jueves, 4 de febrero de 2010

UN CUENTO TRISTE

La suave y dulce melodía se infiltraba, audaz por entre las rejas de las ventanas del jardín, atravesaba salones y pasillos y endulzaba mágicamente las horas de la bella pero triste princesa, condenada por su padre, el Rey, a permanecer confinada en sus habitaciones.
¡Ah! exclamaba cada diez minutos la princesita, enajenada de amor; estaba segura de que aquella música que le hacía vibrar y soñar, venía de la flauta de su amado Bertolín, caballero sin par, y motivo de que su padre la mantuviese encerrada. El Rey no deseaba para su hija un caballero sin par, prefería lo clásico y lo que consideraba más normal. Hija mía, le dijo un malhadado día, el Rey a la princesa, hubiese preferido que te hubieses prendado de otro caballero, a éste no lo aguanto. Y cuando la princesa respondió con candor a su padre, el Rey, y le dijo que el caballero del que estaba enamorada tenía la más bella voz que nunca hubiese oído, que su voz era tan suave como el propio flautín del cual el caballero era un virtuoso, y que lo tocaba como los propios Dioses harían, si los Dioses tocasen el flautín, el Rey, su padre, se enojó y tembló de ira. Y temblaron los cortinajes, y también los pajes que, temerosos y escondidos detrás de las gruesas y ricas telas, exquisitamente bordadas, escuchaban atemorizados las maldiciones que soltaba el padre de la joven. Y temblaron las lágrimas de las adornadas lámparas y también las que la princesa, con un profundo dolor en su alma y en su corazón, dejaba deslizar delicadamente por sus mejillas de nácar. Y hasta temblaron los ruiseñores que habitaban en el jardín, enmudeciendo ante el vozarrón del Rey, quien gritando, decía: ¡por eso no lo aguanto! ¡no quiero flautines en mi palacio ni caballeros de voz atiplada!; y aclaró: ¡lo que quiero es un noble rudo y con un buen par, que los tenga muy bien puestos y en el sitio que deben estar! Y terminó diciendo: y de flautines, ¡nada!
La princesa, recluida en sus habitaciones, suspiró profundamente al recordar el tan gran enfado de su padre, el Rey, y apercibiéndose sobresaltada de que habían transcurrido otros diez minutos, ya que el pequeño y bonito reloj de arena acababa de depositar, en su parte inferior, el último dorado grano de todos los que poseía en su interior, se apresuro a exclamar de nuevo, con extremada y sentida pena, no exenta de la delicadeza propia de una gran princesa, lo que indudablemente ella era, ese lamento que le salía del alma y que necesitaba soltar transcurrido ese imprescindible tiempo: ¡aaaaaahhhhh!
Y la princesa, después de explayarse, colocó de nuevo el reloj de arena boca arriba, para que comenzasen a caer de nuevo los segundos y minutos. Pacientemente, pero orgullosa y altiva, la princesa se mantuvo erguida en una bonita pose, en espera de que de nuevo pudiera explayar su alma, y que sería tan pronto como transcurriesen los diez minutos de rigor.

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