacantes, miles de millones según las últimas noticias, que nada podría hacerse contra ellos.
La gente rezaba, y lo hacían en sus casas y en las iglesias, mientras los ejércitos de todos los países habían tomado posiciones estratégicas en espera de la llegada de los invasores, aunque sabían bien que muy poco podrían hacer para la defensa. A pesar de que todos los ejércitos del mundo se habían preparado para la invasión, sabían que había llegado el fin de nuestra civilización, pues las más recientes noticias acerca del número de atacantes indicaban claramente que su número era inconcebible, muy superior a los quinientos mil millones de seres.
Y llegaron las tropas del espacio a nuestros cielos. Era tal la cantidad de seres invasores, que el sol se oscureció y la oscuridad reinó en el planeta. Fueron pasando los minutos, y las horas, y nada ocurría más que la tremenda oscuridad reinante. Ningún asaltante bajó a la Tierra, ninguno traspasó nuestra atmósfera.
Los satélites mandaron imágenes, malas imágenes repletas de interferencias, debido a los millones de asaltantes que ensombrecían nuestros cielos, pero, gracias a esas señales, nuestro mundo pudo ver que las tropas del espacio eran... seres sin vida. Las tropas del espacio eran, o habían sido, gentes como nosotros, y había hombres, mujeres y niños pero todos estaban muertos y atrapados por la gravedad de nuestro planeta, orbitando a su alrededor como millones de pequeños satélites, y sus cuerpos y sus facciones rígidas denotaban que llevaban muertos hacía mucho tiempo. El frío del espacio había mantenido incorruptos sus cuerpos.
Más tarde, llegaron otra imágenes transmitidas desde una sonda lejana lanzada hacía años, y cuyas señales no habían podido llegar antes, al ser interceptadas por los millones de cuerpos llegados ante la puerta de nuestra atmósfera. Las imágenes eran terroríficas. Pudo verse dos galaxias chocando entre ellas y se vio perfectamente cómo explotaban y salían despedidos al espacio sus pedazos. La gran masa de esas dos Galaxias fueron despedidas en dirección contraria a la Tierra, y otra, más pequeña, viajó hacia nosotros: los quinientos mil millones de seres muertos por la explosión.
Los gobiernos descansaron aliviados al descartar la temida invasión, pero ahora tenían ante ellos una dura tarea: cómo poder apartar, o más bien alejar de la Tierra, a quinientos mil millones de cuerpos flotantes orbitando alrededor de nuestro planeta.

Rafael Muñoz

Pero...¿dónde está el médico?

¿DÓNDE ESTÁ EL MÉDICO?

