Estaba rabiando por ver a mi amada. Habíamos quedado citados en una calle céntrica; yo iría con mi coche y lo aparcaría en la esquina, -o lo mantendría en doble línea, le dije, depende de si encuentro aparcamiento o no-.
A mi amada no la conocía, físicamente quiero decir; llevábamos escribiéndonos casi un año y los dos nos habíamos enamorado perdidamente a pesar de no habernos visto nunca. Éramos almas gemelas y, tan pronto nos dimos cuenta de ello, comenzó a subir nuestro ardor, a decirnos que nos amábamos y a soñar con encontrarnos. También nos prometimos, cuando ese momento llegase, darnos en persona todo el amor que sentíamos. Los días anteriores a nuestro encuentro fueron muy largos; contábamos esos días y esas horas que faltaban, contábamos incluso los minutos: ya solamente quedan dos días, amor, le escribía yo, y ella, igual, impaciente, casi desesperada porque el tiempo, implacable, se iba desgranando a su aire sin tenernos en cuenta a nosotros, que hubiésemos deseado que esos días, esas horas, hubieran sido solamente instantes. Nos hubiera agradado, cuando concertamos el día en que por fin nos encontraríamos, que con sólo cerrar y abrir nuestros ojos, el calendario nos indicase que ese día ya había llegado. Tuvimos que esperar como deben esperar todos los mortales. Y ese día llegó.
Mientras yo esperaba en el coche, imaginaba a mi amada, bella, grácil, femenina, coqueta y de cabellos de oro, rubia como me había dicho ella que era; confiaba en que fuese bella como sus pensamientos y tan ardiente como me prometió y me juró tantas y tantas veces por carta. Nuestra confianza mutua había ascendido hasta límites insospechados: hoy llevo puestas unas braguitas de color salmón, de esas que solo llevan a cada lado una tirita muy estrecha... Pues yo, amor, hoy, en la ducha, he pensado en ti y...
Nuestros deseos habían ido en aumento cada día y, ahora, la espera se me hacía interminable; tan pronto ella llegase reconocería mi coche por la matrícula, entraría en él y nos dirigiríamos a la habitación de un hotelito que yo había concertado tan pronto supimos que podríamos vernos y que tendríamos todo el día para amarnos.
Vi, de pronto, absorto en mis pensamientos, que la puerta del coche se abría sin haber advertido previamente que ella se acercaba. Se asomó una mujer rubia, alta, enorme, con una barriga que parecía un tonel. ¿Luis? preguntó. Y como me llamo Luis, todo el que me conoce lo sabe, me sorprendí, pues a aquella mujer yo no la conocía ni creí en un primer momento que ella fuese mi Laura ni que me conociese de nada, pero un sexto sentido, agudizado por el momento de la espera me hizo preguntar, con la secreta esperanza de que no fuera mi amada: ¿Laura?. Y esa inmensa mujer rubia, esa mujer que casi no cabía por la puerta y que resultó que sí, que era Laura, entró y se sentó a mi lado. Enseguida vino a mi mente la imagen de... esa imagen que yo había visto tantas veces con el pensamiento, la de las braguitas de Laura, aquellas braguitas diminutas con las tiritas estrechas...
- ¡Amor, mi Luis, por fin juntos!
- Si... amor, por... por fin...
- ¿Adónde vamos a ir, amor?
- Pues... yo había pensado... pero no sé si... mira, iremos a dar una vuelta y aparcaremos en alguna calle que no sea tan céntrica y... allí podremos hablar sin que nadie nos moleste.
- ¡Me parece bien, amor!
Puse el coche en marcha y en apenas cinco minutos encontré una calle, al parecer bastante solitaria, y aparqué el coche sin dudar, mientras miraba de reojo a Laura. Aquella mujer... era rubia, si, pero no la había imaginado tan... Sin embargo, era mi Laura, la Laura que tan bien creía conocer, la Laura por la que había suspirado durante tanto tiempo. Ella me propuso pasar al asiento trasero y así lo hicimos. Me abrazó y, en esos momentos, sentí toda la ternura que en los meses pasados había rebosado mi corazón, pero mis brazos apenas podían abarcar nada de ella y, tras varios intentos vanos, desistí. Quiso besarme y yo pensé que se lo debía, que no podía negarme a esa muestra de cariño, pero entonces me fijé en sus dientes y me sentí incapaz de besarla ni de ser besado. Su sonrisa era franca, amplia y generosa, igual de generosa que sus dientes, unas enormes palas picudas que, además, llevaba manchados y con restos de comida. ¡No puedo besarte! argüí, casi tapada mi boca por la de ella y perdido entre los brazos de aquél corpachón que me ahogaba. ¿Qué has desayunado, Laura?, dije, sin ocurrírseme nada más original, para evitar que pudiese besarme. ¡Un bocadillo de chorizo, amor! contestó, ¡un bocadillo que estaba riquísimo!. Claro, pensé astutamente, así que los pringues de sus dientes son del chorizo que se acaba de zampar; y lo pensé como si hubiese descubierto algún secreto que hasta ese momento se mantuviese oculto y, habiéndolo desvelado, mereciese un premio por mi astucia; debería haberme alegrado de eso, pero, algo, me di cuenta, no terminaba de ir bien. Soy muy intuitivo y la intuición me decía que convenía terminar aquella situación cuanto antes.
