Aquel planeta era realmente peculiar. Cuando llegué a bordo de mi pequeña nave, fui recibido de una manera tan espectacular y amable, que me sentí agasajado como si yo fuera un héroe que regresara de haber realizado alguna gran hazaña. Era estupendo ser tratado de ese modo. Todos me sonreían y querían llevarme a vivir a su casa. Nada de hoteles, aquí no existen los hoteles, me decían, usted puede escoger la familia que más le agrade para residir con ella y verá como se encontrará como en su casa. Era inconcebible tanto cariño porque no me conocían de nada. Pero, mejor será que explique todo desde el principio, y lo que ocurrió durante mi estancia en ese planeta, porque no creo que existan muchos mundos que se le parezcan.
Al poco de haber entrado en la atmósfera del planeta, aparecieron unos pequeños aviones que me rodearon y escoltaron, guiándome hacia una gran ciudad, y yo entendí que me obligaban a que aterrizase, lo que hice donde me indicaron, en la pista de un aeropuerto. No sabía que me depararía el destino y temí por mi y por mi nave, pero mis temores eran infundados. En cuanto tomé tierra en el aeropuerto, un equipo de sonrientes mecánicos acudieron para revisar los motores de mi nave y reponer mis provisiones, antes siquiera de que yo pudiera abrir la boca para decir algo. Los mecánicos eran eficientes, y aunque ni una sola vez me dirigieron la palabra, interrumpían su labor de vez en cuando para dirigirme sonrisas y miradas amistosas. Allí me encontraba yo, al pie de mi nave y asombrado por el recibimiento, cuando advertí que por una gran puerta acristalada del edificio de la torre de control, salían unos caballeros en comitiva que se dirigieron directamente hacia donde mi nave y yo habíamos aterrizado. Vestían impecablemente y me sonreían. Todo el mundo sonríe aquí, pensé.
El caballero que iba delante de la comitiva extendió su mano al llegar a mi lado. Soy Richard Tembel, dijo, y es un gran honor recibirle. Soy Mario, respondí, al tiempo que estrechaba la mano que se me tendía. Yo estaba tan confundido, que mientras le decía mi nombre y estrechaba su mano hice un gesto vago hacia mi nave, como indicando que había venido en ella, lo que a todas luces era algo evidente, puesto que precisamente ese era el motivo del recibimiento que me estaban haciendo y, desde luego, muy tonto y simple por mi parte que me refiriese a ello de ese modo. Me di cuenta al momento, pero es que no sabía qué más podía decir. Amistosamente, Richard me rodeó los hombros con su brazo, como si fuéramos unos camaradas de toda la vida, y continuó hablándome:
- ¡Cuánto nos alegramos de que hayas venido!
Richard había apeado cualquier tipo de tratamiento, y era tan afable que me encontré muy a gusto con él, especialmente después de haber viajado tanto tiempo por el espacio y de no tener trato con persona alguna. Me alegré de estar allí y pensé que quizá por fin había encontrado un lugar ideal.
Desde luego, espero que te quedes con nosotros, decía Richard en ese momento, como si hubiera leído mis pensamientos. Sea lo que sea que te haya traído hasta nuestro planeta, siguió diciendo, verás cómo te gustará vivir aquí. Si no te parece mal, te acompañaré a hacer un recorrido por la ciudad. Te gustará, repitió convencido, ya lo verás.
Subimos a su coche, y Richard me dijo: Cada uno de los amigos que has visto deseaba que fueras a vivir con él, a su casa, pero mi rango es superior y ha prevalecido mi voluntad. He preferido que vinieras conmigo porque sé que te agradará conocer a mi familia, pero, por supuesto que, si no estás bien, o no te encuentras a gusto, podrás escoger otra familia, la familia que prefieras.
