—Caramba, doña Tecla, no me había fijado, pero ahora me doy cuenta de que está usted imponente, quiero decir... que está usted mayúscula.
—Ya lo sé, ¿no te gusto así?.
—Claro que me gusta usted mayúscula, pero no siempre. Ahora mismo, pues no, estando así me estropea el escrito.
—¿No siempre? Pues ya sabes lo que debes hacer, pazguato.
—Si, ya lo sé.
—Bien, hazlo entonces, rebájame a una condición inferior, quítame el honor de ser la primera, mézclame entre el vulgo, escóndeme entre
las demás dejándome minúscula...
—¡Eh! ¡Pare, pare! No se lance a lloriquearme. Es usted una exagerada y la encuentro patética.
—Naturalmente, las mayúsculas somos así, exageradas y orgullosas, pero no me llames patética, no lo soporto. Además, es injusto.
—Está bien, retiro lo de patética, lo siento. Sabe que siempre la
necesito, que es usted imprescindible, pero ahora debo...
—Vale, vale, de acuerdo, por un rato me conformaré con ser una más, pero te pido que no hagas los párrafos tan largos, prefiero más puntos y aparte, o seguidos, que me gusta lucirme a menudo.
—Por favor, doña Tecla, ¿ve cómo es una exagerada? Si apenas alargo los párrafos... y además, como mis relatos suelen ser cortos, pero escribo muchos, sale usted continuamente en los títulos. Debería agradecérmelo.
—Si, eso es cierto, gracias.
—Menos mal que reconoce usted algo.
—Es que me he acordado del último título en el que salí muy elegante, en negrita, y me ha emocionado; me gusta mucho salir de ese modo, vestida de gala con mi más preciado traje de noche.
—Bueno, pues ya ve que no la trato tan mal. Hala, y ahora la quito, ¿eh? Y no se enfurruñe, que pronto la volveré a sacar como a usted le gusta.
—De acuerdo, pero no tardes.
—Vale, hasta luego, doña Tecla.
—Hasta luego.
jueves, 4 de febrero de 2010
EL GATO AERÓBICO
Quiero presentarme a ustedes antes de explicarles la historia que, estoy seguro, les encantará conocer. Soy el representante del “gato aeróbico”, nombre por el que se conoce últimamente (aunque en círculos restringidos) a mi gato. Mi nombre no tiene importancia, excepto, claro está, para los que desean desde hace años contactar conmigo para poder contratar los servicios de mi gato, servicios que ni él ni yo deseamos ya ofrecer. Las habilidades de mi gato ya las conocen muchos de ustedes, supongo, puesto que se hizo famoso repentinamente a partir de su aparición en varios programas de televisión, y en el que una mayoría de público pudo verle y apreciar sus habilidades y su pericia. “El gato fantástico”, ése era su nombre artístico y del que presumía, siempre que podía, ante cualquiera. Desde luego, lo que más llamó la atención por aquel entonces a los espectadores, fueron sus enseñanzas de cómo caer desde una gran altura sin dañarse ni romperse todos los huesos. Recuerdo ese número y era verdaderamente espectacular. El gato se subía a lo más alto del escenario encaramándose por un cortinaje y después se lanzaba al vacío. Se lanzaba varias veces, una detrás de otra, sin descanso, haciéndolo de lado, de espaldas, de cabeza, y ni una sola vez dejó de aterrizar en el suelo sobre sus cuatro patas. Lo curioso, lo que asombraba de su espectáculo, era que a pesar de lanzarse tantas veces y de tantas maneras distintas desde tan alto, solamente se le veía subir hasta arriba, por las cortinas, al principio del espectáculo, porque luego, cuando se lanzaba una y otra vez, nunca podía verse cómo subía, tan rápido era, y tan pronto como su cuerpo tocaba el suelo después de uno de sus saltos, al instante se le veía arriba de todo, dispuesto a un nuevo lanzamiento. Ni yo mismo he llegado a saber cómo lograba hacer ese truco, porque a mi no me ha engañado nunca y estoy convencido de que era un truco, aunque desde luego muy bueno, eso sí. Pero lo importante eran sus enseñanzas, lo que el gato trataba de enseñar, que no de demostrar, pues en el fondo él siempre huyó de las demostraciones vanas. Y lo que quiso siempre fue enseñar, a que los que desgraciadamente se cayeran al vacío desde una gran altura, el modo de caer para que no tuvieran necesariamente que romperse la crisma. Consiguió, especialmente, una gran audiencia entre los obreros de la construcción, ya que llegaron incluso a fundar un club de fans dedicado a él. Luego, cuando dejó de salir en televisión porque las cámaras llegaron a aburrirle, se dedicó a enseñar aerobic. Nunca he hablado claramente con él acerca de esa decisión suya, pero creo que tuvo mucho que ver un pequeño accidente que le acaeció durante un rodaje en uno de los platós.
