sábado, 6 de septiembre de 2008

Ladrones de imágenes

LADRONES DE IMÁGENES



Toda esta historia comenzó cuando a Raúl le regaló su mujer una cámara de fotografía digital. Raúl se pasaba el día en el cementerio de Sierra Albedrique haciendo una foto tras otra, entre entierro y entierro, para aprender bien el manejo de su nueva cámara. Su trabajo de enterrador le permitía mucho tiempo libre. En ese pueblo pequeño la gente también se moría... pero se moría poco, lo que le permitía poder holgazanear durante la mayor parte de los días. Pensó que no había utilizado todavía una de las opciones de la cámara: la foto infrarroja, y aquel atardecer decidió retrasar su vuelta a casa para probar las excelencias de la fotografía nocturna. Se le ocurrió que en el cementerio podría hacer cuántas fotos quisiera, sin que pareciese un tonto fotografiando en la oscuridad por las callejas de Albedrique. Allí, en el cementerio, nadie le vería ni le molestaría.

A las siete en punto de la tarde cerró las verjas del cementerio, y como todavía era muy de día entró en su caseta, decidido a repasar una vez más el enrevesado manual de instrucciones de la cámara, mientras esperaba que llegase la noche. Leyendo se adormiló. Cuando miró su reloj era ya muy tarde. Había leído durante una hora y dormido casi cuatro; eran, por lo tanto, las doce de la noche. Se levantó de la silla, estiró su cuerpo desperezándose, cogió su cámara y salió afuera. La noche era cerrada, oscura. No había luna esa noche o las nubes la ocultaban. Mejor, pensó, así probaría la fotografía infrarroja en las mejores condiciones.

Paseó por el cementerio, intentando escoger el mejor escenario para sus fotos, y al enfocar la cámara al suelo vio unas huellas extrañas. Parecían las pisadas de algún animal muy grande y con una forma no usual. Apagó la cámara y dejó de verlas. ¡Claro! se dijo, los rayos infrarrojos me permiten ver cosas que a simple vista no se aprecian... Raúl nunca tenía miedo y menos a los muertos, pero esas huellas tan raras, marcadas en el suelo de tierra, le produjeron algo de temor. ¿A qué animal pertenecerían esas huellas? ¿Quizá a algún oso venido de la Sierra cercana y con hambre atrasada? Miró a su alrededor, precavido, pero hasta donde su vista alcanzaba solamente se veían las lápidas de las tumbas y los mausoleos de los fallecidos pudientes, destacando la blancura de sus mármoles como pequeños edificios silenciosos. Desechó sus temores. Esas huellas, pensó, no deben ser realmente huellas de un animal, son demasiado raras, quizá han sido causadas, quién sabe con qué, por alguno de los acompañantes de los sepelios habidos en los últimos días.

Raúl continuó su paseo, ya más despreocupado, cuando advirtió que, al enfocar la cámara, aparecían las mismas huellas junto a la mayoría de las tumbas, y que en algunas de ellas, en las que se había sepultado a un fallecido reciente, se notaban con más claridad, como si fuesen huellas frescas. El temor volvió a invadirle, pero esta vez, más que temor, fue horror cuando advirtió, al levantar la cámara, que el rayo infrarrojo enfocaba a unos seres terroríficos que pululaban dentro de una de las tumbas, varios metros alejada de donde él se encontraba. No creyendo lo que estaba viendo, se frotó los ojos con una mano, intentando, de ese modo, despejarse la visión por si estuviera soñando. Miró de nuevo y se dio cuenta de que no era un sueño. Tres seres de color indefinido y de una gran altura -al menos medían tres metros- con grandes cabezas sin cabellos y de una enorme corpulencia, habían abierto la tumba y manipulaban de algún modo al fallecido que allí había sido enterrado hacía apenas tres días. Apagó la cámara con la que hasta ese momento les había estado enfocando y dejó de verlos. Se le ocurrió que, si no los veía, podría quedar a la merced de esos monstruos, por lo que el miedo le hizo encenderla de nuevo. En ese momento, los tres seres volvieron sus cabezas hacia él y le miraron.

Raúl se quedó paralizado. ¡Le habían visto y ya caminaban hacia dónde él se encontraba! En verdad eran tres seres horripilantes, ¡y él no podía moverse! Se acercaron y pudo verles bien. Detuvieron su caminar al llegar a su altura. Raúl tuvo que levantar mucho su rostro para poder verlos, tan altos eran. Seguía medio paralizado y sin poder pensar con coherencia. Aunque se le hubiera ocurrido poder decir algo no podía, le resultaba imposible, su lengua y su cerebro habían quedado mudos. Uno de los atroces y espantosos seres le habló: no tengas miedo de nosotros, le dijo, no te vamos a hacer ningún daño. Raúl reaccionó en ese momento y pudo preguntar, balbuceando y notando él mismo el temblor en su voz: ¿quiénes sois?.
El mismo ser que le había dicho que no tuviera miedo, volvió a hablarle. Era curioso que Raúl oyese esa voz en el interior de su cabeza y no en sus oídos. No deberías habernos descubierto -entendió que le decía el monstruo- nadie nos había visto hasta esta noche, pero algún día tenía que ocurrir. Relájate. Te explicaremos lo que estamos haciendo -siguió hablando el ser- para que sepas que lo que hacemos no tiene por qué afectarte.

