martes, 2 de febrero de 2010

AQUELLA NOCHE EN TEGUCIGALPA

Recogí a la mujer, hambrienta y muda por el tremendo frío que aquella noche de la Navidad pasada hizo en Tegucigalpa, la ciudad de mis antepasados colombinos y a la que me había trasladado para celebrar esa fecha cristiana tan entrañable. No pude hacer más que recogerla, pues para poco más tenía yo después de haber vendido todos mis muebles y mis colecciones de pergaminos con los que, al venderlos, me había costeado el viaje. Pero contaré la historia desde el principio...

Recuerdo su rostro, pálido por la emoción que da el abandono y el hambre. Cuando me agaché sobre ella no sabía que era una mujer, en principio creí que me había encontrado una manta zamorana, una buena manta abandonada en aquel rincón oscuro, y aunque debo decir que me extrañó, dicho sea de paso, pensé que cosas todavía más extrañas podían ocurrir en cualquier sitio y eso me tranquilizó bastante. Cuando me agaché a recoger la manta, una mano férrea cogió mi muñeca, de la cual no me había separado nunca hasta ese momento, me refiero a mi muñeca, y ahí me entraron dudas: o me quedaba permanentemente en esa posición, con mi muñeca atrapada por la manta zamorana, o hacía un esfuerzo para liberarme, cosa poco fácil por la fuerza que la manta ejercía sobre mi muñeca.

Confieso que aquellos momentos me llenaron de zozobra, tan insólita era la situación. Yo, viviendo toda mi vida en Barcelona, de pronto me encontraba en una callejuela de Tegucigalpa atrapado por una manta que no necesitaba en absoluto ni que nunca había necesitado, eso es lo que pensé rápidamente. Lo pensé con esa agilidad mental que me caracteriza y que todos los que me conocen se asombran de que yo no utilice por la modestia natural que suelo imprimir a todos mis actos. Y es que, por ejemplo -para que Vds. conozcan algo de mi vida privada- si veo que alguien me va a dar una bofetada, sea por el motivo que sea, pero que es algo bastante habitual dado que soy muy amigo de... pero bueno, no me extenderé, que esas son otras historias. El caso es que si veo que la bofetada no va a ser muy dura, prefiero recibirla, yo quedo como un rey por haber puesto la otra mejilla y el que me da la bofetada se siente luego, ineludiblemente, muy culpable al ver mi reacción. Al final, acabamos siendo amigos, pues sin duda yo prefiero serlo que recibir una segunda bofetada. Y tengo muchos amigos, hechos de ese modo y en mil parecidas circunstancias. Y es que, naturalmente, cuando ven mi bondad natural, todos me protegen. Pero aquella noche, sintiéndome agarrado por una manta desconocida, situación nueva para mi y que me había dejado algo perplejo, no sabía qué podía hacer. ¿debería poner mi otra muñeca para que la manta me agarrara completamente? ¿qué podía hacerme una manta? ¿se haría luego amiga mía? Y me quedé quieto, esperando a que la situación se resolviese por si sola como sucedía a menudo en la vida.

Después de transcurridas varias horas en las que yo no me había movido, así como tampoco lo había hecho la manta, advertí, con mi misma sagacidad de siempre, que comenzaba a clarear. Entonces, a la luz del alba, me pareció ver entre los pliegues de la manta una bonita carita, un rostro de ángel. Los bellos ojos de aquella dulce carita me miraban implorándome ayuda, no tengo dudas sobre eso, soy muy sagaz para advertir esas cosas. Y dije en voz alta, afirmando y dirigiéndome al mundo en general, aunque no albergaba dudas de que la carita se sentiría aludida: ¡así que no eres una manta sin más, tienes alma!. Y lo dije con verdadera convicción y poniendo un especial énfasis en lo de alma. Y no había terminado de pronunciar estas palabras cuando vi que de aquellos ojos salían unos grandes lagrimones y que yo estimé debían ser, sin duda alguna, de pura emoción por mi facilidad de palabra, lo que me hizo sentirme algo molesto debido a mi natural modestia y, también, algo culpable, debo decirlo, aunque sobre esto último, la verdad es que no llegué a comprender los motivos, pero es que los sentimientos surgen de este modo, espontáneos, sin saber muy bien por qué surgen y sin que podamos evitarlo.

Cuando vi la carita, me dije que, al fin y al cabo, una manta es una manta, eso es lo que reflexioné, Pero me compadecí y a regañadientes me lo llevé todo a cuestas, tampoco puedo evitar ser compasivo, y lo hice confiando en la divina providencia y sin conocer qué podría depararme el destino llevando aquella carga, mezcla de manta zamorana y carita llorosa, echándomela voluntariamente sobre los hombros

Resulta que la carita pertenecía a una joven de una muy buena familia del lugar. Alguien había secuestrado a la niña envolviéndola en la manta, manta que habían sustraído de un estante en el que estaba siempre colocada porque adornaba mucho. Cuando la familia me vio llegar gritaron alborozados, pues la manta era, efectivamente, zamorana, y tenía un gran valor para ellos, que eran muy buena gente, descendientes de españoles, y que durante generaciones la habían guardado con gran cariño. Tengo un ojo increíble para las mantas, no sé de donde me vendrán esos conocimientos. Celebré la Navidad con ellos y disfrutaron mucho con las dos onzas de turrón que les ofrecí cuando les dije que era un turrón típico de España. También se emocionaron al enterarse de que, generosamente, había repartido con ellos mi última pertenencia que, como se puede adivinar fácilmente, era el turrón.

La boquita de la carita que había encontrado entre la manta era muda, muda de verdad y no debido al frío como yo había pensado. Por ese importante motivo, la carita no había podido decir nada cuando la encontré, excepto llorar. La familia me agradeció muchísimo el gesto que yo había tenido, tanto lo agradecían que hasta querían que nos casáramos la carita y yo, para que la llevara conmigo y ser feliz con ella, pero, declinando el ofrecimiento, les hice señas de que yo, desde siempre, había sido un soltero recalcitrante y que prefería seguir siéndolo. No obstante, les hice entender que un pasaje para mi patria no me vendría nada mal. Lo de las señas es que siempre se me pega todo, yo soy así. Aquella familia lo entendió y quizá también pensó que la emoción me embargaba y que me sentía incapaz de hablar en ese momento. Y tenían razón en parte, la emoción me embargaba, efectivamente, pero, además, ¿qué podía decirles si no entendía nada de lo que hablaban?; yo había creído siempre que en Tegucigalpa hablaban castellano... Es posible, sin embargo, que fuese castellano antiguo y, como yo soy tan moderno, no entendí ni papa de lo que decían, pero gracias a las señas, pudimos entendernos a la perfección.

Bueno, ahora estoy de vuelta en mi casa de Barcelona y con la manta zamorana en mi poder, puesto que me la regalaron y yo la acepté con mucho gusto. Nunca olvidaré aquella noche en Tegucigalpa ni tampoco a la carita hambrienta y muda, envuelta en la manta que, ahora, puedo admirar con tranquilidad, pero estoy pensando en lo que me podrán ofrecer por ella si la vendo... y es que, la necesidad obliga.-

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