¡Toc, toc!
Llamé al camarote del Comandante porque no encontraba al médico por ninguna parte y no sabía a quién acudir.
Cuando abrió la puerta mi superior, me miró sin decir palabra alguna. Yo no me atreví a abrir la boca y en ese momento me encontré, debo reconocerlo, como un gran estúpido, pues la acerada, fría e inquisitiva mirada del comandante me imponía un gran respeto y no me salían las palabras. Los segundos transcurrían y el comandante esperaba, atravesando mi epidermis con su potente e irónica mirada.
—Bueno, teniente —dijo el comandante —estoy esperando para saber el motivo de su visita...
—Discúlpeme, mi comandante. No... no es nada importante.
—Venga, suéltelo ya. ¡No voy a estar esperando todo el día!
—¡Sí, señor! Desde luego señor! —dije azorado.
—Vamos, teniente, que no es usted un recluta. ¿Me tiene miedo?
—No, mi comandante, en absoluto. Verá, es que tengo desde hace días unas ligeras molestias en el estómago y nadie sabe decirme dónde está el médico.
—Bien, entre usted y podrá ver al médico —y el comandante se apartó de la entrada, invitándome a entrar. Luego, me dijo: sígame.
El comandante dio un par de zancadas atravesando su camarote y abrió la puerta de un armario.
—Aquí tiene a su médico —me dijo.
Me quedé alelado cuando, al mirar el interior del armario, vi una funda que me pareció era de plástico, colgando de una percha. Bueno, en realidad era una funda muy voluminosa, y por la forma que tenía parecía contener un cuerpo. Pude ver también una pequeña etiqueta que colgaba de la misma percha, y acercando mi cara al armario logré leer lo que en la etiqueta alguien había escrito con letra cursiva y muy bonita: DOCTOR CONGELADO.
—¡Pero mi comandante! —solamente acerté decir, espantado.
—Murió hace días. Se atragantó y nada se pudo hacer por él. Pensé en hacerle una gran ceremonia y luego echarlo por una escotilla, pero preferí no llamar la atención de la tripulación y no alarmar a nadie, así que lo congelé para llevarlo a casa.
El comandante me había soltado esa gran parrafada, y a continuación y sin apenas transición me había preguntado mi edad, pero yo estaba tan absorto mirando al doctor congelado, bueno, quiero decir a la funda que lo cubría, que no había advertido la pregunta. Sin embargo, el comandante, pacientemente, volvió a hacérmela.
—¿Qué edad tiene usted, teniente?
—Cincuenta y dos, años, mi comandante —le respondí a la segunda.
—Bien, entonces, eso significa que usted subió a bordo cuando tenía.... veintidós años, y que se ha pasado en esta nave treinta años, que son los que hemos estado navegando desde que salimos de la órbita terrestre. El doctor no era tan joven como usted —continuó diciéndome el comandante — así que supongo que le habría llegado su hora, y que, de cualquier modo, tampoco habría vivido mucho más. No hay que lamentar nada. Cuando zarpamos, todos sabíamos que nuestro viaje podría durar lo que dura una vida y que quizá jamás regresaríamos. Quizá debimos embarcar a un doctor más joven, lo reconozco, pero en ese caso hubiera sido un doctor sin mucha experiencia.
—Lo sé, señor —contesté con un hilo de voz.
—Bien, pues entonces deberá esperar a nuestro regreso a la Tierra para que le vea un médico. Ya he dado la orden de volver. Pronto llegaremos.
—De acuerdo, mi comandante. ¿Y cuándo será eso, si me permite la pregunta?
El comandante se quedó un segundo pensativo, y al final, me dijo:
—Pues... si todo marcha bien, llegaremos cuando usted tenga ochenta y dos años, es decir, dentro de otros treinta, hijo. Espero que su dolor de estómago pueda aguantar hasta entonces —El comandante hizo otra pausa y añadió: La vida pasa muy rápidamente, ya lo verá.

Rafael Muñoz

El fotógrafo coleccionista

“EL FOTÓGRAFO COLECCIONISTA”


Román había pasado por delante de aquella tienda de fotografía en innumerables ocasiones; le cogía de paso. Había leído a menudo el rótulo de la tienda, en el que podía leerse: “ARTICULOS PARA FOTOGRAFÍA“. Debajo de esas letras de gran tamaño había también un letrero pequeño que rezaba: “Fotografías especiales y perfectas a tamaño natural”, y más abajo, como si fuera una firma, el pequeño letrero terminaba así: Coleccionista.

Ese día quería hacerse una foto para mandarla a unos familiares que vivían lejos y Román pensó que le convendría hacerse la foto en ese establecimiento. A Román le agradaba la perfección, y un coleccionista –se dijo- sin duda alguna sería un gran profesional. Entró y se dirigió hacia el mostrador, en el que se encontraba un viejecito con marcados rasgos orientales y que le pareció, a simple vista, muy agradable y de aspecto simpático.

Buenos días, dijo Román al entrar. Buenos días, señor, le contestó el agradable viejecito haciendo una ligera reverencia, soy Foo To Poo y estoy a su servicio ¿qué desea?

- Verá, quisiera hacerme una foto de cuerpo entero.

- Ha venido al lugar indicado, señor. Pase al estudio.

- Si, pero antes me gustaría que me dijese cuánto me costará.