El paseo en el coche lo hicimos por unas grandes avenidas repletas de gente. Era llamativo que todos los paseantes, hombres, mujeres y niños, sonriesen felices. No paraban un solo instante de sonreír. Caminaban y se saludaban entre ellos como si estuviesen en una gran fiesta en la que se hubiesen encontrado después de no verse durante mucho tiempo. Vestían de forma muy parecida, con trajes de corte impecable, y llevaban perfectamente peinados sus cabellos. Era raro que allí no hubiese la diversidad de gente que se acostumbra a ver en las ciudades de otros planetas, es decir, gente de todas clases, unos serios, otros alegres y con diferentes vestidos o distintos cortes de pelo. En esta ciudad, las gentes parecían clones en el vestir y en sus modales, y eran sonrientes y amables hasta la exageración. Me sentí muy feliz al sentirme rodeado de tanto bienestar. También me llamó la atención que todas las calles estuviesen adornadas con grandes palmeras. Ya me había fijado por el camino, al salir del aeropuerto, que en los campos no existía otro tipo de árboles. Durante kilómetros y kilómetros únicamente vi palmeras, grandes extensiones de terreno repletos de palmeras y ni una sola especie que fuera diferente. No me importaba, naturalmente, pero encontré excesiva esa fijación en tener plantadas tantas palmeras. Y era muy extraño, o, al menos, como he comentado al principio, muy peculiar.
La familia de Richard era encantadora. Mi nuevo y recién estrenado amigo les había advertido por teléfono y en la casa se encontraban, esperándome, su esposa Nora con su bebé en brazos, al que llamaban Nino, junto al hermano de Nora y su mujer, que habían acudido a la casa en cuanto se enteraron de mi próxima llegada al hogar. Nada más verme, me abrazaron efusivamente. Estaban radiantes de felicidad y me lo demostraban.
Durante la cena descubrí más peculiaridades de ese planeta, pero antes tuve que contar parte de mis aventuras y el motivo de ellas. Me escucharon siempre sonrientes, y con tanta atención, que me conmovió encontrarme tan maravillosamente atendido por personas tan agradables y que conseguían que me sintiera tan importante. Antes de servir la mesa, Nora me dijo: espero que te gusten los cocos. Si, dije yo, el coco es uno de mis postres preferidos. Oh, dijo ella con coquetería, aquí los comemos en todos los platos, no sólo de postre. No supe qué decir, y Nora, al darse cuenta de mi extrañeza, tuvo la delicadeza de comentarme: es que los cocos forman parte de nuestra vida, lo son todo para nosotros y estoy segura de que te gustarán; el sabor cambia según se cocine y también su textura. Me lo dijo con una tan encantadora y deliciosa sonrisa, que me sentí atraído por ella. Richard tomó entonces la palabra: verás, Mario, por lo que estoy conociendo de ti, hay muchas cosas que ignoras de nuestra forma de vivir, pero pronto conocerás cómo es nuestro mundo. Te encantará haber llegado hasta aquí. Estoy seguro de que pronto decidirás ir a buscar a tu gente para traerla con nosotros, no creo que exista otra forma de vida, ni otro planeta, mejor que el nuestro. Me explicó, entonces, que todo lo que ellos tenían, y lo único, eran palmeras y sus frutos, es decir, los cocos, bien fuesen para comer o para construir, puesto que los utilizaban para todo, y que incluso el combustible que utilizaban para los automóviles y para los aviones estaba hecho partiendo de una mezcla de ese fruto, por supuesto que después de haberlo descompuesto químicamente y mezclado convenientemente con la fibra de madera de la palmera. Las construcciones y edificios se levantaban con ladrillos fabricados con una pasta que extraían también del coco. Hasta los vestidos estaban hechos con fibra de palmera. Los aviones igual, y los coches, y el cemento, y las herramientas, y los muebles, y las bebidas. Todo, absolutamente todo, estaba fabricado partiendo de los cocos. Y añadió, como colofón, que cualquier cosa que yo pudiera ver, o comer, fuera lo que fuera, provenía de las palmeras y de los cocos. Lo que me contaba Richard era fascinante y me pareció realmente increíble, tanto que fuera eso cierto, como el tener yo que aceptarlo, pero me convenció, sin duda, de que lo que me decía era totalmente la verdad. Yo no dejaba de sorprenderme y de dar vueltas en mi mente a tantos logros conseguidos partiendo de esos árboles y sus frutos, pero ahí no habían acabado mis sorpresas. Debo decir, antes de continuar explicando todo lo que viví esa noche, que hubo un momento de desconcierto en Richard cuando, después de comentarle que yo conocía árboles parecidos desde que era un niño, y que crecían en una gran mayoría de planetas, comencé a explicarle lo que producían las palmeras en los otros planetas, es decir, intenté decirle que el fruto que daban esos árboles no siempre eran cocos. Creí que lo que le decía era un tema muy interesante de conversación, ya que ellos no parecían conocer los dátiles, pero Richard no me preguntó nada y pareció no prestarme demasiada atención; hasta me pareció que le molestaba, que se ponía tenso, y decidí que sería mejor no seguir hablando de ese tema. Me extrañó, no obstante, que dándome Richard tantas explicaciones acerca de los cocos, no le gustara escuchar lo que yo intentaba explicar acerca de ello. No terminé, por tanto, de aclararle a qué otros frutos me refería, ya que mis explicaciones no parecían interesarle. Cambié de conversación, y cuando entré en detalles al relatarles los sucesos ocurridos en la Tierra y el motivo de mi éxodo, y les contaba cómo era la vida en los planetas que había recorrido en mis viajes, pude advertir que la sonrisa se les helaba en los rostros. No pude dejar de advertir esos cambios de humor, y pensando que realmente eran una gente extraña, pregunté si algo de lo que les estaba contando les había molestado. Richard me contestó: Mario... lo que nos cuentas es muy interesante, pero no terminamos de comprenderlo. ¿Qué es lo que no entendéis? dije yo. Pues... contestó de nuevo mi amigo, no sabíamos que la vida en otros mundos fuera tan diferente a la nuestra, y eso nos llena de terrible confusión.
