sábado, 6 de septiembre de 2008

Pero...¿dónde está el médico?

¿DÓNDE ESTÁ EL MÉDICO?

¡Toc, toc!
Llamé al camarote del Comandante porque no encontraba al médico por ninguna parte y no sabía a quién acudir.
Cuando abrió la puerta mi superior, me miró sin decir palabra alguna. Yo no me atreví a abrir la boca y en ese momento me encontré, debo reconocerlo, como un gran estúpido, pues la acerada, fría e inquisitiva mirada del comandante me imponía un gran respeto y no me salían las palabras. Los segundos transcurrían y el comandante esperaba, atravesando mi epidermis con su potente e irónica mirada.
—Bueno, teniente —dijo el comandante —estoy esperando para saber el motivo de su visita...
—Discúlpeme, mi comandante. No... no es nada importante.
—Venga, suéltelo ya. ¡No voy a estar esperando todo el día!
—¡Sí, señor! Desde luego señor! —dije azorado.
—Vamos, teniente, que no es usted un recluta. ¿Me tiene miedo?
—No, mi comandante, en absoluto. Verá, es que tengo desde hace días unas ligeras molestias en el estómago y nadie sabe decirme dónde está el médico.
—Bien, entre usted y podrá ver al médico —y el comandante se apartó de la entrada, invitándome a entrar. Luego, me dijo: sígame.
El comandante dio un par de zancadas atravesando su camarote y abrió la puerta de un armario.
—Aquí tiene a su médico —me dijo.
Me quedé alelado cuando, al mirar el interior del armario, vi una funda que me pareció era de plástico, colgando de una percha. Bueno, en realidad era una funda muy voluminosa, y por la forma que tenía parecía contener un cuerpo. Pude ver también una pequeña etiqueta que colgaba de la misma percha, y acercando mi cara al armario logré leer lo que en la etiqueta alguien había escrito con letra cursiva y muy bonita: DOCTOR CONGELADO.
—¡Pero mi comandante! —solamente acerté decir, espantado.
—Murió hace días. Se atragantó y nada se pudo hacer por él. Pensé en hacerle una gran ceremonia y luego echarlo por una escotilla, pero preferí no llamar la atención de la tripulación y no alarmar a nadie, así que lo congelé para llevarlo a casa.
El comandante me había soltado esa gran parrafada, y a continuación y sin apenas transición me había preguntado mi edad, pero yo estaba tan absorto mirando al doctor congelado, bueno, quiero decir a la funda que lo cubría, que no había advertido la pregunta. Sin embargo, el comandante, pacientemente, volvió a hacérmela.
—¿Qué edad tiene usted, teniente?
—Cincuenta y dos, años, mi comandante —le respondí a la segunda.
—Bien, entonces, eso significa que usted subió a bordo cuando tenía.... veintidós años, y que se ha pasado en esta nave treinta años, que son los que hemos estado navegando desde que salimos de la órbita terrestre. El doctor no era tan joven como usted —continuó diciéndome el comandante — así que supongo que le habría llegado su hora, y que, de cualquier modo, tampoco habría vivido mucho más. No hay que lamentar nada. Cuando zarpamos, todos sabíamos que nuestro viaje podría durar lo que dura una vida y que quizá jamás regresaríamos. Quizá debimos embarcar a un doctor más joven, lo reconozco, pero en ese caso hubiera sido un doctor sin mucha experiencia.
—Lo sé, señor —contesté con un hilo de voz.
—Bien, pues entonces deberá esperar a nuestro regreso a la Tierra para que le vea un médico. Ya he dado la orden de volver. Pronto llegaremos.
—De acuerdo, mi comandante. ¿Y cuándo será eso, si me permite la pregunta?
El comandante se quedó un segundo pensativo, y al final, me dijo:
—Pues... si todo marcha bien, llegaremos cuando usted tenga ochenta y dos años, es decir, dentro de otros treinta, hijo. Espero que su dolor de estómago pueda aguantar hasta entonces —El comandante hizo otra pausa y añadió: La vida pasa muy rápidamente, ya lo verá.

Rafael Muñoz

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