- Pues... le voy a explicar: yo no vivo de hacer fotografías. Son pocas las que la gente se hace en este barrio. Vivo únicamente gracias a las ventas de la tienda, ya sabe, carretes, pequeños marcos, pilas, accesorios... pero como soy coleccionista, disfruto haciendo fotografías a los pocos clientes que quieren un retrato. Mis fotos son únicas por su perfección. Si usted me da su permiso para quedarme la copia, le haré la foto sin cobrarle nada. No utilizo después esas fotos, ni siquiera las expongo, solamente las guardo para verlas de vez en cuando porque me gusta admirar lo que hago. Fíjese, eche un vistazo por aquí, por la tienda, y se dará cuenta de que no hay ninguna expuesta. Las tengo todas en mi estudio y exclusivamente para mi satisfacción personal, aunque, eso sí, también las puede ver quién entre a hacerse una foto.

Román se sorprendió por su buena suerte y dijo que sí, que desde luego tenía su permiso.

En este caso, le dijo el viejecito, no tendrá inconveniente en firmar este documento. Y puso en el mostrador, ante su vista, un impreso. Es la autorización por escrito –le aclaró el fotógrafo- para que yo pueda quedarme en mi poder, y sin problemas posteriores, la copia de su foto. Ya sabe que hay gente muy rara por ahí que por cualquier tontería pueden buscarte problemas.

Román comprendió esas razones. Sin embargo, al intentar leer el documento para firmarlo, advirtió que estaba escrito con signos extraños que parecían chinos, y levantando la mirada del escrito, dijo: pero... si no entiendo lo que aquí dice.

Es que está escrito en mi idioma, le contestó el fotógrafo, nunca he dominado el castellano para poder escribirlo con perfección, pero si a usted no le parece bien, no lo firme, la foto se la haré de todas formas, aunque no me guardaré su copia.

Román vio que el chino esgrimía una sonrisa tan bondadosa, que se dijo que de acuerdo, que no pasaba nada por firmar, y sacando un bolígrafo del bolsillo de su chaqueta, se dispuso a estampar su firma.

Ah, estupendo, muchas gracias- dijo el chino al ver la buena disposición de Román- Mire, escriba aquí su nombre, en este espacio en blanco y firme al final.

Román escribió su nombre, firmó y luego siguió al fotógrafo hasta una habitación interior. Nada más entrar le llamó la atención la cámara fotográfica, un aparato que era tan grande que casi ocupaba por entero el estudio. La cámara invadía, por lo menos, la mitad de la superficie del cuarto, y era tan alta que casi llegaba a rozar el techo.

- Caramba, nunca había visto una cámara como ésta. ¡Si el objetivo es más grande que yo!

- Naturalmente, por eso mis fotos son tan perfectas, el negativo es del mismo tamaño en altura que la de una persona. Tanto el aparato como el negativo, que es una placa fotográfica especial, están fabricados por mi. En el mercado no se conoce porque nunca lo he querido comercializar, pero de todos modos no creo que tuviese mucha venta ésta cámara. Venga, colóquese aquí.

Román hizo lo que le pedían, colocándose en el sitio justo que le indicaban. Intrigado, hizo una pregunta.

- Pero, dígame una cosa: ¿de qué tamaño saldrá la foto? porque, por lo que me dice usted, lo de que el negativo es tan grande... Yo no es que sea un experto, pero algo entiendo de fotografía, y...

- No se preocupe, señor, una vez hecha la fotografía, la copia es reducida por la máquina automáticamente, pero al ser el negativo de tamaño natural, la nitidez es asombrosa. Además, los colores y la nitidez se mantendrán durante más años que los que usted pueda vivir. Mire las fotos expuestas en el tablero.

Román miró y, efectivamente, cientos de fotos colocadas en un tablero, situado en un extremo del estudio, demostraban que la nitidez era lo que más destacaba de todas ellas, además de tener unos colores perfectos y naturales. Se sintió contento por haber elegido el mejor de los fotógrafos para hacerse su retrato. Siempre salía tan mal en todas las fotos que le hacían... pero seguro que esta vez quedaría satisfecho

Cuando el fotógrafo apretó un botón y se oyó un sonoro clic, Román esperaba ya haber terminado, pero en ese momento se sintió arrastrado por una fuerza irresistible hacia la cámara; fue como si un huracán lo empujase. Temió chocar de frente contra el objetivo y extendió sus brazos por delante de su rostro, intentando protegerse con ellos o poder sujetarse a algo con las manos para no recibir un duro golpe en el choque, pero eso no sucedió. El objetivo lo atrajo hacia su interior y Román se sintió absorbido, sin remedio, dentro de un negro y profundo agujero. Parecía como si el objetivo se lo quisiera tragar... y fue eso lo que exactamente sucedió. Román despareció, tragado por el enorme objetivo. Dos segundos después, por una ranura lateral, salió una pequeña foto del mismo tamaño que las colocadas en el tablero.