Estábamos ya terminando el segundo plato. El primero había sido una excelente sopa de textura especial y sabor exquisito, y aunque Nora ya me había advertido de que todos los platos eran un cocinado del coco, en realidad no era yo capaz de definirlo de ese modo, pues para nada recordaba al sabor del coco. El segundo plato consistía en unas rodajas que me parecieron eran de merluza, siendo también su sabor muy fino y excelente, aunque de nuevo me aseguraron que era coco y nada más que coco. Eso sí, excelentemente cocinado, naturalmente, dijeron todos a la vez, mirando a Nora, quién había cocinado todos los platos, y luego, se echaron a reír francamente a carcajadas ante mi extrañeza. Después de esos comentarios, y cuando les contaba mis aventuras que escuchaban extasiados, es cuando noté que algo les ocurría. Entonces fue cuando Richard, haciendo un esfuerzo, trató de aclarármelo.
Nuestra vida es muy distinta a lo que tú nos cuentas de otros mundos, dijo Richard muy serio, abandonando otra vez, y por unos instantes, su hasta entonces casi eterna sonrisa, aunque la recuperó en seguida. Nosotros desconocemos lo que es la maldad. No robamos, no hacemos guerras y, por supuesto, no nos matamos unos a otros. Nunca lo hemos hecho y no entendemos su significado. Nos queremos por encima de todo y somos felices, y por este motivo nos verás siempre contentos, es nuestra forma de ser y de vivir y no conocemos otra.
¿No habéis tenido nunca una guerra? balbuceé, atónito. Nunca, me contestó Richard. No sabíamos, me dijo, lo que era una guerra hasta que tú nos has ido explicando su significado. ¿Tampoco existen ladrones en vuestro mundo? acerté a decir, mirándole fijamente a los ojos. No, entre nosotros no existen los ladrones, afirmó Richard, y continuó diciéndome: son unos mundos raros y muy extraños ésos que nos describes, querido Mario. Te aseguro que nos has dejado muy sorprendidos. Richard dejó de hablar porque en ese momento, en el televisor, fabricado, por supuesto, con mezcla de pasta de cocos y fibras de palmera, como todo lo que había en este mundo en el que me encontraba, había salido la imagen de alguien que hablaba de forma muy airada. Nora dijo, exaltada: ¡Ahí esta otra vez Raimond Burton!.
