jueves, 4 de febrero de 2010

YO, EL NO-SER

Envuelto en el manto de la oscuridad nocturna, y embozado bajo mi capa negra, entré en la habitación de la dama que, noches atrás, me había cautivado por su dulce hermosura. Había visto a la mujer a la salida de un espectáculo y la imagen de su bella garganta no se borraba de mis pensamientos. Mi boca estaba reseca, tenía una gran sed y la mujer era muy apetitosa. Había decidido poseerla, hacerla mía como lo han sido todas las bellas mujeres que me han hechizado desde la más remota noche de los tiempos.
Entré por la entreabierta ventana de su apartamento, situado en un doceavo piso. Las alturas no son un obstáculo para mi: pájaro negro de las noches más tenebrosas, me complazco en volar y en visitar dormitorios en busca de las más bellas mujeres, exquisita manera de saciar mi sed de sangre fresca que me sirve como único alimento, el alimento de los no-ser.
Allí estaba ella, en su lecho, desnuda y más hermosa aún que cuando la vi por primera vez. Dormía plácidamente, con una bonita sonrisa en sus labios y apenas cubiertos sus muslos por una ligera sábana. El calor de este verano era intenso y yo sentía arder mi sangre con verdadero furor y pasión. Desde el alféizar de la ventana pude admirar sus senos y su vientre durante largos minutos y, no resistiendo por más tiempo a mis deseos, salté dentro del dormitorio, adquiriendo en ese instante forma humana. Soy apuesto, bien parecido y arrogante, y gracias a mi elegancia y educación exquisita, consigo que las mujeres sientan admiración por mi, pero al entrar de un modo tan poco humano en el dormitorio, podía muy bien asustarla, por lo que avancé despacio, procurando no hacer ruido alguno para que no se despertase de improviso y que mi presencia la turbase. Me acerqué y me arrodillé al lado de su cama. Noté su respiración en mi rostro y admiré de nuevo su belleza. No pude, no quise resistir la tentación y coloqué ansiosamente mis manos bajo sus pechos, los cogí amorosamente, notando su cálido palpitar, y los levanté ligeramente para apreciar su gravedad y la textura de su piel, y con mis pulgares acaricié con suavidad sus pezones, que comenzaron a erguirse y adquirir dureza. Mi adorada comenzó a gemir y a suspirar profundamente. No se había despertado, y mis caricias lograban que sus sueños fueran especiales y muy de su agrado. Yo sabía que, en sus sueños, ella me veía como el príncipe azul que siempre había deseado, y ahora, por fin, me tenía a su lado. Siempre sucedía así, mi mente es poderosa y me introduzco en los sueños de quien deseo. Cuando se despertase no se extrañaría de mi presencia: yo sería, para ella, la continuidad de sus sueños, que sin embargo, para mi, eran una deliciosa certeza.
Continué acariciando, con dulzura y ansia a la vez, sus palpitantes pechos, sin poderlos abarcar en su totalidad con mis manos, y los mantuve sujetos entre mis palmas, admirando sus morenos pezones ahora muy tiesos y duros, suaves y flexibles como el caucho, apetecibles como fresas maduras y los masajeé delicadamente, con mucha suavidad y dulzura. Ella se encontraba echada de lado y continuaba emitiendo pequeños gemidos de placer. Abandoné uno de sus excitantes pechos para acariciarle delicadamente la espalda con la yema de mis dedos; mi mano bajó despacio, recorriendo la suave y cálida piel, y la abandoné gustoso en sus hermosas, abultadas y atrayentes nalgas. Mis dedos palparon con pasión sus prietas y deliciosas carnes y, luego, sin poderme contener, recorrieron lentamente la abertura que separaba sus nalgas y bajaron aún más, hasta que mi tacto encontró, escondido entre sus muslos, el cálido y apetitoso refugio; jugué con su escondida y entreabierta grieta y acaricié su jugoso interior, que exhalaba, como una delicada y fragante flor, un dulce, empalagoso y muy excitante aroma. En ese instante, alcé mi rostro hasta el de ella para besar su cuello y saborear las mieles de su garganta. Mis dientes se hundieron y paladeé su sangre, néctar de vida, néctar de lujuria y de inmenso placer que recorrió mis sentidos y mis entrañas, y que me provocaron grandes estremecimientos y un intenso e incontrolable deseo.