Aún recuerdo, como si fuera ayer mismo, sus increíbles acrobacias. Lo cierto es que un día, a pesar de su habilidad, llegó a caer sobre la punta de su rabo que, inadvertidamente, y así me lo confesó a mi más tarde, lo colocó mal durante la caída al distraerse con los focos. Cayó con todo el peso de su cuerpo encima de su propio rabo, rompiéndose el último huesecillo de la punta. Y desde entonces, la punta de su rabo quedó algo torcida, pues como siempre ha sido muy orgulloso, no quiso decir nada en aquel momento, sabiendo aguantar el dolor como un verdadero profesional. Podía yo haberme dado cuenta o haberme dicho él algo, pues hubiera procurado en aquellos momentos, que debieron ser terribles, pobrecillo, aliviarle el dolor y también enderezarle el rabito. Ahora, ya es mejor dejarlo como lo tiene; para mi gato es algo parecido a una herida de guerra, y cuando levanta su rabo puede vérsele la punta claramente torcida, de lo cual presume mucho.
Espero que después de tantos programas como hizo, mucha gente aprendiese a caer desde grandes alturas. Diré, en honor suyo y para aquellos que no pudieron verlo nunca, que el ejercicio consistía, sencillamente, en revolverse en el aire y caer con el cuerpo de forma horizontal, boca abajo y con los brazos extendidos, procurando aplanar al máximo el cuerpo y encoger al mismo tiempo el estómago. Mi gato lo hacía de ese modo, aunque en su caso extendiendo las patas. Gracias a las cámaras de alta velocidad podía apreciarse cómo aplanaba el cuerpo durante la caída y cómo era frenado, en su velocidad, por el mismo aire que recogía en su ahuecado estómago y que le servía a modo de elemental paracaídas. Cuando estaba a punto de llegar al suelo, recogía sus patas y caía sobre ellas, aunque procurando en el mismo instante de tocar éstas el suelo rodar sobre si mismo, dando muchas volteretas y evitando así recibir un fuerte y un único impacto en algún lugar concreto de su cuerpo. Yo sabía que el motivo de que sus lanzamientos los repitiese varias veces, era porque prefería ejemplos prácticos a dar demasiadas explicaciones. Siempre ha sido muy lacónico, y únicamente conmigo, y no siempre, se permite expansionarse hablando. Es todo un carácter.
Ahora, en el gimnasio, es conocido con el nombre de “El gato aeróbico”. Yo suelo asistir a sus clases porque no tengo otra cosa mejor que hacer y porque a él le gusta siempre verme cerca. Los alumnos siguen sus clases con atención y, aunque ya no hace las demostraciones de antaño, lo de arrojarse al vacío desde grandes alturas, demuestra que se mantiene en gran forma bailando sobre sus patas traseras y arrojándose al suelo al compás de la música, cayendo sobres sus patas delanteras con gran habilidad, al tiempo que levanta las de detrás. Y hace, y tiene, un gran repertorio de tablas de gimnasia de esa especialidad. Parece que sea de goma por las cabriolas que realiza. También posee un gran oído para la música y para seguir el ritmo. Sin embargo, últimamente le veo cansado, aunque no hay manera de que podamos hablar de ello, y cuando intento sacar la conversación y decirle que quizá ya es hora de retirarse, de descansar y de dejar de dar saltos, me mira de una forma especial y comienza a ofrecerme todo un extenso repertorio para convencerme de lo contrario: salta y se sube encima de lo que encuentre cerca y que esté relativamente alto respecto a su tamaño, intentando demostrarme que se conserva joven y ágil. Yo sé que no lo está, que se ha hecho viejo, que saltar así le cuesta mucho y que ahora tiene que hacer un gran esfuerzo para saltar. Sin duda está ya viejo, es ley de vida.