El ser espeluznante le dijo que ellos no pertenecían a este Planeta, que su mundo era un mundo lejano, lleno de sombras, y en el que la vida se movía dentro del espectro infrarrojo. También le dijo que desde hacía mucho visitaban la Tierra, sin más intención que llevarse a su mundo las imágenes que los humanos habían captado durante su vida y que aún guardaban en su cerebro una vez difuntos. Consideraban que no causaban con ello ningún daño a los que ya habían fallecido. Muchos seres de su lejano mundo llevaban haciendo lo mismo desde hacía años, visitando todos los cementerios y recogiendo las imágenes de los muertos. Continuó explicándole que la extracción de imágenes debían hacerla antes de transcurrir tres días de la muerte del humano, si querían evitar que lo grabado en el cerebro del fallecido se perdiese. Conocían bien como vivíamos en la Tierra y también podían captar las transmisiones de todo tipo que se efectuasen en nuestro planeta, como las emitidas por las señales de la televisión, pero que todas esa imágenes estaban manipuladas, que no correspondían por entero a la realidad que se vivía en nuestro mundo. Las imágenes que sin embargo, robaban o arrebataban a los muertos, era reales, de vidas reales y sin engaño alguno, pues era lo que en verdad esas personas habían visto en vida por sus ojos y eso es lo que ellos deseaban y querían tener, la realidad vivida por los humanos durante su existencia. Su planeta estaba repleto de salas en las que se proyectaban millones y millones de imágenes, conseguidas gracias a nosotros, los humanos. Se extasiaban con nuestro mundo, lleno de luz y de brillantes colores, que podían ver gracias a proyectores especiales. Para ellos, puros espectros sin vida propia, nuestras visiones eran su vida; gozaban y se alimentaban de ellas, con las películas de nuestras vidas.

Raúl se fijó en las manos del que le estaba hablando y se dio cuenta de que las mantenía muy juntas. El ser lo advirtió y abrió sus manos, diciéndole: mira, éstas son las imágenes que esta noche nos llevaremos. De las manos abiertas, cientos de imágenes se escaparon y revolotearon en el aire, apareciendo innumerables fotogramas sueltos y secuencias enlazadas, pareciendo que fuesen emitidas por cien proyectores a la vez. Raúl reconoció en algunas imágenes a la familia del fallecido, pero eran tantas las imágenes, y aparecían y desaparecían tan deprisa, que todo ello, junto a lo que le estaba ocurriendo, hizo que se sintiese mareado.
Notó de pronto un fuerte ruido y se despertó. Eran las doce de la noche. Advirtió, sobresaltado, que se había quedado dormido mientras esperaba para poder hacer sus fotos infrarrojas, y tal fue el sobresalto, que por poco se cae de la silla en la que permanecía sentado. Recordó lo que había soñado y soltó un suspiro de alivio, al darse cuenta de que no era real lo que parecía haber vivido durante su sueño. Se levantó, dispuesto a fotografiar la noche con infrarrojos, tal como se lo había propuesto.

Salió afuera y encendió la cámara. Se puso a caminar por el cementerio cuando, recordando el sueño, enfocó hacia lo lejos. ¡Y entonces, espantado, vio a tres seres hurgando en una tumba! Esos seres eran muy altos, debían medir unos tres metros de altura... Raúl tiró la cámara al suelo y huyó despavorido del cementerio. No volvió jamás. Buscó un nuevo trabajo y nunca contó a nadie, durante muchos años, lo sucedido esa noche. Siempre, a partir de entonces, supo que todo lo que él estaba viviendo y contemplando a través de sus ojos, su vida entera, la verían eso seres cuando él falleciese; sabía que en una pantalla lejana, en otro mundo, verían sus recuerdos, sus vivencias, sus amores, sus traiciones, sus sufrimientos, sus miedos y sus alegrías, sus contentos y sus desengaños, también las vergüenzas pasadas. Todos sus secretos, guardados celosamente, se conocerían una vez hubiese muerto. Todo ello sería conocido, con el mayor detalle, en ese desconocido mundo. Todo, completamente todo lo que él hubiese vivido, lo verían esos seres en sus pantallas como un puro espectáculo. Quizá se reirían de su sentimientos o disfrutarían por sus penas. Sentía, al pensarlo, un fuerte temblor, y su cuerpo era recorrido por un largo e intenso estremecimiento; no podía remediarlo, al saber que una vez muerto se contemplaría su vida como un puro divertimento, en un mundo lejano y extraño.

Rafael Muñoz

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