Bueno, Laura, mira... comencé a decir, pero ella se separó de mi y me observó muy seria, ¡parecía que ya supiese lo que yo iba a decirle! ¡era más intuitiva que yo mismo! Y poniendo rostro enfurruñado, me espetó, furiosa: ¿Qué tratas de decirme, amor, con esta cara tan seria y con este tono que pones en la voz? ¿Y por qué te separas de mi de ese modo? No supe seguir hablando, las palabras se me atragantaban y en mis pensamientos dejaron de existir aquellas braguitas de color salmón, únicamente lograba ver sus dientes repletos de pizcas de chorizo y me quedé mudo de golpe. Laura se echó a llorar. Lloraba entrecortadamente, sollozaba con grandes hipos que hacían que el coche botase y se moviese como si estuviese dando saltos, saltos de compañerismo me parecieron a mi, por la vital y trascendente decisión que acababa yo de tomar, como si, al igual que Laura, el coche hubiese leído mis pensamientos; claro que, si el coche se movía, era por el hipo de Laura, pero a mi me pareció que esos saltos apoyaban mi determinación y que el coche se hacía cómplice de mi angustia del momento, pues por algo era mi coche. Me prometí que cuando le hiciese la próxima revisión, le pondría el mejor aceite del mercado.
Laura seguía llorando, desesperada, y trató de apoyar su cabeza encima de mi pecho, sin duda para llorar más a gusto, pero al retroceder yo impulsivamente hacia atrás, ella halló el vacío y, debido a su impulso, se encontró, y yo también, con su cabeza en mi estómago; en realidad, no precisamente en mi estómago, digamos más bien que colocó su cabeza entre mi estómago y mis piernas, y su mejilla encontró lo que nos diferencia a la mayoría de los hombres de la mayoría de las mujeres, al menos, que yo sepa. Lo notó y restregó ahí su mejilla, mimosa, como una gata en celo. ¡Ah, era eso! la oí decir, y como su rostro y su boca los había situado, ya sin tapujos, entre mis piernas, parecía que su voz saliese de debajo de mi asiento. ¡Esto es lo que querías, amor! seguía diciendo ella con voz amortiguada y que ahora sonaba como si tuviese la boca tapada por una bufanda de lana, pues yo te daré esto que quieres, vida mía, te daré todo y te haré todo lo que te guste, mi amor! Y levantó ligeramente su rostro, mirándome a los ojos, y entonces volví a ver sus dientes. Tenía la boca entreabierta y de nuevo pude ver esas grandes palas que tenía por dientes y acabadas en pico. Me imaginé a mi mismo como un gran bocadillo de chorizo y me entró pánico, me imaginé ser un embutido que, Laura, de un bocado, cercenaría. Y luego... mis restos quedarían sepultados entre sus dientes para siempre. Traté de apartarla dándole un empellón pero era imposible moverla, su gran barriga debía servirla como lastre y no pude moverla ni un milímetro. Ella se rió y me dijo: ¡tienes prisa, eh, amor? enseguida, enseguida, cariño. Y trató de bajarme la cremallera del pantalón; de hecho, lo consiguió. Tenía tanta fuerza que mientras abría con las manos la cremallera logró mantenerme inmóvil con su cabeza, aplastando mi pecho contra el respaldo del asiento. Me tenía prisionero. Como pude, con mi mano izquierda accioné la manilla que abre la puerta del coche y, al abrirse ésta de golpe, rodé hacia la calle dándome un buen trompazo contra el suelo. Me levanté al instante y eché a correr. Corrí hasta perder de vista a Laura, el coche, la calle y hasta el barrio.
Cuando por la noche me atreví a acercarme hasta donde se encontraba mi automóvil aparcado, no había rastro de ella. Ningún rastro, es decir... ninguno excepto los que había dejado en los cristales del coche. Todos los cristales, el de delante, el trasero, los de las ventanillas, estaban repletos de marcas. Por lo visto, se había entretenido, quizá esperando a que yo regresase junto a ella, en ir dejando sus labios marcados en los cristales. Mi coche daba la impresión de ser el de algún obseso que deseaba pregonar su condición a los cuatro vientos; parecía el coche de un perturbado, un coche con los cristales totalmente marcados con besos de color rojo chillón. No tuve más remedio que limpiar, si es que a emborronar se puede llamar limpiar, el cristal delantero para poder o, al menos, intentarlo, ver algo a través del parabrisas.
Después de este encuentro, estuve recibiendo cartas de Laura durante muchos meses. Naturalmente, yo no contesté a ninguna, pero cuando salgo a la calle miro precavidamente en todas direcciones, no vaya a ser que...
jueves, 4 de febrero de 2010
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