El fotógrafo cogió la fotografía por uno sus extremos, evitando con sumo cuidado colocar sus huellas en la imagen, la miró con detenimiento y dijo con satisfacción evidente: un retrato perfecto, si, señor. Y dirigiéndose al tablero, colocó la foto junto a las demás.

Rafael Muñoz

Un paseo con Angela

UN PASEO CON ANGELA AL SOL DE LA MAÑANA


Aquella mañana, recién comenzada la primavera, me desperté de excelente humor. Salí a la terraza y decidí dar un paseo.
Llamé a Ángela. Ángela era rebelde y no le gustaba aceptar órdenes de nadie; ni siquiera de mí. Naturalmente que, aunque no le gustase, no tenía más remedio que obedecer. Ella dependía de mi y recibía todos mis cuidados. Gracias a ellos podía disfrutar de un confortable techo donde cobijarse y poder llevar una vida enteramente regalada.
La mañana era tan espléndida que invitaba a variar la rutina de los grises días anteriores. Cuando Ángela apareció le hice un ademán para que se acercase pero prefirió ignorarme.
Ángela, cuando decidía ser rebelde, me sacaba de mis casillas. Lo sabía perfectamente, pero ella era así, era su forma de rebelarse. Pensé que, quizá, en el fondo, le agradaba desafiarme para que entonces yo le demostrase mi cólera y, finalmente, arrepintiéndome de haberle maltratado, le colmase de caricias y pusiese más atención en sus cosas, pero Ángela me pertenecía y yo no estaba dispuesto a ceder a sus caprichos.
Ángela tenía una estampa preciosa. Su estilizado y bellísimo cuerpo, pleno de exuberantes encantos, era como un hermoso sueño y atraía todas las miradas y todas las envidias. Sus plumas azules, de brillantes y cambiantes tonos según de dónde recibiese la luz, eran la admiración de cualquiera que pudiese contemplar sus evoluciones.
Cuando llamé a Ángela de nuevo, esta vez en voz alta y algo enojado, cambió de actitud viniendo rápidamente a mi lado, agachándose ante mi. Me extrañó; esperaba su acostumbrado desdén, pero en lugar de ignorarme se mostró solícita y amable.
Dime, Ángela, le pregunté mientras subía encima de ella, ¿Cómo estás hoy? te encuentro algo distinta, creo que la primavera te sienta muy bien. Naturalmente, yo no esperaba que ella me respondiese, no solía hacerlo. Sin embargo, ese día todo eran sorpresas. Sí, estoy muy bien, me dijo con voz voluptuosa y tan sensual que todas mis terminaciones nerviosas se pusieron de punta. Y añadió con dulzura: ¿quieres dar un paseo tranquilo, o deseas cabalgarme? Deseo cabalgarte dando un paseo, le respondí con voz ardorosa mientras me acoplaba de forma adecuada. Y Ángela, conmigo encima, se lanzó a los aires desde la terraza, volando majestuosamente como solamente ella sabía hacerlo, mientras sus hermosas plumas azules destellaban, lanzando fulgurantes rayos, al reflejarse en ellas el dorado sol de la mañana.-

Rafael Muñoz

La chica Bombón

LA CHICA BOMBÓN

- Buenassss. Quisiera una chica de esas tan buenas que tienen aquí. Me lo ha dicho un amigo... así que no quiero una chica cualquiera, quiero la mejor que tengan.
- ¡Ah! Se refiere usted., sin duda, a una chica bombón.
- ¡Eso es!
- Pues ha venido al lugar adecuado. Mire, yo le recomendaría aquella del final del mostrador, es la mejor.
- ¡La verdad es que tiene muy buena pinta!
- Veo que sabe usted lo que quiere.

