jueves, 4 de febrero de 2010

VERÓNICA

Verónica irradiaba una deslumbrante e irreal belleza. La delicada y débil luz de las velas, que yo mantenía románticamente encendidas como únicas luces para alumbrar la sala, le otorgaban a Verónica un aire bello y extraño que me subyugaba. Ante su deseada presencia desperdicié, a mi pesar, algunos segundos del preciado tesoro del tiempo. Desperdicié esos segundos al mirar, como hipnotizado, los pliegues de su indumentaria inmaculadamente blanca; quizá lo hice inconscientemente para poder encontrar, aunque fuese en el ropaje que vestía el cuerpo de mi amada, la respuesta que yo siempre esperaba y que ella, siempre callada, me negaba.
Cuando dejé de mirar los pliegues del ropaje de mi amada y levanté la mirada, vi que mi adorada avanzaba hacia mi como ella acostumbraba a hacerlo, muy despacio, rodeada de ése su halo misterioso, pareciendo no tener prisa alguna en su andar cadencioso, como si fuese dueña del tiempo y la eternidad le perteneciera. Caminaba tan delicada y lentamente que rozaba apenas el suelo, como si flotara, o una invisible esfera la transportase, acercándola hasta mi. Cuando Verónica llegó a mi lado, manteniendo en sus labios ese mohín risueño que yo conocía tan bien, creí poder escuchar su respiración y me llené de ella.
Verónica no me dijo palabra y yo tampoco hablé. Aspiré su fragancia y contemplé su belleza con deleite, con verdadero placer. Admiré su cuerpo, sus cabellos y su hermoso rostro y advertí la intensa mirada de sus bellos ojos fijos en mi. Paseé de nuevo mi mirada por su bonita figura y me llené otra vez el alma con su imagen. Era lo único que yo podía hacer; sabía que si trataba de hacerle una mínima caricia, ella no lo permitiría. Se marcharía de mi lado, desaparecería como había desaparecido cada noche, durante años, y vanos serían mis intentos por demostrarle mi ternura. Yo lo sabía, sabía que eso ocurriría, ¡pero a pesar de saberlo no pude reprimir el deseo, ni limitar la locura de la noche, y extendí mi mano para tocarla...! y entonces, como siempre había ocurrido, y ante mi desesperación, Verónica se desvaneció al instante, esfumándose en el aire.
Durante un tiempo indefinido permanecí con la mano extendida hacia la nada, con mis dedos ansiosos y crispados por no poder dibujar el simple, sencillo y pequeño gesto que yo deseaba: acariciar la delicada piel de su adorable rostro. Encontré la nada en su lugar y un gran vacío ¡el de su presencia amada! Verónica ya no estaba ahí, pues mi gran amor, mi amada del alma, se había ido.
Vagaría yo, buscándola durante el resto de la noche, como lo hago desde hace años, vagando inevitablemente a solas con mi tristeza, aunque sin perder nunca la esperanza de volver a encontrarla.

Durante el día siguiente, un largo día colmado de nostalgias, soñaría despierto, soñaría con ella y rogaría para que Verónica, transportada por los hados, regresase al anochecer, como siempre. Y yo sé que, entonces, irremediablemente, extasiado con la contemplación de su bella imagen, trataré inútilmente, una vez más, de acariciar su rostro y de retener su presencia con mis temblorosas manos.-

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