martes, 2 de febrero de 2010

LA GRAN SACERDOTISA CIRENTTIA

- canto de un trovador anónimo -

Cirenttia era la Gran Sacerdotisa de aquella pequeña e irreal ciudad. Tres veces al año hacía su aparición en el Templo para instruir al pueblo bárbaro. De ese modo les ofrecía sus sabios consejos y sus nuevos descubrimientos.
El pueblo entero adoraba y respetaba a la Sacerdotisa. De vez en cuando, alguien visitaba el Templo y dejaba su mensaje, ya que Cirenttia siempre permanecía oculta en el interior y no era fácil que se dejase ver. Los mensajes solían consistir en solicitar sus consejos. Cirenttia siempre los contestaba. Iban al Templo, dejaban su mensaje y volvían al día siguiente para recoger la respuesta. No eran muchos los que se atrevían a entrar en su templo, por el gran respeto que les inspiraba. Cirenttia era distante y no se mezclaba con el pueblo. Cirenttia era muy distinta al populacho. Pocos eran los que podían decir de qué color eran sus ojos ni de qué color era su cabello. Cuando Cirenttia aparecía ante el pueblo, lo hacía semioculta con un velo que no dejaba ver sus facciones. Aunque alguna vez, movido por alguna desconocida brisa se levantase ligeramente el velo, pareciendo entonces que al fin, el pueblo podría verla y conocer su rostro, Cirenttia, con un rápido movimiento, volvía a colocar con perfección el velo en su sitio, y el pueblo se quedaba suspendido en un ¡Oh ! unánime y prolongado, que salía de todas la gargantas. Eran aquellos, unos momentos de gran emoción para el pueblo entero, porque todos estaban allí cuando Cirenttia hacía una de sus apariciones. En ocasiones, la Sacerdotisa apenas dejaba caer unas pocas frases, que recogían y guardaban con devoción en sus almas, a la espera de una nueva aparición. En otras, Cirenttia aparecía de improviso sin anunciarlo, pero la noticia corría rápidamente y el pueblo entero dejaba sus ocupaciones, y todos iban al Templo para escucharla.
Cirenttia, en el retiro de sus aposentos secretos, meditaba siempre la forma de instruir al pueblo bárbaro. Consultaba secretos libros, y combinaba con destreza los ingredientes que sabía que su pueblo necesitaba para ser feliz. Solo ella poseía ese don, y entregaba todo su ser al ofrecer sus conocimientos. Cuando eso sucedía, su disertación era larga pero precisa, y concretaba todos los puntos importantes. Siempre instruía acerca del amor y del mejor modo de amarse. Sus consejos eran altamente apreciados, especialmente cuando explicaba las mil posturas diferentes que se podían adoptar, para llegar a alcanzar la felicidad en los combates del amor. En su disertación no había emoción ni hacía concesiones a ello. Fríamente exponía punto por punto lo que consideraba necesario que el pueblo conociese, y a ello se atenía. Esas disertaciones, lo mismo podían durar horas como días enteros. No le importaba, ya que sabía que sería escuchada hasta que no tuviese más que decir. Su misión era únicamente esa. Si alguien interrumpía sus palabras o le dirigían algún comentario, lo cual ocurría muy pocas veces, Cirenttia callaba y esperaba pacientemente, hasta que se hiciese de nuevo el silencio. Solo contestaba, si consideraba que algo no había quedado demasiado claro para el pueblo inculto. Cuando finalmente había dicho todo lo que en aquella ocasión deseaba decir, hacía una larga pausa y lentamente, muy lentamente, se retiraba hasta desaparecer.
En el pueblo vivían personajes relevantes e influyentes, pero Cirenttia era más importante que ninguno de ellos. Ella era única y todos estaban muy por debajo de ella, de sus conocimientos y de su sabiduría. La Gran Sacerdotisa Cirenttia, la amada y misteriosa sacerdotisa del Templo del Amor, era querida y respetada por todos como una Diosa..


(LOS GUARDIANES DE CIRENTTIA)