Hasta ese momento, la tele había estado emitiendo un concierto de música que era un regalo para la vista y para los oídos y que nos había acompañado deliciosamente durante la comida. Miré hacia la pantalla. ¿Quién es? pregunté a Nora. Y ella, en silencio, se llevó un dedo a los labios. Entendí que era mejor no hablar para poder oír lo que el tal Raimond Burton estaba diciendo, así que escuché con atención. Me sorprendí ante lo que escuché. El tal Burton estaba diciendo que ya era hora de despertar, de cambiar las costumbres y de que se supiera la verdad, y que la verdad, la única verdad era que los habitantes de este “aparentemente maravilloso mundo” estaban lleno de complejos, puesto que en las almas de los ciudadanos reinaba el terror a pesar de que nadie lo confesara. Decía, también, que era muy posible que, si no lo confesaban, era porque no lo sabían, pero que en el más remoto fondo de sus almas, en el último rincón de sus corazones, mantenían un pasado repleto de temores, y que ese pasado de sus vidas, de su infancia, les había marcado para siempre. ¿Por qué tanta amabilidad? decía Burton casi furioso, ¿por qué siempre esas eternas sonrisas? Él sabía la verdad: eso es miedo, ¡miedo! Miedo desde la infancia, pues desde que nacimos hemos tenido miedo. Miedo a que si hacemos algo que no guste a alguien, se nos arrebate de este mundo al instante y que se nos lleven para destruirnos, ¡para comernos! como nos decían de pequeños para que nos portáramos bien. Y es natural, que debido a la educación recibida, vivamos con temor. Estamos siempre rodeados de lo que nos asustaba de pequeños, y además, dependemos de ello para todo en nuestras vidas. ¿No veis con claridad que vivimos asustados porque nos imbuyeron el miedo en los tuétanos, desde el momento mismo en que nacimos? Eso es lo que le ocurre a nuestro mundo. ¡Despertad! Ya es hora de que arrojemos lejos tanto temor, hermanos, y vivamos con más naturalidad. Abandonemos las caretas, y, sobre todo, pensad en vuestros hijos y no les hagáis lo mismo que a vosotros os hicieron. No introduzcáis el temor en sus corazones, sólo así seremos libres, recordadlo. Echad fuera de vuestros espíritus las caretas de temor, expulsad las falsas sonrisas y sed francos. La amenaza no existe, nunca existió. ¡Pero si resulta que vivimos rodeados de lo que precisamente nos da vida! Eso es lo que nos rodea, una dulce vida. ¡Qué más puedo deciros! ¡Alabemos lo que preside nuestras vidas, no lo temamos y no lo denigremos! Guardó silencio en ese momento, inclinándose ligera y respetuosamente hacia delante y entendí que había terminado su discurso.
La imagen del hombre en la tele desapareció, dando paso de nuevo a la orquesta que antes nos amenizaba la velada. Yo no entendía nada, y Richard me dijo que Burton era un disidente, el único disidente que se conocía en el planeta y que la gente tampoco entendía qué era lo que pretendía. Lo tachaban de loco, y ni él (Richard) ni nadie, lograba comprender sus arengas, pero que las leyes de su planeta eran amables para todos y por eso le permitían hacer y decir lo que le viniera en gana. También me explicó que Burton se había criado solo, en el campo, en una plantación lejana repleta de palmeras y sin nadie que le cuidase. Allí nació y creció. Sus padres murieron en un accidente cuando él apenas tenía un año de edad, y que era incomprensible que hubiera podido sobrevivir él solo en esas condiciones. Burton acostumbraba ahora a salir a menudo por televisión para soltar sus extraños discursos. Siempre decía que amaba la vida pero, al parecer, se había empeñado amargarla a los demás, sin que nadie lograse comprenderle.
Cuando más tarde, antes de acostarme, entré a despedirme de Nora, la hallé donde su marido, Richard, me dijo que se encontraría: en la habitación del bebé. Al ir a entrar en la habitación quise decir algo parecido a ¡hola! ¿se puede? pero cuando oí a Nora hablar a su niñito, intentando que éste se durmiese, me quedé en la puerta escuchando y sin atreverme a entrar. Nora acunaba al bebé y le decía en voz baja y acariciadora: duerme mi niño, o vendrá el coco y se te llevará. Nora advirtió entonces mi presencia y se volvió hacia mi. Yo ya me había dado cuenta de que Nora era una mujer excepcional y muy inteligente. Ella me miró y dijo: hola Mario, adelante. Vi en su rostro algo especial, algo que hasta este momento no había visto. Tenía el rostro transfigurado y me produjo la impresión de que, aunque parecía mirarme, en realidad no me veía. Me pareció que contemplaba un infinito que solo ella conocía, pero siguió hablándome a mi: se habrá dado usted cuenta, Mario, que el único que se atreve en este mundo a decir la verdad es el doctor Burton, aunque nadie lo quiera reconocer. Admiro al doctor Burton, siguió diciéndome sin darme tiempo a responder, creo que todos le admiramos, y por este motivo dejamos que siempre nos fustigue con sus palabras a pesar de que aparentemos simplemente soportarlo. Se habrá dado cuenta de que es la única persona que no siente la necesidad de sonreír constantemente, ni tampoco siente la de ser amable con nadie, no como nosotros, que lo hacemos constantemente porque lo necesitamos. Nosotros llevamos en nuestro interior un temor desconocido que nos impele a ser como somos y a procurar no molestar ni herir jamás a un semejante. Es como si una voz interior nos dijese a cada instante: cuidado, no seas egoísta, todo pertenece a todos, debes sonreír, debes ser exquisitamente amable en todo momento con lo que te rodea, para que tu mundo no se enoje y te engulla furioso. Siempre me he preguntado cómo podría engullirme mi mundo. Sé que todos nosotros nos hacemos esta misma pregunta pero nunca nos atrevemos a hablar de ello... excepto el doctor Burton, quién parece no temer a nada. Deseo poder comprenderle totalmente algún día, para quitarme este peso que desconozco pero que lo noto muy dentro de mi. Siempre que puedo, escucho atentamente al doctor para seguir sus consejos e intentar que mi hijo crezca con más libertad que la que el resto de nosotros poseemos.
