Doustrod había sido condenado a no vivir su vida. Con una gran tristeza reflejada en su rostro se levantó de su litera para inspeccionar el recinto. No tuvo que hacer apenas esfuerzo, debido a la inexistente gravedad de la pequeña burbuja interdimensional y a la pequeñez de la estancia. Durante unas décimas de segundo se desplazó por ella hasta llegar a la escotilla, a través de la cual podía mirar el transcurrir de su vida paralela y observar a Doustrot ll, su doble, creado por el Consejo cuando a él le condenaron en rebeldía por no cumplir con las leyes, ya que el Consejo estimaba que se debía condenar al autor de la fechoría pero no a la familia del malhechor.
Doustrod no estaba de acuerdo en el modo de actuar de su sosias, pero desde el interior de su burbuja nada podía hacer más que observarle. Este era el castigo del Consejo: retirar al culpable de la vida social, recluirle en un módulo sin gravedad situado en una dimensión paralela, la llamada “dimensión carcelaria” y colocar en el lugar de su existencia terrenal un doble exacto, un doble idéntico al condenado, un doble que trabajaría y viviría como el original sin que la familia del condenado pudiese advertir el cambio y que, por descontado, se atendría a la obediencia de las leyes.
La burbuja flotaría, durante todo el tiempo de la condena, alrededor de Doustrod ll, el doble, sin que pudiera ser vista, ya que la burbuja carcelaria orbitaba en un mundo paralelo, mundo al que el Consejo denominaba “la dimensión carcelaria”. Desde la escotilla acristalada, el verdadero Doustrod podría seguir, paso a paso y en todo momento, la vida que su doble llevaba sin que nadie pudiera verle a él; eso era una parte esencial del castigo, y Doustrod pensó que ese castigo era algo verdaderamente cruel. Ahora, Doustrod miraba y escuchaba cómo su rastrero y sumiso doble asentía, servil y falso, a una orden de su jefe, una orden que él, el verdadero Doustrod, habría rechazado de inmediato. Recordó la noche anterior en la que había contemplado, atónito e indefenso, cómo el doble y su mujer se amaron, y recordó el desespero que sintió al verlo. Su sangre hirvió de rabia pero nada pudo hacer más que mirar, y fue entonces cuando sus ojos se llenaron de lágrimas al darse cuenta de que estaba perdiendo lo mejor de su vida, una vida que él mismo podía estar viviendo pero que ahora se le negaba.
En el interior de la burbuja solamente había una litera con una diminuta mesilla, un grifo por el que en determinadas horas manaban dos escasos litros de agua y un recipiente para las necesidades del recluido. En la mesilla podía comer, aunque de forma incómoda, el escaso e insípido alimento que se le suministraba por una rejilla que se abría tres veces al día, también a horas determinadas. Lo que ocupaba gran parte de la nave era una gran escotilla acristalada, a través de la cual podría contemplar la vida de su doble, escotilla que ocupaba prácticamente la mitad del habitáculo. Él, el verdadero Doustrod, defensor de los derechos humanos y ahora despojado de libertad, despojado de todos sus bienes, despojado de todo, recluido en el espartano interior de esa burbuja situada en la dimensión carcelaria, invisible e inexistente a los ojos de la gente, acompañaría al falso Doustrod, su doble, a lo largo de veinte años. Flotaría a su alrededor y podría contemplar siempre, estuviese su doble donde estuviese, la vida que éste llevaba, y que él mismo podría haber vivido de no haber sido condenado. Podía no verlo, era su prerrogativa, podía perfectamente cerrar los ojos y no mirar. Podía olvidarse de la escotilla y de su doble, ignorar la existencia que ése ser robotizado llevaba y mantenerse echado en la litera sin interesarse por nada, pero, en este mundo tan reducido que era ahora su vida no había otra cosa que pudiese hacer. Esta maldita burbuja era ahora todo su mundo, y lo único que podía hacer era observar cómo, en el exterior de su diminuto mundo, transcurría su propia vida... pero sin vivirla. Mirar a través de la escotilla y ver a su doble le producía una inmensa desolación, pero a pesar de sentir esa enorme desolación, la curiosidad era demasiado fuerte, y, sobre todo, aún era más desolador mirar únicamente el techo de la burbuja y no ver nada durante interminables horas, día tras día.