Los fuertes pasos, marcados por las botas de los guardianes del Templo de Cirenttia, resonaban en las empedradas calles de aquella Ciudad irreal, rompiendo el silencio y la quietud de la noche. Buscaban a Anónimo, buscaban al trovador Anónimo, quién había osado poner en canciones el dulce y respetado nombre de la Sacerdotisa. Había sido capaz de hacer una apología de la Diosa, se había atrevido a nombrarla y a cantar en voz alta sus virtudes y su exquisitez. ¡Había cantado en público a Cirenttia ! Sabían que Anónimo no conocía las normas no escritas del pueblo, pero no les importaba. Solo por llevar ese nombre que no era nombre, y por su osadía, le odiaban y querían hacerle redimir sus culpas. Para ello, debería recibir su castigo, y su castigo sería la muerte. Llevaban las espadas en las manos, desafiando al aire, deseando encontrar al poeta para darle muerte de la forma más cruel que ellos pudieran. No eran muchos, aunque en la búsqueda se habían ido añadiendo lugareños, deseosos de ganarse los favores de los guardias, y de ese modo, ganarse también los de Cirenttia.
Todas las ventanas de las casas estaban cerradas, y por las fisuras de los porticones de madera apenas se entreveía alguna que otra tenue luz. Solamente escuchando con atención, podían oírse apagados y quedos murmullos donde el nombre de Cirenttia resonaba con respeto, devoción y miedo. El pueblo tenía devoción a Cirenttia pero también miedo, miedo de perder su estima y sus favores, y miedo de que sus conciudadanos les retirasen su amistad, por el sólo hecho de decir el nombre de la sacerdotisa en voz alta. La sacerdotisa era sagrada y las normas no escritas del pueblo obligaban a no nombrarla nunca, excepto cuando la sacerdotisa se dirigía a ellos desde su templo, o cuando se le solicitaba privadamente por medio de un mensaje algún consejo especial, y al que Cirenttia siempre contestaba.
Los guardianes seguían buscando por todo el Pueblo al trovador y le llamaban a gritos. Aquella tarde, Cirenttia había salido inusualmente a las puertas del templo, sorprendiendo a los que por allí pasaban. Había salido de improviso, majestuosa, cubierta totalmente con los acostumbrados velos y con sus brazos extendidos en un hermoso ademán, tratando de calmar los ánimos de su pueblo, pidiéndoles calma y sensatez. Al poco, ya se había formado una gran y respetuosa expectación y Cirenttia, sin esperar a reunir a todo el pueblo, con voz cálida y serena, se dirigió a todos los que allí estaban:
Querido pueblo mío. Conozco los rumores. Yo misma he podido escuchar las estrofas de Anónimo, he oído sus poemas y sus cantos de amor. No deseaba hablaros de ello porque mi recato y mi modestia me lo impedían, pero los innumerables mensajes que he recibido de apoyo ante tal escarnio, me han animado a dirigirme a vosotros para deciros que, si no soy digna de ser vuestra sacerdotisa, me lo hagáis saber, pues no hay cosa en este mundo que yo desee más, que daros un buen ejemplo y haceros felices con mis enseñanzas. Si es que debo recibir vuestras críticas, hacedlo ahora, pues las críticas también me enseñarán a mí. Aquí estoy, en espera de todo lo que me queráis decir, o de recibir vuestros mensajes, cientos de mensajes si lo deseáis, no me importará. Ha llegado el momento de alabarme o de despreciarme, y no me ocultaré.
Anónimo había conocido a Cirenttia o estado muy cerca de ella, tiempo atrás. La fama de Cirenttia había traspasado todo el Universo, y Anónimo no pudo resistir el deseo de viajar para conocer a la Sacerdotisa, y de dedicarle una canción de amor, aunque en ésa su primera canción, procuró no pronunciar su nombre. Había cantado a las puertas del templo y en aquella ocasión, al terminar su poema, oyó la voz de Cirenttia que sin dejarse ver, desde el interior, le dijo con voz queda, sensual y dulcemente ceceante : Me siento halagada, trovador. Una gran emoción recorrió todo el ser de Anónimo, y satisfecho plenamente, regresó a sus confines. Esta vez había vuelto, porque nunca había podido olvidar ni la voz, ni las palabras de Cirenttia.
Decidió enfrentarse a los guardianes. El, no había hecho otra cosa que ofrecer de nuevo sus canciones, aunque esta vez lo hizo por todo el pueblo, recitando bellos y delicados poemas, dedicados por entero a Cirenttia. Había cantado las virtudes de la adorada Cirenttia, había cantado su nombre sin recato y había reflejado o tratado de reflejar, todo lo que él pensaba y veía en la Gran Sacerdotisa. Un trovador debe cantar lo que siente, sin falsedad en su corazón ni en sus palabras, y su canto era de veneración y de amor.
Se acercó a los guardianes sin miedo. Aquí estoy, les dijo. Los guardianes no le dieron tiempo para explicaciones. ¡Anónimo ! ¿Quién eres tú, para osar hablar en público de nuestra bienamada sacerdotisa ? Demostraremos a Cirenttia y al pueblo, lo mucho que la amamos, dándote el escarmiento que mereces. Y todos, al mismo tiempo, atravesaron cruelmente con sus espadas el pecho de Anónimo. Anónimo calló y cayó. Calló, porque vio lo inútil de su defensa, y cayó al suelo, porque prefirió hacerles creer que habían podido con él, que le habían herido de muerte. No sabían que no se puede matar el corazón de un trovador. Aquel pueblo pequeño e irreal seguiría existiendo siempre, pero el trovador tampoco moriría nunca, y cuando sintiese nostalgia de su amada Cirenttia, volvería desde sus confines, para cantarle sus poemas y sus canciones.

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