Aquellas piernas tan blancas me produjeron un vértigo que nada tenía que ver con lo que yo conocía hasta entonces. La poca luz que entraba por la entreabierta cortina, pues no había ninguna ventana allí, en ese cuartucho mísero de ese barrio pobre de la corta periferia de Melilla, situado en lo alto de un pequeño cerro, alumbraba apenas el cuarto. Sumida en esa oscuridad vi a la mujer. Una mujer de edad más que madura, muy gorda y sucia, con pelos grasientos y despeinados, y fea, tan fea que su rostro me impresionó.
Mi amigo el legionario me había dicho: entra conmigo. Y yo entré con él para acompañarlo. El fuerte tufo a hierbas que flotaba en el interior de la casucha casi logró que se me subieran las náuseas a la garganta. La mujer reía fuertemente mientras nos recibía, contenta por la visita, pero a mi, ni siquiera me miró. Toma, bebe, dijo dirigiéndose a mi amigo, tendiéndole un vaso tan sucio y mugriento como ella misma, conteniendo una bebida que nunca supe qué era. Mi amigo me miró, y lo hizo con un gesto que entendí que significaba algo parecido a: esto es así, funciona así siempre, me aprecia y me lo demuestra.
Luego, la mujer se echó, sin decir nada y sin más preámbulos, en una cama desvencijada que estaba situada en un rincón y que hizo un gran ruido, crujiendo fuertemente al recibir aquel cuerpo tan gordo y enorme, como si exhalara un doloroso gemido por ser tratado de aquella manera. La mujer abrió los brazos elevándolos en el aire, esperando recibir algo, o a alguien, en ellos. Comprendí que esperaba a mi amigo, y mi amigo, mientras yo la miraba a ella, ya había abierto la cremallera de su pantalón y vi cómo avanzaba hacia la cama. Se echó encima de la mujer y yo no quise ver más. Sin embargo, no pude evitar la visión de las piernas levantadas de la mujer, unas piernas tan pálidas y tan blancas entre sus ropas oscuras, que pensé que podían ser las piernas de una muerta. Salí de la casa, apartando con el brazo la cortina que protegía la entrada, tal asco me producía tocar nada con la mano, y al instante, y ahora sí, me apoyé con la mano en la fachada, y sujetándome en ella y agachando mi cabeza, vomité.
Después de media hora larga, cuando ya me preguntaba si no debería entrar a rescatar a mi amigo, salió éste de la casa. Su expresión era de felicidad y satisfacción. Me dijo: Estas cosas son las que echaré de menos cuando me licencie y abandone la Legión. Y añadió, dubitativo: ... quizá me reenganche.
Nos fuimos de allí en silencio, bajando a grandes zancadas el camino de tierra que serpenteaba, pedregoso, en peligrosa bajada hacia el centro de Melilla.-
jueves, 4 de febrero de 2010
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