¿Diga?
- Hola, Rafa. ¿cómo estás?
- ¡Caramba, Juan, qué sorpresa oírte, hacía tiempo que no nos hablábamos!.
Yo estoy bien, ¿y tú?
- Pues, perfectamente, pero me gustaría poder tener contigo una pequeña
conversación. Y preferiría que fuese en privado.
- Claro, no faltaba más ¿te ocurre algo?
. Si, aunque no sé si es bueno, o es malo.
- ¡Vaya! Adelántame algo, Juan, me preocupas.
- Mira, será mejor que quedemos en la cafetería, y allí te cuento.
- De acuerdo, pero, ¿seguro que estás bien?
- Si, Rafa, estoy bien. Lo único que me ocurre es que me siento perplejo por
una serie de fenómenos que me están sucediendo y los quería comentar
contigo. Hasta que te lo explique seguro que no lo entiendes, pero te
adelantaré algo. Ahora mismo, tú estás hablando por teléfono...
- ¡Claro!- dije, ante la larga pausa que hizo mi amigo y porque me pareció
una perogrullada su afirmación de que yo estuviese hablando por teléfono.
¿Por dónde podía estar yo hablando, si me acababa de llamar él mismo, y
había llamado a mi número?
- Pues yo no- dijo mi amigo
- ¿Qué?- respondí, sin comprenderle.
- Ya te he dicho que no lo entenderías... Lo creas o no, yo no tengo ningún
teléfono en la mano. Hablo contigo, es cierto, pero mis manos no sostienen
ningún teléfono.
- ¿Por dónde entonces? ¿desde dónde me llamas?
- Desde casa, pero para hablar por teléfono ya no necesito utilizar ese
aparato, como tú estás haciendo. No lo comprendes y es lógico, yo tampoco
acabo de entenderlo... del
todo. Por eso te he llamado, para intercambiar contigo mis preocupaciones,
igual que has hecho tú siempre conmigo y porque no sé discernir si lo que me
está ocurriendo es bueno, o todo lo contrario.
- No comprendo absolutamente nada de lo que me estás diciendo, pero dime
cuándo quieres que nos veamos para charlar.
- Ahora mismo, si es que puedes.
- De acuerdo, voy para allí. Hasta ahora, Juan.
- Hasta ahora.
Noté a mi amigo nervioso, excitado, cuando él suele ser una persona de lo
más tranquilo. Siempre era yo el que había pedido su ayuda para todo, y
ahora, después de tantos años de ser mi paño de lágrimas, él me llamaba para
pedir la mía. No me molestaba, al contrario, me agradaba que pudiéramos
tener esa correspondencia, y además, así podría yo compensarle, de alguna
manera, por las innumerables veces que él me había ayudado, pero me
extrañaba que Juan pidiese mi ayuda; algo realmente grave, o insólito, tenía que estarle pasando para que recurriese a mi. No había entendido lo que me acababa de explicar, pero pronto lo aclararía.
Me dirigí, muy intrigado, a la cafetería "Olivers", y tan pronto llegué,
localicé a Juan apoyado en la barra. Ven, me dijo, sentémonos en alguna
mesa. No quiero que nadie más que tú, escuche lo que voy a contar.
Nos sentamos y Juan me sonrió. Me sentí aliviado por eso. Juan estaba de
buen humor y pensé que lo que fuese que le ocurriera, no podía ser una
desdicha. Y se lo dije. Y Juan sonrió aún más ampliamente.
- Así es, Rafa. Sentía la necesidad de contártelo. Lo que me ocurre no es
ninguna desgracia, pero quiero que me des tu opinión, no estuviese yo
equivocado por no saber ver la realidad. Verás... y aquí, mi amigo volvió a
hacer una larga pausa, lo que no era su costumbre.
- No sabes por dónde empezar, ¿verdad? le dije. Y añadí: ya sabes, en estos
casos... y ahora fui yo quién dejó mi frase en suspenso. Juan me miró y,
conociéndome bien, sabiendo lo que yo pensaba y lo que quería darle a
entender, soltó una fuerte carcajada, que hizo que algunos clientes se
fijasen en nosotros, pensando, sin duda, que éramos dos amigos que estábamos
disfrutando, quién sabía por qué motivo. Bien, escucha, comenzó a hablar
Juan, después de recuperar la respiración que casi se le había perdido
después de su larga risa:
- Hace dos meses, quizá tres- -y aquí, su rostro me mostró la preocupación
que estaba viviendo- advertí que estaba escuchando una conversación de mi mujer. Estaba hablando con alguien que yo no conocía, o al menos, su voz no me era familiar. Pensé que, distraído leyendo en mi despacho, no me había dado cuenta de que había llegado alguien a casa. Mi intención no fue la de escuchar, pero la conversación era en voz tan alta y clara, que no pude por menos de enterarme de todo lo que hablaron. No te voy a contar aquella conversación, no tenía importancia y, por otro lado, lo que hablaron es lo de menos. Oí cómo se despedían, y esperando yo que la visita se marchase, no osé salir de mi despacho, pues si mi mujer no me había llamado, significaba que estimó prudente no molestarme. Pero pasaba el rato y nadie se marchaba.