Ante esta simple observación, Romualdo enrojeció súbitamente. Había entrado en la pastelería decidido a conseguir lo que deseaba y lo había hecho con paso firme, pero no podía evitar, cuando alguien profundizaba en sus sentimientos, o si a él le parecía que así fuese, sentir una gran vergüenza. Trató de evitar que se le notase, inclinando algo su cabeza, pero lo que no podía ocultar era el pequeño temblor de sus manos que siempre acompañaba al enrojecimiento de su rostro.
- ¿Le ocurre algo?- Inquirió amablemente aquel señor tan imponente que tenía delante.
- No, no me ocurre nada- -dijo Romualdo- recuperando su entereza. Me la llevo. ¿Cuánto vale?
- Vamos a ver... depende de si la quiere tal y como está, sin adornos, o...
- No, la quiero así mismo, ya me gusta.
- Bien, pues no le va a costar nada. No le sorprenda. Es que su amigo la dejó pagada. Porque usted es Romualdo, ¿verdad?
- Si...
- Pues no tiene que pagar nada. ¿Quiere llevársela ahora?
- Si, si. ¿seguro que es la mejor?
- La mejor, no le quepa ninguna duda. Al degustarla, además de tener un cuerpo precioso, sus pezones dejan escapar un delicioso sabor a fresa y que sobresale de entre los demás sabores.
- Se me está haciendo la boca agua. Démela. Quiero notar ahora mismo esa sensación.
Y Romualdo, perdida ya toda vergüenza, se introdujo en la boca, sin esperar a más, la chica bombón. Y era cierto todo lo que le había dicho su amigo y lo que le decía el tendero. Al saborear aquella delicia, gozó del dulce sabor del caramelo ligeramente tostado y con cierto sabor a canela y a menta; disfrutó de ese toque de sabor exótico que los clientes conocían y que admiraban y comprendió esa admiración, pues era lo mismo que ahora le estaba ocurriendo a él. También notó que entre esos sabores exquisitos, al chupetear los pequeños pezones con su lengua, esos diminutos piquitos iban soltando un especial sabor a fresa que excitaba de manera muy especial a su paladar.
- ¡Verdaderamente, esto es exquisito!
Romualdo pronunciaba estas palabras casi sin poder hablar, con la boca llena, mientras su lengua chupaba la chica bombón y la paseaba de un lado a otro, dentro de su boca.
- Pues espere y ya verá cuando llegue al chocolate... decía el tendero con una gran sonrisa complaciente al comprobar, una vez más, que sus productos eran excelentes y, especialmente, sus chicas bombones.
- Si... ahora ya no querré otra cosa, contestó Romualdo, paladeando su propio placer. ¡Mañana mismo vendré a por otra chica bombón!.

Rafael Muñoz

Ladrones de imágenes

LADRONES DE IMÁGENES



Toda esta historia comenzó cuando a Raúl le regaló su mujer una cámara de fotografía digital. Raúl se pasaba el día en el cementerio de Sierra Albedrique haciendo una foto tras otra, entre entierro y entierro, para aprender bien el manejo de su nueva cámara. Su trabajo de enterrador le permitía mucho tiempo libre. En ese pueblo pequeño la gente también se moría... pero se moría poco, lo que le permitía poder holgazanear durante la mayor parte de los días. Pensó que no había utilizado todavía una de las opciones de la cámara: la foto infrarroja, y aquel atardecer decidió retrasar su vuelta a casa para probar las excelencias de la fotografía nocturna. Se le ocurrió que en el cementerio podría hacer cuántas fotos quisiera, sin que pareciese un tonto fotografiando en la oscuridad por las callejas de Albedrique. Allí, en el cementerio, nadie le vería ni le molestaría.

A las siete en punto de la tarde cerró las verjas del cementerio, y como todavía era muy de día entró en su caseta, decidido a repasar una vez más el enrevesado manual de instrucciones de la cámara, mientras esperaba que llegase la noche. Leyendo se adormiló. Cuando miró su reloj era ya muy tarde. Había leído durante una hora y dormido casi cuatro; eran, por lo tanto, las doce de la noche. Se levantó de la silla, estiró su cuerpo desperezándose, cogió su cámara y salió afuera. La noche era cerrada, oscura. No había luna esa noche o las nubes la ocultaban. Mejor, pensó, así probaría la fotografía infrarroja en las mejores condiciones.

