jueves, 4 de febrero de 2010

PERRI, TELÉFONOS, CHIPS Y UNAS CUANTAS COSAS MÁS...

Acababa de llegar a casa, cuando sonó el timbre del comunicador.

--¿Dígame?
--Le habla la Compañía de Transmisiones (en adelante, “La Compañía”) Estamos actualizando los aparatos de su sector. Le rogamos encarecidamente que tan pronto haya terminado Vd. de oír este mensaje, cuelgue el receptor, se separe del aparato y no vuelva a tocarlo hasta que se haya efectuado el cambio. Cualquier problema que ocurra, si no sigue las instrucciones, será en exclusiva bajo su responsabilidad. La actualización durará aproximadamente un par de minutos. Si posee animales domésticos, o de compañía, tenga cuidado con ellos para que tampoco se acerquen al comunicador ni lo toquen mientras dure el proceso.

Quise preguntar, pero al instante me di cuenta de que no había opción para ello, era un mensaje grabado, como lo había sido en todas las actualizaciones anteriores.

Colgué el terminal y coloqué debajo la pequeña bandeja protectora. La función de la bandeja, entregada por la Compañía al adquirir por primera vez el comunicador era salvaguardar, durante las actualizaciones, lo que se encontrase debajo del aparato. En este caso, mi apreciada mesa rinconera fabricada en transcetatovilo, modelo que ya no estaba a la venta por haberse quedado el Gobierno con la patente del invento y haber prohibido su fabricación comercial. El transcetatovilo era un material único, descubierto o inventado a principios de siglo y cuya cualidad principal, y verdaderamente espectacular, era la de ser completamente transparente y prácticamente indestructible, aunque tenía, al parecer, ventajas aún mayores. Por esas ventajas y otros motivos, de momento ocultos, se había quedado el Gobierno con su exclusividad. Su transparencia no era como la del cristal, iba mucho más allá, la transparencia del transcetatatovilo era tan absoluta que, cualquier objeto que se colocase encima de ese material, daba la impresión de que se mantuviese en el aire por sí solo, como si flotase sin nada que lo sujetase o mantuviese, de ahí el nombre con el que lo bautizaron. Mi mesa rinconera podía verse, aunque es un decir, pues sería mejor utilizar la expresión intuir, o incluso “adivinarse”, por los pies de metal que la adornaban, y cuya función era la de evitar que, a pesar de haberla colocado en un rincón, se pudiera inadvertidamente, en algún despiste comprensible y no previsto, tropezarse con ella. El tapete, que más tarde compré y que coloqué en la superficie de la mesa para adornarla, fue porque me causaba inquietud la impresión de que el comunicador reposase en el aire sin, al parecer, nada que lo mantuviese ahí, aunque supiese que debajo existía una superficie sólida y prácticamente indestructible. La bandeja protectora, accesorio imprescindible, no dejaría que el tapete se dañase durante el transcurso de la actualización. Me aparté como me habían indicado y busqué con la mirada a mi mascota Perri.

¡Perri!, ¿dónde estás?, llamé al no verlo en el salón. Esperaba que apareciese trotando, pero sólo recibí un lejano gruñido que creí localizar en la cocina. Cuando le busqué allí, vi que Perri estaba comiendo sus croquetas revitalizadoras, y cuando mi perro se recargaba no atendía a nada que no fuera tragar, una tras otra, las pequeñas baterías que le mantenían activo durante veinticuatro horas. Cerré la puerta de la cocina por precaución, para que a Perri no se le ocurriese salir en ese momento y se acercase al aparato.

Perri era una buena mascota, me había costado bastante dinero pero no me arrepentía, eso hacía que yo lo valorase en su justa medida, además de que me hacía mucha compañía y le había tomado cariño. Cuando lo compré, me dijeron que su duración sería mayor que la del perro que tuve anteriormente. Hacía ya dos años desde que salí de la tienda con él en brazos, y siempre, desde entonces, me había satisfecho su adquisición. Perri es cariñoso, fiel y muy divertido.