Nora hablaba con fervor, mientras yo escuchaba con verdadera atención. Parecía que quizá, y por fin, podría conocer algunos de los misterios de esta gente tan extraña y que tanto me intrigaban.
Burton, seguía diciendo Nora, pudo librarse de miedos y de complejos al haberse criado sin familia alguna que lo cuidase, así lo afirma él mismo aunque suenen raras sus palabras, pero parece saber de qué habla. Nosotros tendremos que vivir con nuestros temores, pero así fue siempre y así seguirá siéndolo ¿cómo poder cambiarlo?. El doctor Burton tiene razón, estamos influenciados y vivimos sobrecogidos desde pequeños por todo lo que nos rodea, por todo lo que preside sin remedio nuestras vidas, aunque no podamos comprender el motivo. Usted ha podido comprobar que todo lo que tenemos y fabricamos proviene de un mismo fruto. Siempre lo he encontrado natural porque el coco es algo muy natural para nosotros, y es natural que dependamos de nuestras palmeras para mantener nuestra prosperidad, pero al conocer por usted que existen otros mundos en los que la vida no es igual a la nuestra, y que en esos mundos existen infinitas variedades de frutos, así como de materiales y de productos, he quedado realmente asombrada. Nunca hubiera podido imaginarlo. Estoy segura, Mario, de que usted también se habrá sorprendido por nuestra forma de ser, generosa y abierta, de entrega total, pues no hace mucho, y al contarnos cosas sobre los muchos mundos que ha conocido, nos ha dicho que ninguno es parecido al nuestro, y ello me ha hecho pensar. Verá, desde este mediodía intento encontrar una ligazón con los discursos del doctor y con lo que usted nos ha contado. Alguna relación hay en todo ello, estoy segura, a pesar de que todavía no lo he logrado averiguar. Creo que estoy descubriéndolo, pero algo se me escapa. Me he dado cuenta, aún habiéndolo sabido siempre, de que el coco, que está perennemente presente en nuestras vidas debe ser la clave. Vivir siempre rodeados de cocos hace que no podamos olvidarlos nunca. ¡Cocos por todas partes, y dependiendo para todo de los cocos! Sin embargo, usted por sí mismo ha podido comprobar que el coco es, precisamente, lo que nos alimenta y consigue que nuestra civilización sea tan maravillosa, por lo que al coco se lo debemos todo, y estas reflexiones, Mario, me tiene confundida. Sé que el doctor Burton tiene razón, que nuestra vida es un constante temor, pero francamente debo decirle que desconocemos el motivo que lo causa ¿Y sabe otra cosa? creo que en realidad todos somos conscientes de ese temor que llevamos dentro, aunque nunca podremos reconocerlo; preferimos ignorarlo, porque ¿qué podríamos hacer? El coco lo es todo aquí...
Cuando Nora terminó de decirme esas palabras miró a su pequeño y una amplia sonrisa iluminó su cara. Pareció entonces ignorarme, olvidando mi presencia y centrando todo su interés en el bebé. En ese momento la vi distinta, pues su sonrisa era como la sonrisa de un ser sin alma propia. Al retirarme de la habitación, oí de nuevo la letanía que le había oído recitar antes, cuando entré en su cuarto:
No llores, mi niño, o el coco se te llevará y te comerá....
Rafael Muñoz
sábado, 6 de septiembre de 2008
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