Cuando me crucé con el cocodrilo y abrió su tremenda bocaza, supe que me iba a comer. Entonces fue cuando le enseñé mis botas. Sé que tengo mala leche, pero a ver qué hubierais hecho vosotros.
El cocodrilo gimió, retrocedió y se quedó mirando, espantado, mis estupendas botas, hechas con la piel de algún pariente suyo. Tuve muy claro que las botas me salvaron de ser engullido.
Ahora llevo siempre pegado a mis botas al cocodrilo, y las abraza y chupetea continuamente. Qué pesadez, me tiene harto ese cocodrilo.
martes, 2 de febrero de 2010
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