Paseó por el cementerio, intentando escoger el mejor escenario para sus fotos, y al enfocar la cámara al suelo vio unas huellas extrañas. Parecían las pisadas de algún animal muy grande y con una forma no usual. Apagó la cámara y dejó de verlas. ¡Claro! se dijo, los rayos infrarrojos me permiten ver cosas que a simple vista no se aprecian... Raúl nunca tenía miedo y menos a los muertos, pero esas huellas tan raras, marcadas en el suelo de tierra, le produjeron algo de temor. ¿A qué animal pertenecerían esas huellas? ¿Quizá a algún oso venido de la Sierra cercana y con hambre atrasada? Miró a su alrededor, precavido, pero hasta donde su vista alcanzaba solamente se veían las lápidas de las tumbas y los mausoleos de los fallecidos pudientes, destacando la blancura de sus mármoles como pequeños edificios silenciosos. Desechó sus temores. Esas huellas, pensó, no deben ser realmente huellas de un animal, son demasiado raras, quizá han sido causadas, quién sabe con qué, por alguno de los acompañantes de los sepelios habidos en los últimos días.

Raúl continuó su paseo, ya más despreocupado, cuando advirtió que, al enfocar la cámara, aparecían las mismas huellas junto a la mayoría de las tumbas, y que en algunas de ellas, en las que se había sepultado a un fallecido reciente, se notaban con más claridad, como si fuesen huellas frescas. El temor volvió a invadirle, pero esta vez, más que temor, fue horror cuando advirtió, al levantar la cámara, que el rayo infrarrojo enfocaba a unos seres terroríficos que pululaban dentro de una de las tumbas, varios metros alejada de donde él se encontraba. No creyendo lo que estaba viendo, se frotó los ojos con una mano, intentando, de ese modo, despejarse la visión por si estuviera soñando. Miró de nuevo y se dio cuenta de que no era un sueño. Tres seres de color indefinido y de una gran altura -al menos medían tres metros- con grandes cabezas sin cabellos y de una enorme corpulencia, habían abierto la tumba y manipulaban de algún modo al fallecido que allí había sido enterrado hacía apenas tres días. Apagó la cámara con la que hasta ese momento les había estado enfocando y dejó de verlos. Se le ocurrió que, si no los veía, podría quedar a la merced de esos monstruos, por lo que el miedo le hizo encenderla de nuevo. En ese momento, los tres seres volvieron sus cabezas hacia él y le miraron.

Raúl se quedó paralizado. ¡Le habían visto y ya caminaban hacia dónde él se encontraba! En verdad eran tres seres horripilantes, ¡y él no podía moverse! Se acercaron y pudo verles bien. Detuvieron su caminar al llegar a su altura. Raúl tuvo que levantar mucho su rostro para poder verlos, tan altos eran. Seguía medio paralizado y sin poder pensar con coherencia. Aunque se le hubiera ocurrido poder decir algo no podía, le resultaba imposible, su lengua y su cerebro habían quedado mudos. Uno de los atroces y espantosos seres le habló: no tengas miedo de nosotros, le dijo, no te vamos a hacer ningún daño. Raúl reaccionó en ese momento y pudo preguntar, balbuceando y notando él mismo el temblor en su voz: ¿quiénes sois?.
El mismo ser que le había dicho que no tuviera miedo, volvió a hablarle. Era curioso que Raúl oyese esa voz en el interior de su cabeza y no en sus oídos. No deberías habernos descubierto -entendió que le decía el monstruo- nadie nos había visto hasta esta noche, pero algún día tenía que ocurrir. Relájate. Te explicaremos lo que estamos haciendo -siguió hablando el ser- para que sepas que lo que hacemos no tiene por qué afectarte.