Quedé intrigado, y dejando el libro que ya no estaba leyendo encima de una mesita auxiliar, aunque lo había mantenido hasta ese momento entre mis manos, me dirigí a la sala de estar, en la que se encontraba mi mujer.
Raquel estaba recostada en el sofá, y hojeando una revista. ¿Quién ha venido hace unos momentos? pregunté. Raquel me miró, extrañada, sin comprender mi pregunta, pero al instante reaccionó, entendiéndola al fin, y me contestó que por qué decía eso, si nadie había venido a casa. ¿Nadie? Me extrañé yo, entonces. ¡Pues yo te he oído hablar con alguien, cariño! le dije, no comprendiendo lo que Raquel me contestaba. Pero Raquel insistió en lo que afirmaba, y acabamos discutiendo como solemos acabar haciendo siempre que iniciamos una conversación acerca de cualquier cosa y en la que, indefectiblemente, ni yo la entiendo a ella, ni ella me entiende a mi. Bien, pues al día siguiente me ocurrió lo mismo, quiero decir que, esta vez, yo había oído cómo sonaba el timbre del teléfono y no el de la puerta de
entrada. Digo lo de la puerta de entrada porque si hubiera sido así, sería
lógico que, igual que el día anterior había ocurrido, yo pudiese escuchar la
voz de la persona que hablaba con mi mujer si es que hubiese llegado
alguien, claro, pero no, lo que había sonado era el teléfono, y sin embargo,
pude escuchar claramente, muy claramente, la voz de mi suegra, como si
hubiese venido de visita en lugar de encontrase veraneando a mil quilómetros de distancia. Me levanté, de todos modos, pues era evidente que mi suegra había venido a mi casa. ¿Le habría ocurrido algo, para abandonar su preciado veraneo? Eso es lo que me preguntaba cuando, al entrar en la sala de estar, vi a mi mujer, sola y hablando por teléfono con su madre, a la que yo oía claramente y con perfección, con tanta perfección como si estuviese presente en nuestra sala. Creo que me mareé, siento confesarlo, pero aquello sobrepasó mi entendimiento.
Mientras escuchaba a mi amigo, me preguntaba a mi mismo si lo que éste me contaba podía ser cierto o... es que mi amigo, al que hacía tiempo que no veía, le había sobrepasado el mucho trabajo que siempre acumulaba, y por el que ya no frecuentábamos tan a menudo nuestros encuentros.
Pero Juan seguía hablando y no le interrumpí.
- Y así, me está ocurriendo con todo, Rafa- me decía. - Ya no necesito tener
pegado a la oreja un teléfono para poder hablar y escuchar. Desde aquel día, hablo y escucho por teléfono sin necesidad de ello, como he podido hacer antes contigo.
-Yo estaba perplejo, y no se me ocurrió más que preguntar: Y todo esto, ¿a
qué crees que es debido?
- No es que lo crea, lo sé. Ahora lo sé. Tú conoces mi proverbial despiste.
Pues bien, todo se aclaró cuando, después de otra bronca con mi mujer, ésta me tachó de neurótico y me recordó que yo había contratado los servicios de manos libres para toda la casa. Por la comodidad ¿sabes?- Y al decir esto, mi amigo me guiñó un ojo y soltó un gran risotada, tan grande o más que la que había soltado antes al principio de nuestro encuentro. Y entre risas, me dijo: ¡es que tenía ganas de verte! ¡y hacía tanto tiempo que no charlábamos, que quise gastarte esta broma y que nos tomáramos una copa juntos!.
Y es que mi amigo es así. Quizá no expliqué bien al principio cómo es mi
amigo, pero es un gran guasón y siempre se ríe de todo. Por ese motivo me
extrañaba de que tuviese problemas, y menos, que confiase en mi para
ayudarle.-
jueves, 4 de febrero de 2010
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