¡Dios mío! —me dije— ¿Es esto un nuevo diluvio universal?
Al levantar mi rostro, y mientras lanzaba la pregunta dirigida al cielo, mi boca se llenó de agua. Me atragantaba y no tuve otro remedio que toser para expulsarla y evitar ahogarme. La lluvia tenía un cierto sabor a limón. La encontré refrescante y algo efervescente, aunque evité tragarla: no terminaba de fiarme de su composición, especialmente de las pequeñas burbujas que estallaban como diminutas pompas en mi boca. Extraño diluvio, pensé, muy propio de estos extraños tiempos. Con inquietud, me dirigí hacia mi cabaña para guarecerme. Tan pronto llegué, y a salvo de la lluvia, saqué presuroso de mi bolsillo el teléfono móvil que aquella misma mañana me habían dejado a prueba. Tenía la intención de alertar a... pero de pronto me di cuenta de la tontería que estaba a punto de hacer, ya que si el diluvio era universal, ¿a quién podría alertar que todavía no hubiera advertido por sí mismo de lo que esta maldita lluvia acabaría haciendo con todos nosotros?
Mientras continuaba con estos pensamientos yo había intentado, maquinalmente, marcar en el móvil las teclas de urgencia, pero como, al parecer, el teléfono estaba tan mojado como mis propias ropas, no logré conectar la llamada. Tiré el móvil con rabia, y al chocar contra el suelo, el teléfono explotó, produciendo algo parecido a un intenso relámpago. Tuve que protegerme los ojos con las manos para evitar ser deslumbrado por la fuerte luz. Al instante, y por entre mis dedos entreabiertos, vi surgir del móvil a una pequeña figura, un fantástico ser que en décimas de segundo creció hasta llegar a adquirir un tamaño enorme e inverosímil y que comenzó a hablarme.
A pesar de experimentar un intenso temor, puse la máxima atención en ver y escuchar. El aparecido era un hombre cuya altura sobrepasaba los tres metros y que se mantenía ligeramente encorvado para evitar que su cabeza tocase el techo de la choza. Vestía simplemente un taparrabos, y lo que de él me llamó más la atención, aparte del hecho de haber salido de mi móvil como el genio del cuento de la lámpara, era su gran estatura, la barbita puntiaguda que adornaba su barbilla, y también la larga coleta que salía desde la nuca de su calva y gran cabeza, una coleta que le llegaba casi hasta la cintura.
Este engendro, o lo que fuese que se me había aparecido, estaba muy, pero que muy furioso, y sus palabras, airadas y potentes, al sonar dentro de mi pequeño hogar, hicieron retemblar la débil estructura de la choza:
—¡Has roto el terminal de pruebas que te entregamos para que lo probases!
¡Era un modelo experimental, y al romperlo nos has hecho un daño
irreparable! ¡Ahora lo pagarás muy caro!
Al escuchar lo que el hombretón me gritaba no pude por menos que protestar y lo hice igual que él, en tono airado y brusco (estaba claro que no me dejaría amilanar por nadie. Protestar es gratis y a veces conviene, aunque en ocasiones eso haga que te partan la cara, pero decidí arriesgarme)
—¡El terminal era para probarlo y lo he probado como me ha dado la gana! —le dije, gritando. —¿La tienda dónde me lo vendieron era tuya? ¿o de tu familia? ¿Pero qué clase de negocio os lleváis entre manos? ¿Qué forma es ésta de tratar a los clientes? Está claro que habéis intentado engañarme, pues ahora me dices que era un modelo experimental, y tú... mientras tanto... ahí dentro, escondido... agazapado y espiándome... ¿qué pretendes, espantajo?
Yo mismo me sorprendí de mi osadía al hablar de ese modo al aparecido gigante, en ese tono tan claramente desafiante. Pero, pónganse en mi lugar... antes loco que sencillo...
— No entiendes nada —contestó el hombretón. —Este terminal era la clave para eliminar tu civilización. Cuando viniste a nuestra tienda a comprar un móvil, y nos dijiste tu domicilio, al momento nos dimos cuenta de que vives en el cuadrante ideal para el experimento, así que nos apresuramos a regalarte el móvil para que no lo rechazaras. Ya has visto la lluvia que comenzó cuando lo conectaste la primera vez, y que ahora, lamentablemente, cesará por haber destrozado el aparato. Has estropeado nuestros planes durante tanto tiempo elaborados y pagarás ahora mismo por esto que has hecho. Nosotros tendremos que postergar el poder adueñarnos de la Tierra, pero tú...
—¡Un momento! —dije yo, parando su verborrea— ¿pero, qué es lo que me estás contando? ¿así que el terminal era una trampa? ¿y quién eres tú para meterte dentro de mi móvil y en mi vida? Mira —dije en forma airada, al igual que él hacía— lo mismo que has visto que he hecho con el móvil, puedo hacer contigo ahora mismo, es decir, destruirte sin miramientos, como sigas molestándome.
