El recinto donde se celebraba el congreso estaba lleno de gente hasta los topes. Llevaban mucho rato sentados esperando el comienzo del acto, cuando en la tribuna de oradores apareció un señor. El público lo aplaudió a rabiar, a pesar de no saber nadie quién era ese señor, pero entendiendo que el acto por fin comenzaba y eso era lo que valía. El aparente orador vestía elegantemente, aunque quizá de forma un tanto anticuada. Llamaba la atención que en el bolsillo superior de su chaqueta, como toque coqueto, sobresaliese la punta de un pequeño pañuelo blanco ribeteado con pequeños motivos dorados. Todos los asistentes al acto fijaron su vista, primero en el pañuelo, y a continuación, en el rostro del señor elegante. Los allí presentes no lo sabían, pero el orador tenía un motivo para llevar el pañuelo: disimular lo que portaba en ese pequeño bolsillo y que era, ni más ni menos, que una diminuta cámara digital de fotos.
Al fijar el público su atención en el orador, pudieron ver que su rostro tenía un color más blanco que el blanco de su pañuelo. El orador carraspeó varias veces, denotando la intención de dirigir una perorata al público, pero al parecer no se decidía a hacerlo porque no dejaba de carraspear una y otra vez sin decir palabra alguna. La gente que llenaba la sala se impacientaba, pero guardó silencio en espera de oír lo que ese señor, tan elegantemente vestido y tan pálido, iba a comunicarles. Por fin el orador se decidió a hablar. Dijo: señoras y... Y aquí carraspeó de nuevo e interrumpió sus palabras. Se oyeron varios silbidos y el orador hizo un gesto con la mano, entendiéndose que solicitaba comprensión o paciencia, o vaya usted a saber. Comenzó de nuevo y esta vez ya no volvió a carraspear, soltando entonces, por fin, la frase completa, la frase que todo el mundo allí presente ya había comprendido sobradamente que terminaría diciendo. El orador dijo: señoras y señores. Y guardó silencio. No se oía en la sala ni el sonido del vuelo de un moscardón, entre otras cosas porque no había ningún moscardón aunque sí algunas moscas, y éstas, al parecer, o no volaban en ese momento o lo hacían a la chita callando.
Se oyó, al cabo de 10 segundos de repetitivo silencio, sobresaliendo de entre el público, una fuerte voz que todos pudieron escuchar con una nitidez y perfección absoluta, no obstante no haber utilizado esa voz micrófono alguno. Eso era así porque, más que voz, el hombre que habló tenía un enorme vozarrón con el que atronó la sala, al decir: ¡pero bueno, hombre de Dios! ¡diga usted lo que deba decir de una vez! Fuertes aplausos corearon al que había hablado, al mismo tiempo que una gran mayoría de gente pataleaba fuerte y sonoramente, en el suelo.
El orador se encogió sobre sí mismo pero al instante se sobrepuso, sacó pecho, y casi desafiante, de sopetón, dijo de corrido: El jurado “que aquí no está presente” me ha encargado decirles que este Congreso, creado para decidir cual debe ser la foto del siglo, no se va poder celebrar. Se declara, por tanto, a este congreso, como “desierto”.
La que se armó. Las palabras del orador cayeron entre la gente como, si en lugar de palabras, hubieran sido tres cubos seguidos de agua fría lo que hubiera caído en sus cabezas, desde un balcón, a las tres de la mañana de un día de invierno. El público se alborotó y se oyeron palabras como: ¡pero bueno! ¿ahora nos dicen esto? ¡Serán h... de p...! Se rompieron butacas, se quemaron cortinas y casi derriban la tribuna de oradores.
Un retén de bomberos apareció de repente. Rápidamente comenzó a rociar las cortinas con agua y de paso también a la gente, apagando los incipientes fuegos y ahogando los malos humores. A algunas pocas moscas con mala suerte podía vérselas caídas en el suelo de los pasillos, mojadas y pataleando. Varios de los presentes cercanos aprovecharon para hacer un montón de fotos “macro”. Entre la algarabía, el agua y el humo, alguien gritó:¡seamos sensatos, seamos sensatos! Los ánimos se calmaron un tanto, los bomberos se retiraron a un rincón por si debían intervenir de nuevo, y el mismo vozarrón de antes volvió a interpelar al orador, encogidito éste dentro de la tribuna, apenas viéndosele más que la parte superior de su cabeza: díganos por qué se declara desierto este Congreso –dijo el vozarrón que todos conocían y al que la mayoría de gente había comenzado a admirar en secreto- cuando resulta que este año se han presentado, para ser candidatas a la mejor foto del siglo, una enorme y mayor cantidad de fotografías que nunca.
El orador se incorporó y respondió con timidez: precisamente éste es el motivo. El jurado me ha encargado decirles que es incapaz de revisar tantas fotos como se han presentado. Necesitaría varios años para poder verlas todas y elegir una. Tengan en cuenta que, de repente, el mundo se ha llenado de fotos. Los sótanos de este edificio están repletos y no pueden ni cerrarse las puertas. Correos ha quedado colapsado y amenazan con demandarnos. Ante esta avalancha de fotografías, el jurado ha decidido dimitir para siempre jamás. ¡Dense cuenta! –el orador ya se había animado y gesticulaba, poniendo verdadero énfasis en sus palabras- ¡Cada uno de nosotros –siguió diciendo- posee una cámara digital o un teléfono móvil que hace fotos! Hasta la mayoría de los relojes que ahora se fabrican hacen fotografías a través de su esfera. El mundo se ha vuelto loco de repente y se ha llenado de fotógrafos que hacen millones de fotos diariamente por puro capricho. Hasta los profesionales hacen ahora, con sus réflex digitales, una cantidad increíblemente mayor de fotos que antes no hacían. No se trata de despreciar lo digital, pero señores, esto no había sucedido nunca antes... y ahora sí está ocurriendo El jurado no puede, ni quiere ya, formar parte de esta locura colectiva. Muy erguido, al haberse podido expresar por fin, y una vez dicho todo lo que tenía que decir, el orador bajó dignamente de la tribuna para abandonar la sala del Congreso mundial para la foto del siglo.
Una vez hubo bajado las escaleras, y con gran disimulo, echó mano de su camarita digital e inmortalizó aquel acto, no celebrado, que jamás volvería a repetirse.
jueves, 4 de febrero de 2010
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