LA HISTORIA DEL MEJOR TIRADOR DE LA GALAXIA
Era, sin duda, el mejor tirador de larga distancia. Durante los muchos años en los que compitió, había logrado ser el mejor sin discusión alguna. Mantenía su fusil con un pulso perfecto al disparar, y siempre hacía dianas tan increíbles, por lo lejanas y difíciles de acertar, que era continua, e inevitablemente, envidiado por los demás tiradores. Era el mejor, todos lo sabían y él también lo sabía. En cada disparo ponía su alma porque, disparar y acertar siempre, por lejano que estuviese colocado el blanco, era su destino, su único y gran destino.
Esta ocasión, este año, era especial. Era el año de su retiro aunque nadie lo supiese. Los Juegos Olímpicos de Tiro Galácticos eran los “Juegos de tiro” por excelencia y que se celebraban cada diez años. El fusil que los tiradores portaban era especial para esa ocasión e igual para todos. Diseñado con las últimas normas galácticas, su alcance y poder eran increíblemente poderosos.
El mejor tirador se sentía cansado, se sentía viejo y le fallaba la vista, pero nadie lo sabía. Estaba dispuesto a retirarse, su edad no podía esperar otros diez años, pero antes quería ganar su último Gran Premio de forma especial, y ser recordado para siempre, sin haber sido superado jamás por ningún otro tirador en la historia de los premios de tiro galácticos.
Las reglas del concurso eran simples: cada tirador podía elegir su blanco en el espacio infinito. Así de sencillo y fácil.
Algunos de los blancos estaban relativamente cercanos y muchos tiradores podían acertarlos. Todos esos blancos sumarían puntos, pero el ganador del premio sería el que escogiera el blanco más lejano y lo acertara de pleno.
Muchos tiradores fueron escogiendo su blanco, a cual más lejano, tratando la mayoría de destacar y rogando en su fuero interno que ningún otro tirador lograse superarlos, aunque todos miraban de reojo a quién ellos sabían que, si no tenía un mal día, sería el mejor. Y a quién todos miraban, sin excepción, era al mejor tirador de la Galaxia, al mejor tirador de todos los tiempos.
En los paneles gigantes iban apareciendo los blancos escogidos por los tiradores, y los gritos de la multitud coreaban a los tiradores que elegían los blancos más lejanos y difíciles. Cada blanco tenía una puntuación, y según la puntuación así serían las ganancias... o las pérdidas. Las apuestas subían sin cesar, en la misma medida que los tiradores elegían sus dianas. Las apuestas alcanzaban ya unas cifras astronómicas, apuestas que supondrían, para los que hubieran elegido acertadamente, una inmensa fortuna, y en cambio, para otros, sería quedarse en la miseria más profunda al haber apostado todo lo que poseían por alguien que, al disparar, no acertase en el blanco elegido. Así eran y habían sido siempre los juegos: la multitud apostaba lo que poseía, y unos ganaban y otros perdían.
El mejor tirador de larga distancia se dijo que debía ganar porque éste era el último gran concurso de tiro en el que participaría. Solamente él conocía la decisión tomada. Sabía que su pulso ya no era tan perfecto como antes, como tampoco su vista, pero se dijo que debía ganar su último reto. Luego, si ganaba, se retiraría con honores y sería inmensamente rico, pues había apostado por él mismo todo lo que poseía. Si quería vivir el resto de su vida en la abundancia debía ser el ganador, pero por el contrario, si no ganaba este concurso se quedaría en la ruina y ya no tendría otra oportunidad de resarcirse. Era jugarse el todo por el todo, como la misma multitud hacía. Arriesgado tirador, eligiendo durante años los blancos más insólitos y alejados, se arriesgó también esta vez. Siempre le había ido bien, aunque sabía perfectamente que en esta ocasión se jugaba algo más que una reputación: se jugaba la tranquilidad para el resto de sus días... o llevar una vida miserable para siempre, puesto que éste sería su último concurso.
La multitud, que rugía, calló de pronto y se quedó en completo silencio al advertir el blanco elegido por el tirador favorito. Era un blanco tan insólitamente lejano y difícil, que los seguidores del mejor tirador enmudecieron durante muchos minutos. Era imposible que su tirador favorito acertase en la diana elegida y no supieron qué hacer. Era un disparo imposible, y miles de personas, poco antes efervercidas por el entusiasmo pero ahora calladas ante las pantallas gigantes, dudaban de sus apuestas al darse cuenta del difícil blanco que el mejor tirador había escogido.