Y esta es la historia, y además de contarla porque sé que muchos se habrán preguntado desde hace tiempo qué habrá sido de aquel gato famoso que salía en la tele, yo quisiera que alguien me aconsejara sobre lo que puedo hacer para conseguir convencer a mi gato de que deje de impartir las clases de aeróbic. El dinero no me importa, tengo un gran cariño hacia mi gato y lo que no deseo es que pueda llegar a lesionarse, quizá gravemente, pues su edad ya es avanzada. Y no sé cómo explicárselo para que me haga caso.-
Aún recuerdo, como si fuera ayer mismo, sus increíbles acrobacias. Lo cierto es que un día, a pesar de su habilidad, llegó a caer sobre la punta de su rabo que, inadvertidamente, y así me lo confesó a mi más tarde, lo colocó mal durante la caída al distraerse con los focos. Cayó con todo el peso de su cuerpo encima de su propio rabo, rompiéndose el último huesecillo de la punta. Y desde entonces, la punta de su rabo quedó algo torcida, pues como siempre ha sido muy orgulloso, no quiso decir nada en aquel momento, sabiendo aguantar el dolor como un verdadero profesional. Podía yo haberme dado cuenta o haberme dicho él algo, pues hubiera procurado en aquellos momentos, que debieron ser terribles, pobrecillo, aliviarle el dolor y también enderezarle el rabito. Ahora, ya es mejor dejarlo como lo tiene; para mi gato es algo parecido a una herida de guerra, y cuando levanta su rabo puede vérsele la punta claramente torcida, de lo cual presume mucho.
Espero que después de tantos programas como hizo, mucha gente aprendiese a caer desde grandes alturas. Diré, en honor suyo y para aquellos que no pudieron verlo nunca, que el ejercicio consistía, sencillamente, en revolverse en el aire y caer con el cuerpo de forma horizontal, boca abajo y con los brazos extendidos, procurando aplanar al máximo el cuerpo y encoger al mismo tiempo el estómago. Mi gato lo hacía de ese modo, aunque en su caso extendiendo las patas. Gracias a las cámaras de alta velocidad podía apreciarse cómo aplanaba el cuerpo durante la caída y cómo era frenado, en su velocidad, por el mismo aire que recogía en su ahuecado estómago y que le servía a modo de elemental paracaídas. Cuando estaba a punto de llegar al suelo, recogía sus patas y caía sobre ellas, aunque procurando en el mismo instante de tocar éstas el suelo rodar sobre si mismo, dando muchas volteretas y evitando así recibir un fuerte y un único impacto en algún lugar concreto de su cuerpo. Yo sabía que el motivo de que sus lanzamientos los repitiese varias veces, era porque prefería ejemplos prácticos a dar demasiadas explicaciones. Siempre ha sido muy lacónico, y únicamente conmigo, y no siempre, se permite expansionarse hablando. Es todo un carácter.
Ahora, en el gimnasio, es conocido con el nombre de “El gato aeróbico”. Yo suelo asistir a sus clases porque no tengo otra cosa mejor que hacer y porque a él le gusta siempre verme cerca. Los alumnos siguen sus clases con atención y, aunque ya no hace las demostraciones de antaño, lo de arrojarse al vacío desde grandes alturas, demuestra que se mantiene en gran forma bailando sobre sus patas traseras y arrojándose al suelo al compás de la música, cayendo sobres sus patas delanteras con gran habilidad, al tiempo que levanta las de detrás. Y hace, y tiene, un gran repertorio de tablas de gimnasia de esa especialidad. Parece que sea de goma por las cabriolas que realiza. También posee un gran oído para la música y para seguir el ritmo. Sin embargo, últimamente le veo cansado, aunque no hay manera de que podamos hablar de ello, y cuando intento sacar la conversación y decirle que quizá ya es hora de retirarse, de descansar y de dejar de dar saltos, me mira de una forma especial y comienza a ofrecerme todo un extenso repertorio para convencerme de lo contrario: salta y se sube encima de lo que encuentre cerca y que esté relativamente alto respecto a su tamaño, intentando demostrarme que se conserva joven y ágil. Yo sé que no lo está, que se ha hecho viejo, que saltar así le cuesta mucho y que ahora tiene que hacer un gran esfuerzo para saltar. Sin duda está ya viejo, es ley de vida.
Y esta es la historia, y además de contarla porque sé que muchos se habrán preguntado desde hace tiempo qué habrá sido de aquel gato famoso que salía en la tele, yo quisiera que alguien me aconsejara sobre lo que puedo hacer para conseguir convencer a mi gato de que deje de impartir las clases de aeróbic. El dinero no me importa, tengo un gran cariño hacia mi gato y lo que no deseo es que pueda llegar a lesionarse, quizá gravemente, pues su edad ya es avanzada. Y no sé cómo explicárselo para que me haga caso.-
EL PACIENTE
Llegaron de más allá de la estrellas, de otros mundos muy lejanos. Ahora duermen; llevan durmiendo ocultos en las entrañas de este planeta desde hace varios siglos y están a punto de despertar. Y cuando lo hagan, todos los mortales temblarán de pavor. Ellos, los seres que ahora duermen, no son mortales, nadie sabe de qué están hechos ni quién les ha creado, pero son seres gigantescos que descansan de su largo viaje a la Tierra a través del espacio, viaje en el que tardaron mil siglos hasta llegar aquí. ¿Y que cómo lo sé yo? pues lo sé porque soy su guardián y fui fabricado por ellos a semejanza de los humanos para poder velar su sueño. Y ahora debo despertarlos, ha llegado por fin ese momento para el que me programaron.