Tan pronto hube cerrado la puerta, comencé a oír en ella unos golpes: era lo único que no admitía mi perro, sentirse encerrado. ¡Quieto, Perri! le grité; esa orden era una de las 24 órdenes que me habían asegurado que este tipo de mascotas obedecen cuando ya se han acostumbrado a la voz de su amo, "aunque no siempre, no en todas las ocasiones", me había dicho la vendedora con gesto cómplice, mientras sonreía al decírmelo. Esta vez, pensé, debía ser una de esas ocasiones. Repetí mi orden y esperé unos segundos, pero Perri siguió golpeando sin hacerme caso. Como advertí que los golpes eran suaves y no dañarían la puerta, ni tampoco Perri podría hacerse daño a si mismo ya que su estructura estaba fabricada con materiales garantizados, no hice caso de su enfado y fui de nuevo al salón para no perderme la actualización. Lo hice a tiempo de poder ver el proceso y vi cómo mi aparato telefónico se convertía en algo parecido a una pequeña esfera incandescente y, tan luminosa, que tuve que taparme los ojos con las manos para no ser deslumbrado. En pocos instantes, el comunicador se transformó en un nuevo aparato reluciente y muy atractivo, con una pantalla moderna de un aparente y agradable color rosado. Menos mal, me dije, pues ya estaba cansado de aquel mamotreto de estética poco atrayente y que, además, nunca llegó a transmitir imágenes nítidas. Una luz roja parpadeaba ahora en el nuevo teléfono acompañado de un sonido agudo, penetrante y molesto que me hirió los oídos. Me acerqué, levanté el pequeño aparato, mucho más pequeño ahora que el anterior, maravillándome de su liviano peso, y saqué de debajo la bandeja protectora, guardándola en un estante cercano. La bandeja protectora era necesaria para las continuas actualizaciones y debía tenerla a mano. Levanté el auricular y una voz con timbre metálico, parecida a la que me había hablado antes, me dijo: su teléfono ya está actualizado; ahora, haga el favor de colgar y lea las instrucciones que encontrará en la base. Y eso hice, colgué y miré debajo, en la base, y vi un pequeño letrero luminoso con letras fluorescentes. Leí: “su número ha sido cambiado por exigencias del nuevo servicio”

Conocer que me habían cambiado otra vez el número me fastidió bastante, tendría que hacer tarjetas de visita nuevas... pero continué leyendo: para activar su número debe activar primero el programa. Si desconoce cómo efectuarlo, póngase en contacto con La Compañía; deberá hacerlo a través de su propio terminal, pero recuerde que para que podamos atenderle deberá indicarnos su nuevo número. Me quedé perplejo y leí varias veces las instrucciones sin llegar a entenderlas. Lo cierto es que el día en la planta de reciclaje había sido muy duro y me encontraba algo cansado. Resignado por el momento a no poder comunicarme con nadie, me acomodé en mi sillón antigravitatorio dispuesto a ver un rato de telegital, mientras meditaba cómo poder seguir las indicaciones de la Compañía, aparentemente tan contradictorias. Pulsé el mando que accionaba a distancia las persianas, y cuando una suave penumbra comenzó a invadir la habitación recordé a Perri.

Advertí que Perri continuaba dando golpes en la puerta de la cocina. Me incorporé y fui a abrirle. El contento de Perri se hizo evidente cuando de su garganta salieron unos ligeros ladridos, mezclados con el especial y agradable ronroneo propio del avanzado modelo que Perri era, ronroneo con el que conseguía transmitir una sensación placentera a quien lo escuchase. Contento por no continuar encerrado, Perri me acompañó haciendo piruetas y moviendo el rabo sin cesar hasta mi sillón, en el que me aposenté de nuevo después de activar el botón en el programa número 3, el de ligera antigravedad, con el que me sentía sumamente cómodo. Perri se echó a mis pies.

En la telegital estaban echando una muy vieja película de gángsters y detectives. Centré mi vista en una de las pantallas que me resultaba más cómoda desde la postura que había adoptado en mi sillón ergonómico. Anulé los demás monitores y subí el sonido de la tele, porque el pitido que emitía el teléfono era persistente y molesto y no había encontrado el modo de pararlo.