De nuevo era de noche. Seguramente, su doble y su mujer dormían, porque todo estaba silencioso y oscuro y nada podía ver a través de la escotilla. Se echó en la litera a la espera de un nuevo día, dando vueltas y más vueltas a sus pensamientos.
De pronto, la burbuja pareció estallar. Estaba siendo golpeada brutalmente por mil lugares distintos y comenzó a girar sobre sí misma de manera anormal. Los golpes que recibía la burbuja no cesaban, y Dostroud se levantó con rapidez de la litera, colocándose a la defensiva en medio del habitáculo. Mientras permanecía en ingravidez en el centro de la burbuja, vio cómo todo giraba a su alrededor. La litera, la mesa y la escotilla, unidas a la burbuja, giraban como si todo ello estuviera sucediendo en un increíble y caótico sueño. Aturdido, y en medio de tal caos, nada podía hacer, excepto proteger su cabeza con los brazos, pues pensó que esos pocos muebles, a pesar de estar anclados, acabarían desprendiéndose y cayéndole encima. Se dio cuenta de que, la burbuja, en su dimensión intemporal, estaba recibiendo terribles impactos al ser golpeada por una avalancha de meteoritos. Podía ver muchos de esos pedruscos, algunos incandescentes, y los veía pasar por delante de la cristalera de la escotilla. Al poco, los impactos cesaron y la burbuja fue estabilizándose lentamente.
Dostroud esperó durante largos minutos hasta convencerse de que el peligro había pasado. Conocía esos peligros y, a tenor de los golpes recibidos, intuyó que su burbuja habría quedado malparada. También conocía que, en ocasiones, las burbujas eran desplazadas a distancias tan lejanas por los fuertes impactos recibidos, que los carceleros las dejaban abandonadas a su suerte. En otras ocasiones, las burbujas se abrían como melones maduros, y entonces, el recluso moría en el acto y sin remedio.
Miró a su alrededor sin lograr ver nada en la total oscuridad, pero creyó adivinar que, con tales impactos, la burbuja tendría mil abolladuras. Rezó porque no se agrietase el casco. También rezó para que no se hubiese desplazado demasiado en el espacio y que su burbuja hubiese llegado tan lejos que los carceleros considerasen que no valía la pena su rescate. No sería agradable morir de inanición, sin comida ni bebida.
Se echó de nuevo en la litera pero no se encontró relajado, en absoluto. No podía conciliar el sueño. Se preguntó que, si lograse sobrevivir al castigo, y al término de su condena pudiese regresar a la vida normal, si sería realmente cierto que para entonces su carácter habría cambiado, tal como preconizaban los legisladores. Pensó también en Danila, su mujer, y en si ésta notaría ahora algo diferente en el individuo falsificado que le estaba suplantando, puesto que ella nada sabía de su castigo. Su mujer desconocía lo ocurrido, al ser privados los juicios que se celebraban entre el acusado y el tribunal que lo juzgaba. La sociedad ignoraba lo que ocurría en esos tribunales, y a él, que ocupaba un alto cargo en el Consejo le condenaron a prisión, como si fuera un criminal, cuando quiso dar a conocer al mundo lo que sucedía en esos juicios. No se lo permitieron, y ahora él estaba aquí, confinado en esta dimensión al igual que otros miles de reclusos, dentro de la pequeña y personal cárcel burbuja que siempre consideró que era un castigo inhumano.
Se aterró una vez más cuando en la oscuridad intentó calcular cuántas semanas hay en veinte años, y especialmente al pensar que solamente llevaba recluido en la burbuja una semana. Fue entonces cuándo sintió verdadero terror...
Escrito por Rafael Muñoz, en Barcelona, a 16 de Septiembre de 2005
sábado, 6 de septiembre de 2008
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