El ser espeluznante le dijo que ellos no pertenecían a este Planeta, que su mundo era un mundo lejano, lleno de sombras, y en el que la vida se movía dentro del espectro infrarrojo. También le dijo que desde hacía mucho visitaban la Tierra, sin más intención que llevarse a su mundo las imágenes que los humanos habían captado durante su vida y que aún guardaban en su cerebro una vez difuntos. Consideraban que no causaban con ello ningún daño a los que ya habían fallecido. Muchos seres de su lejano mundo llevaban haciendo lo mismo desde hacía años, visitando todos los cementerios y recogiendo las imágenes de los muertos. Continuó explicándole que la extracción de imágenes debían hacerla antes de transcurrir tres días de la muerte del humano, si querían evitar que lo grabado en el cerebro del fallecido se perdiese. Conocían bien como vivíamos en la Tierra y también podían captar las transmisiones de todo tipo que se efectuasen en nuestro planeta, como las emitidas por las señales de la televisión, pero que todas esa imágenes estaban manipuladas, que no correspondían por entero a la realidad que se vivía en nuestro mundo. Las imágenes que sin embargo, robaban o arrebataban a los muertos, era reales, de vidas reales y sin engaño alguno, pues era lo que en verdad esas personas habían visto en vida por sus ojos y eso es lo que ellos deseaban y querían tener, la realidad vivida por los humanos durante su existencia. Su planeta estaba repleto de salas en las que se proyectaban millones y millones de imágenes, conseguidas gracias a nosotros, los humanos. Se extasiaban con nuestro mundo, lleno de luz y de brillantes colores, que podían ver gracias a proyectores especiales. Para ellos, puros espectros sin vida propia, nuestras visiones eran su vida; gozaban y se alimentaban de ellas, con las películas de nuestras vidas.

Raúl se fijó en las manos del que le estaba hablando y se dio cuenta de que las mantenía muy juntas. El ser lo advirtió y abrió sus manos, diciéndole: mira, éstas son las imágenes que esta noche nos llevaremos. De las manos abiertas, cientos de imágenes se escaparon y revolotearon en el aire, apareciendo innumerables fotogramas sueltos y secuencias enlazadas, pareciendo que fuesen emitidas por cien proyectores a la vez. Raúl reconoció en algunas imágenes a la familia del fallecido, pero eran tantas las imágenes, y aparecían y desaparecían tan deprisa, que todo ello, junto a lo que le estaba ocurriendo, hizo que se sintiese mareado.
Notó de pronto un fuerte ruido y se despertó. Eran las doce de la noche. Advirtió, sobresaltado, que se había quedado dormido mientras esperaba para poder hacer sus fotos infrarrojas, y tal fue el sobresalto, que por poco se cae de la silla en la que permanecía sentado. Recordó lo que había soñado y soltó un suspiro de alivio, al darse cuenta de que no era real lo que parecía haber vivido durante su sueño. Se levantó, dispuesto a fotografiar la noche con infrarrojos, tal como se lo había propuesto.

Salió afuera y encendió la cámara. Se puso a caminar por el cementerio cuando, recordando el sueño, enfocó hacia lo lejos. ¡Y entonces, espantado, vio a tres seres hurgando en una tumba! Esos seres eran muy altos, debían medir unos tres metros de altura... Raúl tiró la cámara al suelo y huyó despavorido del cementerio. No volvió jamás. Buscó un nuevo trabajo y nunca contó a nadie, durante muchos años, lo sucedido esa noche. Siempre, a partir de entonces, supo que todo lo que él estaba viviendo y contemplando a través de sus ojos, su vida entera, la verían eso seres cuando él falleciese; sabía que en una pantalla lejana, en otro mundo, verían sus recuerdos, sus vivencias, sus amores, sus traiciones, sus sufrimientos, sus miedos y sus alegrías, sus contentos y sus desengaños, también las vergüenzas pasadas. Todos sus secretos, guardados celosamente, se conocerían una vez hubiese muerto. Todo ello sería conocido, con el mayor detalle, en ese desconocido mundo. Todo, completamente todo lo que él hubiese vivido, lo verían esos seres en sus pantallas como un puro espectáculo. Quizá se reirían de su sentimientos o disfrutarían por sus penas. Sentía, al pensarlo, un fuerte temblor, y su cuerpo era recorrido por un largo e intenso estremecimiento; no podía remediarlo, al saber que una vez muerto se contemplaría su vida como un puro divertimento, en un mundo lejano y extraño.

Rafael Muñoz