El cirujano miró al supuesto paciente con gesto de resignación. En ocasiones recibía a personas que, más que necesitar de sus servicios, necesitaban un loquero. Se armó de paciencia y le dijo:
- Bien, bien, de acuerdo. ¿Y por qué me cuenta todo eso a mi?
- Pues mire, es que después de tanto tiempo de estar viviendo con ustedes, aquí, en este planeta, en la Tierra, ya me he acostumbrado a esta vida y es una vida que me gusta, y si alguien no me ayuda me veré obligado a hacer lo que no quisiera tener que hacer. Mi reloj interno me obligará a despertar a los gigantes y toda la humanidad sufrirá las consecuencias. Yo no soy humano aunque pueda parecerlo, pero tampoco soy como ellos, ya puede usted ver que puedo pasar perfectamente por una persona normal, es decir, como una persona cualquiera.
-Claro, ya lo veo, es usted igualito, igualito, a uno de nosotros.
El doctor le había contestado sarcásticamente, soltando sin poderlo remediar una pequeña risita, aunque trató de disimularla inclinando su cabeza al tiempo que intentaba conformar en su boca un gesto que, además de disimular su risa, pareciese de preocupación por lo que acababa de escuchar.
- Vamos a ver -continuó diciendo el doctor, recobrando su entereza y su seriedad- ¿Y qué es lo que puedo hacer por usted? ¿Qué espera de mi? Yo le aconsejaría un buen siquiatra, creo que lo que necesita son los consejos de un experto que pueda procurarle los medios para una buena relajación. Tenga la seguridad de que con un tratamiento adecuado podrá alejar todos esos pensamientos que le atormentan. Y el doctor comenzó a buscar en su agenda la dirección de un siquiatra amigo, para facilitársela al paciente.
- No, doctor, no ha entendido nada de lo que le he explicado. Yo no necesito la ayuda de un siquiatra. He venido a verle porque usted es cirujano. Extraerme el reloj no será complicado, simplemente hace falta habilidad, tener buenas manos como las suyas; con una adecuada incisión bastará. Mire, lo llevo aquí, en el sitio más cómodo y, por tanto, el más lógico para llevar un reloj. Y enseñó al doctor su muñeca izquierda. El doctor observó aquel brazo extendido y exclamó:
- ¡Pero hombre de Dios, si ni siquiera lleva usted reloj!
- Claro que lo llevo, ya le he dicho que es un reloj interno, insertado por los gigantes. Acerque su oído a mi muñeca y escuchará su tic-tac.
- Eso es el pulso, amigo mío, si no tuviese pulso, estaría muerto. Y, de nuevo, el doctor no pudo reprimir una sonrisa que esta vez no se preocupó en ocultar, pero el paciente insistió: no doctor, yo no tengo pulso. Y acercó su muñeca al rostro del doctor, de forma que éste pudiera oír el sonido de lo que, insistía, era un reloj interno. Y el doctor, por complacer, por seguirle la corriente, acercó su oído a la muñeca extendida. Y lo que oyó, fue: tic.tac, tic.tac, tic.tac, un perfecto sonido de reloj, un perfecto, nítido y metálico sonido de reloj. El doctor echó entonces bruscamente su cabeza hacia atrás y miró directamente a los ojos del hombre.
- ¿lo ha oído, ¿verdad? le dijo el supuesto paciente. Auscúlteme ahora el corazón y se dará cuenta de que no late, de que no tengo un corazón como los humanos.
El doctor, mecánicamente y por seguirle la corriente, le auscultó.
- Mire, ha logrado influenciarme, dijo el doctor al paciente, con un tono de voz contenido, pero algo furioso.
- Pero lo ha oído ¿verdad? Ha oído el reloj y en cambio no ha podido oír latir mi corazón.
- Si, lo cierto es que he escuchado perfectamente el reloj y no su corazón. Tiene razón, habrá que extraerle ese reloj. Lo que va a tener que hacer es, primero de todo, visitar al siquiatra. Es imprescindible una buena preparación previa para que más adelante... pueda yo extraerle ese reloj.
