jueves, 4 de febrero de 2010

LA HISTORIA QUE UN TAL ARTURO ME CONTÓ

Conocí a Arturo en uno de mis viajes. La primera vez que le vi me llamó la atención porque estaba curioseando por el pasillo del hotel, escuchando atento tras la puerta de una habitación.
No fue hasta unos meses más tarde que le encontré en un hotel de otra Ciudad. No me acordaba de él en absoluto, pero al encontrarlo escuchando en el pasillo, con una oreja pegada a una puerta, le reconocí y caí al instante en la cuenta de que ése era el mismo individuo al que había visto, meses atrás, merodeando como en esta ocasión. No parecía un ladrón, aunque sus movimientos eran altamente sospechosos y se me ocurrió que quizá podía serlo, es decir, un ladrón de guante blanco, un ladrón de habitaciones de hotel. Tanto es así que regresé a mi habitación y revisé que no se me hubiese olvidado dentro algo de valor.
Cuando por la noche, cenando en el hotel, le vi de nuevo, Arturo, ante mi sorpresa, se acercó a mi mesa. ¿Puedo sentarme? preguntó. Adelante, dije yo. Siéntese. Me llamo Arturo, comenzó diciendo, y sé qué me ha visto dos veces huroneando por los pasillos, una de las veces ha sido esta mañana y otra fue en el Hotel X, hace ya unos meses. Esta mañana yo también le he recordado a Vd. y quiero pedirle disculpas y ofrecerle una explicación.
Quedé sorprendido, pero tenía gran curiosidad por lo que el tal Arturo podría llegar a contarme, así que le dije: adelante, explíquese Vd. si lo
cree necesario. Y Arturo comenzó a hablar:
Espero que lo que voy a contar no le haga verme después con desagrado, es algo que me ocurre desde hace tiempo y que no puedo
evitar, pero le aseguro que cuando haya terminado de contárselo a Vd., le agradará tanto como me agrada mi. Yo hice un gesto displicente que no quería decir nada y que a nada me comprometía, pero estaba ansioso por escucharle. Si algo me aburría de mis viajes eran las noches y tener que estar obligado a cenar solo. Le invité a acompañarme. No gracias, respondió, acababa de terminar de cenar cuando Vd. entró al comedor, pero se lo agradezco, es Vd. muy amable y comprensivo. Yo insistí en invitarle: tómese entonces alguna copa. Aceptó y llamé al camarero. Arturo pidió un Chartrés amarillo. Me chiflan los aromas y los colores, dijo, ya paladeando su Chartrés, y continuó: de hecho, vivo para los aromas.
Yo estaba dando buena cuenta de unas codornices exquisitamente cocinadas; y la salsa, cremosa y de un apetecible color acaramelado, estaba deliciosa.
¡Espero que lo que voy a contarle no le amargue a Vd. la cena! exclamó de pronto Arturo. Le miré enarcando una ceja, lo que suelo hace cuando algo me intriga de verdad, y contesté: ¡espero que no! y aunque ya me estaba arrepintiendo de haberle invitado a mi mesa, el tono misterioso de Arturo me impelió a rogarle que continuase. Está bien, dijo, en ese caso le contaré mi historia:
Mi afición irresistible es ver los deshechos de los demás, aunque dicho así parezca algo execrable. Y no lo es, en absoluto. Y Arturo, en ese momento, me hizo un gesto algo especial , haciéndome entender que su frase era un buen chiste, aunque confieso que yo no vi la gracia por ningún lado y, por tanto, no consideré necesario ser condescendiente y ni siquiera sonreí. Arturo, sin inmutarse por mi falta de complacencia, continuó: es como cuando tomas cerveza por primera vez y no te gusta, y sin embargo, después, si la bebes más veces, te aficionas a esa bebida sin remedio. Esta afición de la que le voy a hablar empezó por los ruidillos que yo oía cuando caminaba por los pasillos de los hoteles. Escuchaba y me preguntaba si sería el grifo echando agua, o el ruido de una meada. Y gracias a mi curiosidad, descubrí lo que ahora es la pasión de mi vida. No hay meadas iguales, puedo asegurárselo, ahora lo sé, ya soy un experto. Las meadas pueden ser cortas o largas, meadas que solo caen por pura gravedad o que son echadas con fuerza. La música es diferente en todas, pues depende de la fuerza de expulsión y del instrumento, así como también en dónde caen. No son las meadas, no obstante, lo que más me agrada, pues no hay nada mejor que una buena cagada, un buen concierto de cagada... pero volvamos a las meadas; las meadas, o muchas de ellas, tienen algo peculiar, especialmente ya al final. Si son de mujer hay silencio, y si son de hombre, suena un cla, cla, cla, que es el sonido que se forma al echar las últimas gotas echadas con generosidad al cielo o a donde vayan a dar. Y el sonido no es precisamente por las gotas, sino por el órgano que las expulsa. Y verá, hablando de sonidos, ahora ya no es usual oírlo, pero no hay nada comparable a escuchar una buena meada echada en un orinal.
