Abb Sadoo
La fama de Abb Sadoo había traspasado las fronteras de su País; escribía sus predicciones todas las mañanas, desde hacía años, en la arena de la playa. Era por ello admirado, pues sus conocimientos profundos los brindaba de ese modo al mundo entero. Los visitantes que acudían a verle escribir, vivían esos momentos con emoción, le obsequiaban con la más exquisitas viandas y le hacían ricas ofrendas.
Ya con las primeras luces, Abb Sadoo se dirigía a la playa acompañado de sus tres aprendices, quienes provistos de grandes cajones de madera, cajones a los que habían atado unas cuerdas para poder arrastrarlos, los utilizaban, al llegar a su destino diario, para aplanar los montículos de arena formados en la playa durante la noche por las olas del mar. De ese modo, una vez la arena preparada, finamente alisada, el maestro podía surcar y marcar con el extremo de su bastón las letras que iban formando lo que ese día había decidido escribir.
Abb Sadoo, tan pronto llegaba a la playa, urgía a sus ayudantes para que trabajaran deprisa, deseoso e impaciente por escribir todo lo que había imaginado y pensado mientras soñaba.
Los lugareños, los visitantes forasteros y todos los curiosos que miraban y leían lo que Abb escribía con parsimonia y elegancia, sabían que eran testigos de una gran obra debido a la sabiduría de un gran hombre y contemplaban, reverentemente y en silencio, lo que intuían que quedaría como un legado para la humanidad. El sabio era venerado y admirado por todos desde lejos, sin ser molestado, y podían verle escribir sin descanso durante horas, con sus largos cabellos y su blanca barba expuestos a la intemperie y a la brisa del mar. Las profundas pisadas que Abb dejaba marcadas en la arena al ir escribiendo sus profecías, eran borradas prontamente por sus aprendices para que éste pudiera encontrar un lecho liso en el que plasmar su escritura y Abb podía, de ese modo, despreocuparse de todo lo que no fuera escribir.
Era un verdadero espectáculo ver al viejo sabio escribiendo absorto, en verdadero trance y a sus aprendices, que no dejaban un instante de moverse detrás de él, mosconeando a su alrededor, limpiando y alisando la arena inmediatamente después de haber sido pisada por el maestro. Y mientras, Abb Sadoo, el maestro, escribía largas frases surgidas de su interior, poniendo toda la energía de su alma en ello.
Cuando Abb Sadoo terminaba de escribir, se sentaba a meditar largo rato sin ser molestado por nadie. Luego, cuando por fin se incorporaba y tomaba el camino de vuelta a su casa, sólo entonces, los aprendices, presurosos, tomaban sus palas y recogían la arena escrita. Echaban, con mucho orden y cuidado, medidas paladas de arena dentro de los cajones, cuidando de no guardar más arena de la que estuviese escrita, de estropear ninguna letra antes de recogerla, ni de dejarse alguna palabra escrita sin recoger por culpa de una torpeza. Luego, trasladaban los cajones, repletos de sabiduría, arrastrándolos con la cuerdas hasta la morada de su maestro, y vaciaban allí la arena con el mismo exquisito orden y cuidado que habían puesto al recogerla de la playa. Cuánta sabiduría encierra aquí nuestro benefactor, se decían entre ellos, mirando la apreciada arena y acurrucándose en un rincón, felices por degustar las viandas que aquel día les habían sido deparadas por servir a tan gran sabio, mientras esperaban a que llegase un nuevo amanecer.
Rafael Muñoz – Barcelona, febrero, 2002
sábado, 6 de septiembre de 2008
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