- No, doctor, no hay tiempo para preparaciones, tiene que ser hoy mismo. He esperado demasiado porque tenía dudas, pero el plazo vence esta noche, y si ahora no me extrae el reloj nada podrá hacerse, y los gigantescos monstruos despertarán e invadirán este planeta, destruyendo toda la vida que encuentren a su paso.
El doctor, sin apenas escuchar las protestas del hombre, garrapateó una dirección -la del siquiatra amigo- en una pequeña hoja de papel, y sin más preámbulos, introdujo la nota en uno de los bolsillos de la chaqueta de su paciente. El hombre seguía protestando, pero el doctor, empujándole suavemente, le acompañó hasta la salida, cerrando inmediatamente la puerta. Se quedó tras ella durante unos momentos, escuchando, pues el hombre, ahora, gritaba: ¡moriremos todos, doctor! ¡moriremos sin remedio si no me opera y no desconectamos el reloj!. El cirujano se quedó pensativo durante un corto instante, desconcertado. Finalmente, y moviendo la cabeza con disgusto por la insistencia de aquel loco, tan loco y tan persuasivo que hasta había logrado influenciarle de aquel modo, decidió dirigirse a su despacho y no seguir escuchándole. Sin preocuparse más por lo que pensó que no era más que un simple, aunque también un disparatado y desagradable incidente, se dispuso a recibir a su próximo paciente.-
El cirujano miró al supuesto paciente con gesto de resignación. En ocasiones recibía a personas que, más que necesitar de sus servicios, necesitaban un loquero. Se armó de paciencia y le dijo:
- Bien, bien, de acuerdo. ¿Y por qué me cuenta todo eso a mi?
- Pues mire, es que después de tanto tiempo de estar viviendo con ustedes, aquí, en este planeta, en la Tierra, ya me he acostumbrado a esta vida y es una vida que me gusta, y si alguien no me ayuda me veré obligado a hacer lo que no quisiera tener que hacer. Mi reloj interno me obligará a despertar a los gigantes y toda la humanidad sufrirá las consecuencias. Yo no soy humano aunque pueda parecerlo, pero tampoco soy como ellos, ya puede usted ver que puedo pasar perfectamente por una persona normal, es decir, como una persona cualquiera.
-Claro, ya lo veo, es usted igualito, igualito, a uno de nosotros.
El doctor le había contestado sarcásticamente, soltando sin poderlo remediar una pequeña risita, aunque trató de disimularla inclinando su cabeza al tiempo que intentaba conformar en su boca un gesto que, además de disimular su risa, pareciese de preocupación por lo que acababa de escuchar.
- Vamos a ver -continuó diciendo el doctor, recobrando su entereza y su seriedad- ¿Y qué es lo que puedo hacer por usted? ¿Qué espera de mi? Yo le aconsejaría un buen siquiatra, creo que lo que necesita son los consejos de un experto que pueda procurarle los medios para una buena relajación. Tenga la seguridad de que con un tratamiento adecuado podrá alejar todos esos pensamientos que le atormentan. Y el doctor comenzó a buscar en su agenda la dirección de un siquiatra amigo, para facilitársela al paciente.
- No, doctor, no ha entendido nada de lo que le he explicado. Yo no necesito la ayuda de un siquiatra. He venido a verle porque usted es cirujano. Extraerme el reloj no será complicado, simplemente hace falta habilidad, tener buenas manos como las suyas; con una adecuada incisión bastará. Mire, lo llevo aquí, en el sitio más cómodo y, por tanto, el más lógico para llevar un reloj. Y enseñó al doctor su muñeca izquierda. El doctor observó aquel brazo extendido y exclamó:
- ¡Pero hombre de Dios, si ni siquiera lleva usted reloj!
- Claro que lo llevo, ya le he dicho que es un reloj interno, insertado por los gigantes. Acerque su oído a mi muñeca y escuchará su tic-tac.
- Eso es el pulso, amigo mío, si no tuviese pulso, estaría muerto. Y, de nuevo, el doctor no pudo reprimir una sonrisa que esta vez no se preocupó en ocultar, pero el paciente insistió: no doctor, yo no tengo pulso. Y acercó su muñeca al rostro del doctor, de forma que éste pudiera oír el sonido de lo que, insistía, era un reloj interno. Y el doctor, por complacer, por seguirle la corriente, acercó su oído a la muñeca extendida. Y lo que oyó, fue: tic.tac, tic.tac, tic.tac, un perfecto sonido de reloj, un perfecto, nítido y metálico sonido de reloj. El doctor echó entonces bruscamente su cabeza hacia atrás y miró directamente a los ojos del hombre.
- ¿lo ha oído, ¿verdad? le dijo el supuesto paciente. Auscúlteme ahora el corazón y se dará cuenta de que no late, de que no tengo un corazón como los humanos.
