Antonino caminaba perdido por aquel enorme y denso bosque, después de haber huido del campamento de gitanos con los que vivió hasta entonces. Deseaba otra clase de vida. No deseaba seguir toda su vida tocando una pandereta, mientras él mismo bailaba a su son para recibir unas monedas. Huía sin conocer su rumbo pero sabía una cosa: que no volvería a vivir con la tribu de gitanos. Los gitanos eran unas excelentes personas y también la única familia que había conocido, pero Antonino necesitaba algo más. Deseaba, anhelaba con todas sus fuerzas, vivir de un modo diferente y no viajar incesantemente, como siempre había hecho desde que tenía uso de razón. Algo faltaba en su vida aunque no supiese qué era. Quizá debió escoger otro momento para marcharse, pues ahora, perdido, no sabía adónde dirigir sus pasos, ni cómo salir de ese inmenso bosque de árboles centenarios, y de una fenomenal altura, en el que se había adentrado inconscientemente.
De pronto, vio ante él lo que no esperaba. Un gran oso, a apenas cuatro metros de distancia, le cerraba el paso. El oso, al ver a Antonino, se levantó sobre sus patas traseras y rugió feroz, manteniéndose en esa postura unos instantes, instantes durante los que hombre y el animal mantuvieron fijas sus miradas. Antonino tembló de pavor. Pensó en huir corriendo, desechando al momento esa idea, ya que el oso podría darle fácilmente alcance. Pensó en subirse a un árbol, pero el oso, a buen seguro, treparía tras él. Si le tiraba piedras quizá le ahuyentaría... y buscó a su alrededor para encontrar algunas que pudiesen servir a sus propósitos, aunque al momento caviló que el oso se irritaría y quizá sería peor. Un oso es terriblemente salvaje en su furia. ¿Cómo podría huir?
Se le ocurrió algo. Quizá distraería al animal sin irritarle. Con mucho cuidado, despacio, y aparentando no tener temor alguno, con una mano cogió su pandereta, que colgaba de su cinturón, y tamborileó sobre ella con los dedos de su otra mano. El oso, imponentemente erguido, expresó en sus ojos una gran curiosidad, e inopinadamente se puso a bailar.
El oso continuaba erguido, y con sus patas traseras comenzó una grotesca danza, al son de los sonidos que Antonio producía con la pandereta. Antonio, sin dejar de tocar, fue alejándose con lentitud, y viendo que el oso continuaba danzando en el mismo lugar, se dispuso a correr con toda su alma. Se había alejado ya unos metros, cuando la curiosidad por saber si el oso seguía tras sus pasos pudo con él y volvió su vista atrás. ¡El oso le había seguido! ¡estaba a su lado! Antonino cesó en su carrera, casi muerto de miedo y sin saber qué hacer, cuando el oso pareció gemirle, implorante. Medio paralizado por el terror, Antonino creyó intuir que el oso deseaba seguir escuchando los sonidos de la pandereta. Volvió a tocarla, y de nuevo, el oso bailó contento.
Ese mismo día, Antonino regresó junto a su familia, y ahora recorre las ciudades tocando la pandereta, con el oso bailando a su lado. Se siente por fin realizado, y los dos, hombre y oso, son felices juntos.
jueves, 4 de febrero de 2010
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