No me gustó la película, pensé que era un absurdo ver en qué forma debían desenvolverse los detectives para atrapar a los "malos". Esas películas tan antiguas no deberían reponerlas, aunque admito que siempre hay a quién le gustan, pero es inconcebible que alguien pueda sumergir en ellas la atención cuando no tienen nada de realidad actual, no son más que ingenuas reliquias del pasado. Yo prefiero las actuales, más complicadas pero reales o, al menos, más plausibles. Me entusiasman las pelis en las que el protagonista logra eludir los sofisticados sistemas de vigilancia, así como todos los controles de las miles de cámaras que filman continuamente nuestra vida entera en el planeta y ver, con verdadero deleite, cómo consiguen "escapar" del control personal, este control al que todas las personas nos vemos sometidos por los chips que nos implantan desde nuestro nacimiento; eso sí es emocionante, y cuando uno ve esas películas se sienten verdaderas ganas de emular al héroe y, como él, buscar al increíble científico capaz de desactivarnos los implantes sin peligro para nuestra vida y conseguir al fin la libertad. Pero... ¿libertad? ¿dejar de pertenecer al engranaje? ¿Y qué podríamos hacer, entonces? ¿Cómo podríamos vivir?. Es una utopía pero es mi sueño, el sueño de todos, un sueño inalcanzable, lo sé, un imposible. En eso envidiaba yo a la gente que había vivido en siglos anteriores, sin apenas tecnología, sin estos avances que ahora poseemos pero que nos atenazan y nos hace ser para siempre prisioneros del "sistema" imperante.

El aburrimiento me domina y no dejo de estar preocupado por el problema de no tener teléfono. Decido ir a echarme un rato en la cama y me levanto del sillón, accionando al mismo tiempo el mando de los multimonitores, cuyas pantallas se extienden por toda la casa, para no perderme ninguna escena que pudiera ser interesante mientras camino hacia el dormitorio. A pesar de que contemplar la proyección de esta película no me termine de gustar, me fascina ver el pequeño cilindro blanco que el protagonista lleva colgado de la boca, encendido con una lumbre en un extremo, expeliendo sin cesar un humo ligeramente azulado, y extraño, en pequeñas nubecillas, y que se diluyen apenas en contacto con el aire; cigarrillos, los llamaban. Y el actor, un tal Bogart, alguien famoso , al parecer, y cuya fama se había acrecentado a pesar de los años transcurridos. Camino de mi habitación sigo viendo en las pantallas la vieja película. Me echo en mi cama, rellena en su interior con la última moda de gas inerte y me siento muy cómodo y relajado. Centro de nuevo la imagen en uno de los monitores, apagando los demás, y al rato noto una grata laxitud. Antes de dormirme, apago también la pantalla que estoy viendo y me instalo en la muñeca el cerebrocontrol de imágenes para seguir recibiéndolas, ahora con los ojos cerrados. Pronto las imágenes se desvanecen, igual que mis pensamientos, y me siento inmerso en un apacible sueño mientras mi cerebro capta el final de la película que, más tarde, cuando despierte, podré recordar.

He debido estar dormido unos cuarenta minutos, todo un récord. Normalmente no logro dormir más de veinte minutos seguidos, pero la telegital y el ronroneo de Perri hacen milagros. Desconecto el cerebrocontrol pero me siento incapaz de levantarme, sigo cansado. Conecto los monitores y veo que siguen con la misma película; cambio de canal, aburrido, y me sorprende la entrevista que en teledirecto están haciendo a un sujeto, uno de tantos inútiles como existen y que denigran nuestra sociedad. Parece que en una de las actualizaciones de comunicador, igual que la que acababan de hacer al mío, el hombre no siguió las instrucciones y no soltó el aparato. Fundió el teléfono y, lo que es peor, dejó a todo un sector entero de población sin comunicación. Los servicios de vigilancia de las cámaras personales que lo habían grabado todo, como siempre, denunciaron inmediatamente el hecho y rápidamente acudió a su domicilio un equipo aéreo. El equipo de recuperación le curó el brazo... y le apresó. Llegaron a tiempo de recuperarle el brazo, aunque no le salvaron la mano que había perdido. La mano se le había fundido, se deshizo totalmente junto con el teléfono. Escuché lo que el locutor decía en ese momento:

--Ahora se encuentra usted en libertad provisional. Supongo que ya sabe que se expone a que le condenen a una grave pena debido a su incompetencia. Perderá el derecho a seguir viviendo en el mismo domicilio y es posible que, si prospera la acusación particular y la acusación de la Compañía, le envíen a la última zona, la de los indigentes, sin poder disfrutar nunca más de los avances tecnológicos que usted poseía hasta ahora y que ha parecido despreciar.

El hombre trataba de defenderse y explicaba, llorando, que no se dio cuenta de lo que hizo, que sus pensamientos los tenía puestos únicamente en su hija que se encontraba en el hospital, grave, y que no reparó en lo que escuchó cuando le llamaron de La Compañía. -¡Ni siquiera entendí lo que me decían!- gritaba al que le entrevistaba.

--Si, continuaba impasible el locutor, está claro que algo debió de sucederle, y es de lamentar lo que le ocurre, pero un individuo cuenta poco ante la magnitud del perjuicio causado a los demás. Las actualizaciones siempre ofrecen instrucciones muy claras y precisas y usted las desatendió y ocasionó, con su torpeza, la interrupción de las comunicaciones en un sector muy amplio de la Ciudad, lo que produjo graves alteraciones en la vida pública. Por este motivo, el defensor del Pueblo, defendiendo los intereses de la Comunidad ante personas irresponsables como Vd. encabezará la acusación. Y el locutor, finalmente, le despedía con estas palabras: lo tiene mal, amigo. Y terminó el programa, diciendo y dirigiéndose a los espectadores: en nuestra actual civilización, mantener el equilibrio de la “Globalización” es fundamental. El equilibrio Global es tarea y deber de todos los que vivimos sobre la superficie de este planeta, y cualquier acto indebido que alguien cometa, por nimio que sea o que parezca serlo, repercute, perjudica y puede alterar profundamente, si no se atiene estrictamente a las normas establecidas, a toda nuestra forma de vida actual, así como también el futuro de la vida de nuestro Planeta.

Recordé mi teléfono, que seguía sin funcionar. Me levanté de la cama, salí de mi apartamento y llamé al de mi vecino. ¡Le ocurría exactamente lo mismo que a mi!. Los dos visitamos a varios vecinos y a todos ellos les había ocurrido igual, se habían quedado sin poder utilizar el teléfono y sin saber qué podían hacer para solucionarlo. Decidimos convocar prontamente una reunión, no sin habernos peleado antes entre todos, echándonos las culpas unos a otros, lanzándonos mil reproches que nada tenían que ver con el problema que nos ocupaba y casi llegaron, algunos, a las manos. Al final, calmadas las agresividades, decidimos que, unidos la mayoría de vecinos del inmueble, quizá pudiésemos encontrar una solución o el modo de conseguir que La Compañía nos atendiese, pues reclamar individualmente era inútil y lo sabíamos sobradamente.

Regresé a mi apartamento. Perri estaba esperándome junto a la puerta de entrada. Tan pronto la abrí me ronroneó fuertemente, emitiendo pequeños gruñidos de satisfacción por mi regreso, acariciándome las piernas con su cabeza y abanicándome con su rabo, que no cesaba de mover ni un instante. Me di cuenta de que Perri, fuese real o no, era lo único válido en mi existencia, quizás lo más cercano y entrañable que había tenido nunca. Al fin y al cabo, yo mismo había sido construido de forma similar, aunque con un mayor nivel de conciencia. Cuando el hombre dejó de tener descendencia, si no hubiese sido por nosotras, las máquinas, que tomamos su relevo, este mundo ya no existiría. Cuando me agaché para ponerme a la altura de mi mascota, ofreciéndole mi reconocimiento, su lengua me recorrió la cara y yo, entonces, dejé, enternecido, que Perri me lamiera cuanto quisiese, como premio a su cariño e inquebrantable fidelidad.-

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