El doctor, mecánicamente y por seguirle la corriente, le auscultó.
- Mire, ha logrado influenciarme, dijo el doctor al paciente, con un tono de voz contenido, pero algo furioso.
- Pero lo ha oído ¿verdad? Ha oído el reloj y en cambio no ha podido oír latir mi corazón.
- Si, lo cierto es que he escuchado perfectamente el reloj y no su corazón. Tiene razón, habrá que extraerle ese reloj. Lo que va a tener que hacer es, primero de todo, visitar al siquiatra. Es imprescindible una buena preparación previa para que más adelante... pueda yo extraerle ese reloj.
- No, doctor, no hay tiempo para preparaciones, tiene que ser hoy mismo. He esperado demasiado porque tenía dudas, pero el plazo vence esta noche, y si ahora no me extrae el reloj nada podrá hacerse, y los gigantescos monstruos despertarán e invadirán este planeta, destruyendo toda la vida que encuentren a su paso.
El doctor, sin apenas escuchar las protestas del hombre, garrapateó una dirección -la del siquiatra amigo- en una pequeña hoja de papel, y sin más preámbulos, introdujo la nota en uno de los bolsillos de la chaqueta de su paciente. El hombre seguía protestando, pero el doctor, empujándole suavemente, le acompañó hasta la salida, cerrando inmediatamente la puerta. Se quedó tras ella durante unos momentos, escuchando, pues el hombre, ahora, gritaba: ¡moriremos todos, doctor! ¡moriremos sin remedio si no me opera y no desconectamos el reloj!. El cirujano se quedó pensativo durante un corto instante, desconcertado. Finalmente, y moviendo la cabeza con disgusto por la insistencia de aquel loco, tan loco y tan persuasivo que hasta había logrado influenciarle de aquel modo, decidió dirigirse a su despacho y no seguir escuchándole. Sin preocuparse más por lo que pensó que no era más que un simple, aunque también un disparatado y desagradable incidente, se dispuso a recibir a su próximo paciente.-
LA HUMANIDAD DEL FUTURO
devoradores de árboles
Después de mil siglos transcurridos y mil hecatombes sufridas, la Tierra era por fin un Planeta pacífico, apacible y bucólico. Un gran silencio imperaba por doquier ofreciendo una gran sensación de reposo, paz y tranquilidad. La mayor actividad que se detectaba era la de algunos pocos robots genéticos fabricados siglos atrás, dedicados por completo a abonar sistemáticamente las vegetación de la Tierra. Los robots se alimentaban de animales criados por ellos mismos en pequeñas granjas, siendo esos recursos los necesarios y perfectamente suficientes para proporcionarles toda la energía que precisaban.
El Planeta estaba cubierto en casi su totalidad por una espesa y alta vegetación. La Tierra entera era una jungla, una gran selva de color verde amarillento y salpicada de elevados edificios que, a pesar de su gran altitud, apenas lograban sobresalir entre tanta frondosidad. Las construcciones se encontraban rodeadas por árboles gigantescos que alcanzaban una altura igual a la que éstas tenían, y estaban prácticamente engullidas por las ramas y hojas que crecían descontroladamente. No existían ciudades: éstas habían llegado a formar una perfecta simbiosis entre ciudad y jungla, y los miles de edificios existentes, que ocupaban la mayor parte de la superficie terrestre, no formaban
Tampoco existían avenidas, por supuesto, ni carreteras, ni anchos caminos, únicamente estrechos senderos por los que circulaban algunos robots. Las entradas y accesos a los edificios hacía mucho que no se utilizaban, y se encontraban completamente invadidas por la vegetación. Únicamente quedaban libres las ventanas, en las que podía verse cómo se asomaban por ellas lo que parecían seres humanos. No existían pájaros ni animales que no fueran los criados por los robots en sus granjas. Tampoco existían ciudades: éstas habían llegado a formar una perfecta simbiosis entre ciudad y jungla, y los miles de edificios existentes, que ocupaban la mayor parte de la superficie terrestre, albergaban en su interior a los habitantes de la Tierra que, durante el período de luz, y sin salir de sus viviendas, no hacían otra cosa que alimentarse, silenciosa y continuadamente, de las pálidas hojas de los árboles que crecían y reptaban por sus moradas.