Confieso que las codornices se me empezaban a atragantar, pero seguí escuchando.
Mear en un orinal, o mejor será decir: oír la meada en un orinal
-seguía hablando Arturo con pasión, como si estuviera hablando del concierto de una orquesta sinfónica famosa- es algo inigualable, y la pena es que ya se ha perdido esa costumbre tan grata para los oídos.
Por un lado, como le digo, está el mear con o sin fuerza, pero en cualquier caso da igual siempre que se haga con arte y siempre consciente de lo que se está llevando a cabo, pues obligado se está a tener que ahí acertar. Hay varios tonos en una meada así, y aunque la meada sea normal, la música de la caída se mezcla, irremediablemente, de forma sublime. Le explicaré: el primer tono que suena es el sonido brusco de la meada urgente, con prisas, y que empieza a caer con más o menos empuje, pero en una mayoría de casos, de forma incontenible. La masa de orina cae, como una cascada, desde una cierta altura sobre una de las paredes del orinal y suena irresistiblemente cantarina, ofreciendo varias notas inconfundibles y que son las del rebotar de la meada entre las paredes del recipiente. En ese punto, yo me imagino los remolinos preciosos de colores que se van formando. En seguida, el sonido cambia de tono, sin duda por buscar el meador mejor caída o mejor rebote, pues todos sabemos que por mucha práctica que se tenga en mear en un orinal, al principio suele salpicar algo, y ello obliga a buscar la mejor posición para ser más preciso, como el buen tirador que todos deseamos ser. También hace falta algo de arte, además de un buen acierto en ese mear. Una meada en un orinal debe tener arte y precisión, lo cual requiere prestar una gran atención, y como al principio siempre rebota a menos que se sea un experto, los distintos sonidos del rebote se suceden unos a otros como en una bonita composición musical. El colofón de mear en un orinal son los sonidos finales, pues entonces, con el orinal ya algo lleno, estos son distintos. Poco a poco, el sonido disminuye en intensidad, al tiempo que va disminuyendo la propia fuerza de la meada, dando paso a algo parecido al precioso murmullo del agua de una fuente, o al de un arroyo que discurre cristalino y placentero, produciendo sensación de paz. Uno, al escuchar la placidez de la meada, siente esa paz, hermanándose con el que mea. En esos momentos, la tentación de abrazar al meador, de unirse a él en esa paz que sin duda él siente y que te transmite, se hace intensa. Notas el arrullo y te haces cómplice con él como si te estuviera contando algo secreto, por lo bajines. Hay que poner, en esos momentos, eso sí, mucha atención para poder oírlo bien, pues como estará Vd. advirtiendo por mi explicación, es sumamente importante no perderse ni uno solo de esos sonidos. Son pura poesía y relajan de un modo increíble... Y por último, las notas finales, las gotas cuidadosas y espaciadas del final, con su gorgoteo angelical, que a veces no parecen tener nunca fin. Hoy día es difícil poder oír meadas como ésas, ya que la gente apenas usa el orinal. Todo lo bueno se está perdiendo. Naturalmente, seguía diciendo Arturo sin descanso, la meada de una mujer no es igual, no es comparable en absoluto. Ellas son muy comedidas y muy discretas y solo se les puede llegar a escuchar un “pisssss” suave y delicado, y no te llegas ni a enterar de cuándo ha acabado. Un día miré por la cerradura para poder observar una de esas meadas tan insulsas y, ¿sabe lo que vi?. Vd. se sorprenderá, igual que yo me sorprendí, cuando se lo diga. Resulta que la mujer no estaba meando, ¡estaba rezando el rosario!. Desde entonces, paso de las meadas de las mujeres. Debo confesarle que, si viajo tanto, es únicamente por el placer de poder escuchar esos variados y bellos sonidos que produce la naturaleza humana, aunque, inevitablemente, siempre existan decepciones y que a veces no esperas.
Arturo continuaba su historia sin pausas, sin mirarme siquiera, dando por hecho que su relato me cautivaría hasta el punto de que yo no perdería mi atención hacia él, ni hacia lo que me estaba contando, en ningún instante.