De pronto, me di cuenta de que al lado de la mujer se encontraba alguien más, un hombre que dormía profundamente. Tan absorto había estado yo acariciando a mi amada, que no había advertido su presencia hasta entonces. Separé mis manos de los dulces encantos de los que había estado gozando y me abalancé sobre el durmiente. Mis más fieros instintos se desencadenaron y una rabia infinita me invadió por haber tenido que interrumpir mi banquete.
Odio y desprecio al ser humano aunque éste sea mi alimento; quizá por eso lo desprecio, porque es un ser inferior y no me sirve más que para alimentarme. No le di tiempo a despertarse, le cogí con rudeza por los cabellos, le levanté como si fuese un muñeco de trapo y lo lancé con furia contra la pared. No me detuve y, abalanzándome de nuevo sobre él, con mis uñas desgarré profundamente su garganta, desde el mentón hasta su pecho. Contemplé la gran herida abierta y cómo brotaba y se derramaba su sangre con fuerza, y mojé con delirio mis manos en ella. ¡La sangre es vida!. El hombre, ya despierto, sentado en el suelo y apoyado en la pared contra la que yo le había estrellado, me miraba con unos ojos muy abiertos llenos de asombro y terror, boqueando en busca del aire y de la vida que, entre estertores, se le escapaban sin remedio, y con el cuerpo completamente ensangrentado, mientras mi boca dibujaba una sonrisa de satisfacción. Aún me miraba, cuando, con rapidez, con un fuerte y seco golpe de mi mano, introduje mis largas y afiladas uñas en su pecho y le arranqué el corazón de cuajo. No bebí su sangre. En ese momento, la única sangre que ansiaba era la de mi amada.
El fuerte golpe dado en la pared por el humano, y el ruido que se había producido, había alertado a los vecinos, que golpeaban la puerta del apartamento y gritaban y preguntaban, a grandes voces, qué era lo que ocurría. Mi amada se había incorporado ligeramente y se encontraba medio sentada, en la cama, reposando su espalda en la almohada, mirándome con sus preciosos ojos llenos de sorpresa y sin saber ni comprender lo que estaba sucediendo. Estaba, si cabía, aún más hermosa que antes, y con las manos puestas sobre dos grandes preciosidades, sus bellísimos y rotundos pechos. De buena gana hubiera vuelto con ella, a su lado, pero no me convenía seguir allí. Nadie debe conocer mi existencia, nadie, y quién la conozca deberá morir. Dudé unos instantes, lamentando mi anterior y desatada furia con la que había despertado a la vecindad y por la que ahora debería alejarme de tan apetitosa presa, aunque, pensé, no sería por mucho tiempo. Me dirigí hacia la ventana a grandes pasos, conservando todavía en mi mano el corazón que aún palpitaba y del que colgaban largas arterias desgarradas y sangrantes, y desde allí miré de nuevo a la mujer.
Más tarde, ella no recordaría nada de lo acaecido, ahora estaría para siempre bajo mi influjo y nunca podría explicarse lo sucedido durante esa noche. Dejé la víscera sangrante en el alféizar y me lancé, a través de la ventana, hacia la negra noche que ampararía mi vuelo, el vuelo del no-ser, el vuelo del que ahora era, de nuevo, un alado y pequeño animal surcando los aires en eterna búsqueda de su destino, en eterno rastreo de posibles víctimas que pudieran servirle de alimento.
Antes de lanzarme al vacío, dejé las huellas de mis garras de pájaro sobre la sangre semi coagulada que había ido soltando el corazón que arranqué del pecho del humano. De ese modo, achacarían el ataque y la muerte del hombre, del mortal que yo maté, a un pájaro de rapiña, a un extraño y desconocido pajarraco y sin culpar de ello a la mujer, mujer que me reservaba exclusivamente para mi gozo y placer.
Sobrevolando la ciudad, dirigiéndome a mi oculta guarida, pensé en mi próxima incursión, ya que en ésta no había logrado saciarme como necesitaba. Decidí que aún era temprano para retirarme. Y variando mi rumbo, me dirigí en busca de mortales con los que pudiera saciar mi tremenda sed de sangre...

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