La vegetación hubiera engullido totalmente el interior de las viviendas de los seres que poblaban la Tierra en esas condiciones, si no fuera porque éstos precisaban de esa vegetación para subsistir. Por las ventanas de los edificios podía verse a las criaturas, sin apenas diferencias físicas externas entre los dos sexos, extremadamente delgadas, con los cuerpos desnudos, pálidos y cubiertos con ralos pelos. Los rostros que se asomaban eran alargados, de tez tan extremadamente pálida como la de sus cuerpos y con grandes ojos claros faltos de toda expresión. En sus estrechas cabezas podían observarse largos cabellos de color indefinible, cabellos que les llegaban hasta las caderas y que se unían y confundían con el escaso pelo de sus cuerpos. Esos seres famélicos se asomaban incesantemente por las ventanas y estiraban los brazos para arrancar con sus manos las hojas de los árboles, hojas que una vez en su poder llevaban a sus bocas, masticando y deglutiéndolas lentamente sin denotar ninguna expresión en sus anodinos rostros y sin importarles algo más que no fuera continuar alimentándose. Esos seres ofrecían la impresión de ser un reflejo de la vegetación que les rodeaba, su aspecto era parecido al de las mismas ramas de los árboles de los que dependían para recibir su alimento, eran como otras ramas independientes y con vida propia, ramas con cuerpo y cara de humanos y que mantenían una lucha perpetua contra la flora que paradójicamente les alimentaba. Su lucha era comer constantemente para vencer a la jungla, o ser absorbidos por ella. Todo el orden y la actividad de sus vidas era comer. Si dejasen de comer, perderían energía para poder realizar el esfuerzo de seguir comiendo y, si no comiesen continuamente, la flora crecería de tal modo que llegaría a ocupar y a taponar los únicos espacios que seguían estando libres: las ventanas. Muchas raíces ya habían conseguido penetrar por una gran mayoría de ellas, invadiendo el espacio interior y obturándolas completamente. Los seres que habían vivido en esas habitaciones, y que se habían alimentado durante toda su existencia a través de esas ventanas, hacía tiempo que habían perecido. Sus restos, un abono perfecto, habían sido aprovechados por las mismas plantas.
Era en la hora de penumbra, durante esos pocos minutos que La Tierra disfrutaba de oscuridad, cuando las criaturas dejaban de asomarse al exterior de los edificios y abandonaban la actividad de alimentarse. Durante ese corto espacio de tiempo en el que cesaban de comer, algunos intentaban reproducirse. Entonces, en ese lapso nocturno, se podía oír, con sorda intensidad, grandes crujidos de ramas y el rumor acelerado de la vegetación al crecer. El Planeta, fuera de esos sonidos, se encontraba rodeado por un silencio sepulcral. Apenas transcurridos los minutos de total oscuridad, tan pronto como comenzaba a alumbrar el pálido y gigantesco Sol, aparecían de nuevo los famélicos seres, asomando por las ventanas. Asomaban sus pálidos y escuálidos cuerpos, estiraban sus esqueléticos brazos por el vigoroso entramado de los frondosos árboles que les mantenían sumidos en una suave penumbra, y arrancaban sin cesar las hojas que les servían de alimento.
Y los robots, durante las veinticuatro horas, ignorando los días y las cortas noches, seguían haciendo el trabajo para el que habían sido programados: abonar sin descanso el planeta.-
Después de mil siglos transcurridos y mil hecatombes sufridas, la Tierra era por fin un Planeta pacífico, apacible y bucólico. Un gran silencio imperaba por doquier ofreciendo una gran sensación de reposo, paz y tranquilidad. La mayor actividad que se detectaba era la de algunos pocos robots genéticos fabricados siglos atrás, dedicados por completo a abonar sistemáticamente las vegetación de la Tierra. Los robots se alimentaban de animales criados por ellos mismos en pequeñas granjas, siendo esos recursos los necesarios y perfectamente suficientes para proporcionarles toda la energía que precisaban.
El Planeta estaba cubierto en casi su totalidad por una espesa y alta vegetación. La Tierra entera era una jungla, una gran selva de color verde amarillento y salpicada de elevados edificios que, a pesar de su gran altitud, apenas lograban sobresalir entre tanta frondosidad. Las construcciones se encontraban rodeadas por árboles gigantescos que alcanzaban una altura igual a la que éstas tenían, y estaban prácticamente engullidas por las ramas y hojas que crecían descontroladamente. No existían ciudades: éstas habían llegado a formar una perfecta simbiosis entre ciudad y jungla, y los miles de edificios existentes, que ocupaban la mayor parte de la superficie terrestre, no formaban
Tampoco existían avenidas, por supuesto, ni carreteras, ni anchos caminos, únicamente estrechos senderos por los que circulaban algunos robots. Las entradas y accesos a los edificios hacía mucho que no se utilizaban, y se encontraban completamente invadidas por la vegetación. Únicamente quedaban libres las ventanas, en las que podía verse cómo se asomaban por ellas lo que parecían seres humanos. No existían pájaros ni animales que no fueran los criados por los robots en sus granjas. Tampoco existían ciudades: éstas habían llegado a formar una perfecta simbiosis entre ciudad y jungla, y los miles de edificios existentes, que ocupaban la mayor parte de la superficie terrestre, albergaban en su interior a los habitantes de la Tierra que, durante el período de luz, y sin salir de sus viviendas, no hacían otra cosa que alimentarse, silenciosa y continuadamente, de las pálidas hojas de los árboles que crecían y reptaban por sus moradas.