Y recorro, continuaba diciendo Arturo, los pasillos del hotel a las mejores horas para poderme solazar, y que suelen ser por la mañana. Con el tiempo he llegado a reunir, a base de escuchar tras las puertas y utilizando el pequeño magnetofón que siempre llevo conmigo, grabaciones únicas. Las tengo catalogadas generalmente por ciudades, pero las especiales las guardo aparte. Alguna vez no he podido resistir el sublime sonido de la cagada de algún individuo que demostraba un arte inigualable, pues si hasta ahora le he hablado de las meadas, y lo he hecho de forma sucinta, espere que oiga todo lo que tengo que contarle sobre el cagar. Ante unos sonidos sumamente atrayentes,

semejantes a una poesía recitada con profundo sentimiento y estudiados tonos de voz, tonos que por salir de donde salen no se suelen utilizar ante ningún público y que por ello, precisamente, son tonos tremendamente sinceros, dados por la naturaleza del ser humano, sin tabúes, quedo extasiado y hasta llego a caer de rodillas para dar las gracias al cielo por hacerme partícipe y dejarme oír tanta belleza y genialidad. Unas veces son declamaciones efectuadas como si fuesen gritos enfurecidos, y otras lo son suplicando o rogando tiernamente, con dulzura, ofreciendo delicadas pausas que enternecen.
Cuando esto último ha ocurrido he llegado a estremecerme, nunca he podido resistirlo, y he deseado entrar para poder contemplar esa obra tan exquisitamente llevada a cabo y también para poder conocer al autor, que en esos momentos, sin duda alguna, era indudable que se encontraría extasiado ante su propia obra . Tengo un truco para eso, aunque no puedo llevarlo a cabo siempre que quiero, sólo en contadas ocasiones. Justo cuando creo adivinar que ha llegado el momento final, golpeó la puerta de la habitación imperiosamente, continuadamente, y cuando oigo que me contestan con voz algo ahogada por ser ése un momento delicado para el que se encuentra en el cuarto de baño, le digo: ¡Señor! Soy un empleado del mantenimiento del hotel. ¡No tire de la cadena! Sobre todo no tire de la cadena o le caerá una desgracia encima. Termine pero sin tirar de la cadena y haga el favor de abrir en seguida. Suelen hacerme caso, asustados. Entonces, yo entro y digo que se ha roto una cañería, que debo comprobar una cosa y que será un momento. Sin importarme el azoramiento del huésped entro decidido al cuarto de baño, saco la Nickon y hago varias fotos para mi colección. Luego, más tarde, coloco las fotos, archivadas, junto a la cinta de sonido. Es primordial despedirme de ese hotel en cuanto he hecho las fotos pues sería engorroso tener que dar explicaciones, pero no me importa si es por el motivo que le digo: haber conseguido una obra de arte.
Al llegar a esta parte de su historia yo ya había apartado las codornices a un lado de la mesa. La salsa que al principio me pareció deliciosa, me daba ahora verdadero asco. Un camarero se acercó, solícito: ¿No le
han agradado las codornices, señor? ¿Desea Vd. que le sirva otra cosa? No, respondí, no deseo nada más. Las codornices están exquisitas, pero me temo que, esta noche, mi poco apetito no es capaz de hacer honor al buen arte del cocinero. ¿Qué podía yo explicar al camarero?.
Tengo una colección maravillosa, guardada en fotos y en sonidos, seguía contando Arturo: ¡pasteles, verdaderos pasteles de todos los tipos y colores!. Y cuando contemplo una de esas fotos y siento añoranza, pongo la cinta y rememoro aquellos momentos sublimes...
Me despedí de Arturo diciéndole que no se preocupara, que todo lo que le ocurría acerca de esa afición suya, era de lo más normal del mundo. Me pareció que Arturo quedó algo desencantado ante esa simple y vaga manifestación mía, como si le hubiese decepcionado el comentario. Estoy seguro de que él esperaba haberme producido una gran admiración por la maravillosa historia que me había contado. Le ha gustado, ¿verdad? decía Arturo mientras yo me alejaba de él lo más deprisa que podía. Y aún le oí añadir, desde lejos, que era la primera vez que se lo contaba a alguien y que tendría mucho gusto en seguir viéndome en otras ocasiones, y que la próxima vez que nos encontrásemos me haría partícipe de más historias como ésa, que esta vez, por las prisas, había omitido muchos detalles sabrosos...
Desde entonces, cuando entro en un hotel, pregunto en recepción si no se encontrará allí alojado por casualidad un tal Arturo X. Nunca le he vuelto a encontrar, pero si le encuentro, estoy preparado para huir rápidamente.-

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