Naturalmente, era un gran farol, pero, ante esta situación tan imprevista, no encontré algo mejor que decirle para no demostrar inferioridad ante el fulano del taparrabos y cuya sola presencia era, en verdad, aterradora. Yo no entendía nada de lo que estaba ocurriendo, pero tenía muy claro que debía defenderme de ese tipejo de la forma que fuese y, la verdad, si continué con el farol era porque de momento no disponía de algo mejor.
— JA, JA, JA —se rió el gigante— ¡No puedes destruirme! —dijo con un enorme vozarrón— Soy una visión. JA, JA, JA.
—¡Ah, vamos! Una visión... Vamos a aclararlo —dije yo, intentando
contemporizar— ¿Y crees que una visión puede afectarme de algún modo?
—Naturalmente que te va a afectar —dijo el de la coleta— mis poderes me permiten muchas cosas que desconoces.
Pensé que aquello tomaba un cariz un tanto tenebroso. El del taparrabos decía que tenía poderes y, ¿quién era yo para no creerlo, después de haber visto con mis
propios ojos cómo había surgido ese ser del pequeño aparato? Procuraría no tener que averiguarlo de manera más íntima y personal, y para ello debería salir airoso de esta situación tan embarazosa. Rápidamente, y adoptando hacia él una pose descaradamente despreciativa, hice un gesto XXXy le dije alegremente: ¡Na, de na, amiguito! Y luego, continué diciéndole, fingiendo una despreocupación que en absoluto sentía:
—Tus poderes no pueden nada, ni contra mi, ni contra lo que tú crees que es mi planeta.
—¿Cómo que no puedo nada? —se asombró el gigantón.
El tipo de la espantosa figura se quedó, a la vista estaba, totalmente desconcertado, así que aproveché la oportunidad y continué diciéndole, sin dejar que recuperase su aplomo y en el mismo tono que él utilizaba:
-—Naturalmente que no puedes nada, porque esto que tú ves y que dices que es mi planeta no es más que un holograma, una visión igual que la tuya,
igual que yo mismo lo soy, aunque hay que reconocer que nuestros científicos han conseguido unas similitudes tan aceptables que casi parecen reales y, por tanto, creíbles. Yo vivo en otra Galaxia, muy lejos de aquí, y hemos creado la visión de este planeta simplemente para divertirnos, así que nada puedes hacer contra unas imágenes teletransportadas.
Hice una ligera pausa, fingiendo una autosuficiencia con la que esperé impresionarle y continué hablando, pero ahora en un tono marcadamente irónico:
—¿Pensabais destruir un planeta que no existe? ¿Para ocuparlo después, quizá? Permíteme ahora que sea yo el que se ría. Tu civilización está a mucha distancia de los logros científicos que nosotros hemos alcanzado, más bien diría que estáis haciendo un ridículo enorme, ja, ja, ja.
El gigantón se encogió sobre si mismo hasta quedar a una altura de diez
centímetros escasos. Primero vi cómo se le encogía el taparrabos, y por unos instantes temí ver un extraño estriptis sin llegar a comprender su finalidad, pero eso duró una fracción de segundo, es decir, la fracción de segundo duró lo mismo que mi pensamiento y lo mismo que su estriptis, porque el gigante acabó convirtiéndose en un pequeño hombrecillo. En sus pequeñas facciones podía observarse que estaba muy confuso, sin saber qué decidir ante el giro que yo había dado a la situación con mis palabras. Y, entonces, yo, al verle empequeñecido, y rápido como el rayo, sorprendiendo al hombrecillo antes de que pudiera reaccionar y adquiriese de nuevo su gigantesco tamaño, me abalancé sobre él y le atrapé por la coleta, mientras pensaba: así que eres una imagen con poderes, ¿eh?, si, si... igualito que yo, ja,ja,ja. Y de manera tan rápida como lo había atrapado, y sin perder un instante, introduje al hombrecillo en el horno de la cocina económica alimentada a base de carbón, que yo en invierno mantenía siempre encendida durante el día. Cerré la trampilla a tiempo de ver que el extraño ser intentaba crecer. En realidad comenzó a hacerlo, a volver a su tamaño anterior, pero ese engendro, ahora diminuto, no tuvo oportunidad de lograrlo, ya que las llamas, que yo avivé, lo envolvieron por completo. Vi cómo se retorcía al quemarse y pronto fue convertido en cenizas y humo.
La lluvia había cesado por completo y una gran calma, una quietud extraña
pero tranquilizadora, pareció imperar, tanto dentro como fuera de la cabaña.
Pensativo ante la singular aventura que había vivido, aventura que, estaba
seguro, nadie creería si la contase, decidí que ante las adversidades no
había nada mejor que mantener la serenidad y hacer aflorar la imaginación,
la feliz imaginación que el ser humano suele poseer en dosis elevadas. Nadie
sabría nunca lo sucedido en mi cabaña, pero lo cierto era que el diluvio
había quedado en nada y la humanidad se había salvado, o... al menos, en esta ocasión.
martes, 2 de febrero de 2010
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