Yo conocí al tonto del higo una mañana de verano en la que, varios amigos y yo, fuimos a la montaña de Montjuich.
En aquellos tiempos, ya algo lejanos, la Montaña no estaba tan urbanizada como está ahora; fuera de la carretera principal que la atravesaba, existían grandes pinedas y zonas boscosas. A una de esas zonas la llamaban “Els tres pins” (Los tres pinos) y muy cerca, además de los pinos que daban su nombre al lugar, crecían hermosas higueras. Los domingos y días de fiesta, “Los tres pinos” se llenaban de familias deseosas de campo y de aire sano; escogían un sitio que les agradase y allí se asentaban. Los chiquillos correteaban y disfrutaban jugando entre las grandes rocas que por allí abundaban y los mayores charlaban o jugaban también, pero a las cartas. Y a la hora del mediodía, unas familias destapaban tarteras donde llevaban la comida que habían preparado en su casa o bien asaban chuletas en fogatas que improvisaban y que encendían con ramas secas, y otras, guisaban grandes paellas de arroz que colocaban encima de piedras, a modo de fogones. En ocasiones se formaban grandes broncas, rompiendo la paz y la alegría que solía presidir el lugar. Unas veces, las broncas surgían entre familias distintas por disputarse el espacio que habían escogido, y otras, entre miembros de una misma familia, quién sabe el por qué.
Nosotros, como era época de vacaciones, no necesitábamos esperar un día de fiesta para ir a corretear por Montjuich. Las vacaciones eran largas y tediosas y nos las ingeniábamos para hacer cada día algo distinto y que nos divirtiese. Si se nos ocurría que aquel día “tocaba” ir a Montjuich, pues hacia la Montaña nos encaminábamos decididos, a pesar de que la caminata era larga. Atravesábamos Pueblo Seco, barriada que se encuentra a los pies de la Montaña, y una vez en ésta, buscábamos vericuetos complicados pero que nos facilitaban no tener que dar largos rodeos. Llegábamos a la carretera principal, hasta encontrar la fuente “del caracolillo” y nos internábamos de nuevo por senderos que nos llevaban directamente a la zona de los pinos y de las higueras.
Si todo iba bien, y decir que iba bien significaba no encontrar bandas rivales -pues en ese caso, y sin saber muy bien los motivos, estábamos obligados a disputarnos a pedradas el territorio- nos encaramábamos a las higueras y nos apropiábamos del fruto, todavía algo verde, y que al arrancarlo, desprendía un jugo blanquecino y lechoso por el extremo que se había mantenido, hasta ese momento, unido a la rama del árbol. Los higos estaban duros, que no maduros, pero eran dulces y se comían con placer, aunque si los que comíamos estaban demasiado verdes, nuestros labios se hinchaban y nos escocían debido a ése jugo lechoso, así que una vez arrancados los higos del árbol, y antes de comerlos, precavidamente cortábamos esa parte lechosa del fruto.
Uno de esos días, apareció ante nosotros un chiquillo desgarbado y que nos pedía que le diésemos algunos de los higos que habíamos estado cogiendo. El chiquillo, de unos catorce años, evidentemente mayor que cualquiera de nosotros, que ninguno superábamos la edad de once años, no sabía o no podía hablar pues solo emitía sonidos guturales e incomprensibles, pero nos alargaba su mano en un inconfundible gesto de pedigüeño. Iba mal vestido, con ropas desgastadas y rota por muchos sitios. Sus labios estaban rojos e hinchados, llenos de costras secas y de heridas abiertas y de su boca, parece que perennemente abierta, en la que se le veían unos dientes negros y la mayoría rotos, caía un interminable hilo de baba. La expresión de su rostro era el de un ser anormal, igual que su actitud. Recuerdo que ese chiquillo tan estrafalario llamó mucho mi atención, pues fue el primer tonto que yo veía; nunca antes había estado tan cerca de ninguno. Todo él me inspiraba asco pero también lástima y al contrario que mis compañeros, que trataban de hacerle huir, quise entregarle los higos que yo había cogido y que llevaba en mis manos. El tonto despreció los mejores higos, los más maduros, y cogió los verdes, llevándoselos a su boca y chupeteando todo aquel líquido blanquecino y pegajoso con verdadero placer. Entendí entonces el porqué de las heridas de sus labios. Mientras chupeteaba los higos, su garganta y su boca emitían evidentes sonidos de satisfacción, algo así como ¡Uh.Uh!. Entonces, el tonto, al parecer, quiso agradecer mi gesto, ya que por lo visto era incapaz, por él mismo, de poder coger los higos de los árboles, cosa que nosotros hacíamos fácilmente y trató de abrazarme tiernamente. Le rechacé con suavidad para no herir sus sentimientos y fue cuando, al no dejar que me abrazase, y sin duda persistiendo él en su afán de complacerme o simplemente porque yo le agradaba, siguió con sus intentos, pero entonces advertí que éstos eran claramente obscenos, pues la forma en que intentaba abrazarse a mi no tenía nada de amistad ni de fraternidad. Me separé con asco y me uní a mis amigos que ya se alejaban. Eché una última mirada al tonto y vi que éste me hacía gestos inequívocos, haciéndome entender con aspavientos que no me marchase, que se quedaba muy triste sin mi compañía.
Nunca volví a ver a ese pobre retrasado mental, al tonto del higo.-
jueves, 4 de febrero de 2010
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