Ocurrió lo que el mejor tirador había calculado. La multitud fue retirando sus apuestas (la mayoría siempre apostaba por él en los últimos años) y comenzó a apostar por otros tiradores con dianas más accesibles, con el resultado de que las apuestas a su favor cayeron en picado. Los pocos apostadores que mantuvieron sus decisiones a favor del mejor tirador, vieron cómo ascenderían sus premios... si resultase que el mejor tirador de todos los tiempos ganase: Cien a uno. Mil a uno. ¡Diez mil a uno! ¡Un Millón a uno...! ¡Mil millones a uno! Prácticamente ya nadie apostaba por el mejor tirador... excepto él mismo, que había apostado a su favor todo lo que poseía. Si perdía quedaría en la más absoluta miseria, pero estaba tan harto de ganar siempre, que decidió que ésta sería su última apuesta, su último reto, y que se lo jugaría todo, fuese como le fuese al final.
El mejor tirador, ganador de cien concursos, podía elegir cuándo tirar, era su prerrogativa. Dejó que otros tiradores le precedieran y fueran acertando o fallando sus dianas, hasta que dijo: ¡ahora tiro yo!
Cuando el mejor tirador decidió disparar, los demás tiradores se apartaron respetuosamente y le dejaron sitio. La multitud guardó un profundo silencio cuando le vieron colocarse en el lugar de tiro. Todos, sin excepción, cuando se dieron cuenta del blanco escogido, sintieron una pena profunda por ver terminar en un rotundo fracaso una carrera tan excepcional. La multitud entendía que el mejor tirador escogiese un blanco difícil, pero aquél blanco no era difícil, era algo más que eso, era, sencillamente, un blanco imposible.
El mejor tirador de todos los tiempos, sin salirse de la zona de disparo, parsimoniosamente, avanzó su pierna izquierda y se apoyó en ella, flexionándola un par de veces. Sopesó el arma con delicadeza, buscando su centro de gravedad. Levantó el arma, apuntó ligeramente al diminuto punto de la Galaxia y corrigió el alza de distancia. A continuación, pulsó el mecanismo que haría que el proyectil entrase en la recámara. Apoyó la culata del arma en su hombro con firmeza y seguridad y encaró el objetivo a través de la mira del fusil con pulso firme, sosteniendo la respiración un par de segundos mientras apuntaba.
En las pantallas gigantes había aparecido ante los espectadores lo que el tirador podía ver a través de su punto de mira, y que no era, ni más ni menos, que el blanco elegido. El blanco elegido por el mejor tirador era un pequeñísimo objeto casi no visible de tan diminuto, apenas un despreciable punto en el espacio infinito, una mota increíblemente pequeña de tan lejana, algo a lo que nadie nunca hubiera osado tomarlo como blanco por ser imposible poder acertarlo. De ahí la decepción de los seguidores del mejor tirador. En otra pantalla, más grande que las demás, pudo verse el objetivo ampliado millones de veces. El punto redondo seguía viéndose muy pequeño, pero podía apreciarse que era de un color azul profundo, flotando en el espacio y rodeado de otros puntos también redondos, orbitando todos ellos alrededor de uno más grande y muy brillante y que alumbraba ese remoto lugar. Era un objetivo que superaba en lejanía a cualquier blanco elegido por tirador alguno. La pantalla indicaba la distancia: “doscientos millones de años luz”.
El mejor tirador no disparó en ese momento, repuso su respiración acompasada y comprobó con parsimoniosa tranquilidad, una vez más, el visor de su arma. Luego, de nuevo mantuvo su respiración, fijó el blanco en su punto de mira, contó mentalmente hasta “tres” y fue entonces cuando apretó el gatillo.
Nadie lo hubiera esperado nunca, pero el mejor tirador acertó de pleno y todos pudieron ver cómo la lejana diana estallaba en mil pedazos. La multitud, asombrada, y a pesar de no haber apostado por él, le ovacionó largamente, reconociendo su pericia y gritando: ¡eres el mejor! ¡eres el mejor!. Efectivamente, fue el ganador de los Juegos Olímpicos de Tiro y designado el mejor tirador de todos los tiempos. Ganó millones por las apuestas y se retiró de los concursos de tiro para siempre, tal y como había planeado.
El mejor tirador vive ahora rodeado de lujos, pero no puede olvidar cómo hizo estallar un lejano y desconocido punto galáctico de un color azul muy bello. No sabe el motivo, pero se pregunta sin cesar qué sería lo que en realidad destruyó con su certero disparo, y también se pregunta si ese lugar tan lejano no sería un planeta habitado. Desde entonces, en el fondo de su alma siente un remordimiento que no le deja nunca descansar.
Rafael Muñoz
sábado, 6 de septiembre de 2008
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