La vegetación hubiera engullido totalmente el interior de las viviendas de los seres que poblaban la Tierra en esas condiciones, si no fuera porque éstos precisaban de esa vegetación para subsistir. Por las ventanas de los edificios podía verse a las criaturas, sin apenas diferencias físicas externas entre los dos sexos, extremadamente delgadas, con los cuerpos desnudos, pálidos y cubiertos con ralos pelos. Los rostros que se asomaban eran alargados, de tez tan extremadamente pálida como la de sus cuerpos y con grandes ojos claros faltos de toda expresión. En sus estrechas cabezas podían observarse largos cabellos de color indefinible, cabellos que les llegaban hasta las caderas y que se unían y confundían con el escaso pelo de sus cuerpos. Esos seres famélicos se asomaban incesantemente por las ventanas y estiraban los brazos para arrancar con sus manos las hojas de los árboles, hojas que una vez en su poder llevaban a sus bocas, masticando y deglutiéndolas lentamente sin denotar ninguna expresión en sus anodinos rostros y sin importarles algo más que no fuera continuar alimentándose. Esos seres ofrecían la impresión de ser un reflejo de la vegetación que les rodeaba, su aspecto era parecido al de las mismas ramas de los árboles de los que dependían para recibir su alimento, eran como otras ramas independientes y con vida propia, ramas con cuerpo y cara de humanos y que mantenían una lucha perpetua contra la flora que paradójicamente les alimentaba. Su lucha era comer constantemente para vencer a la jungla, o ser absorbidos por ella. Todo el orden y la actividad de sus vidas era comer. Si dejasen de comer, perderían energía para poder realizar el esfuerzo de seguir comiendo y, si no comiesen continuamente, la flora crecería de tal modo que llegaría a ocupar y a taponar los únicos espacios que seguían estando libres: las ventanas. Muchas raíces ya habían conseguido penetrar por una gran mayoría de ellas, invadiendo el espacio interior y obturándolas completamente. Los seres que habían vivido en esas habitaciones, y que se habían alimentado durante toda su existencia a través de esas ventanas, hacía tiempo que habían perecido. Sus restos, un abono perfecto, habían sido aprovechados por las mismas plantas.
Era en la hora de penumbra, durante esos pocos minutos que La Tierra disfrutaba de oscuridad, cuando las criaturas dejaban de asomarse al exterior de los edificios y abandonaban la actividad de alimentarse. Durante ese corto espacio de tiempo en el que cesaban de comer, algunos intentaban reproducirse. Entonces, en ese lapso nocturno, se podía oír, con sorda intensidad, grandes crujidos de ramas y el rumor acelerado de la vegetación al crecer. El Planeta, fuera de esos sonidos, se encontraba rodeado por un silencio sepulcral. Apenas transcurridos los minutos de total oscuridad, tan pronto como comenzaba a alumbrar el pálido y gigantesco Sol, aparecían de nuevo los famélicos seres, asomando por las ventanas. Asomaban sus pálidos y escuálidos cuerpos, estiraban sus esqueléticos brazos por el vigoroso entramado de los frondosos árboles que les mantenían sumidos en una suave penumbra, y arrancaban sin cesar las hojas que les servían de alimento.
Y los robots, durante las veinticuatro horas, ignorando los días y las cortas noches, seguían haciendo el trabajo para el que habían sido programados: abonar sin descanso el planeta.-
DE NUESTRA HISTORIA RECIENTE
Cuando aparecieron de pronto en los principios del siglo XXII, el espantó llenó los corazones de todos los habitantes de la Tierra. No se les vio en seguida porque, precediéndoles, llegó una niebla que invadió el Planeta. La niebla comenzó a llegar de lo más alto de los cielos y fue bajando hasta los llanos, se extendió luego como un gigantesco abanico, penetrando hasta en el más mínimo rincón, y una grisácea oscuridad fue la dueña absoluta de campos y ciudades.
En las ciudades, la gente no se atrevía a salir de sus casas porque no podía ver más allá de un palmo de distancia. Ocurrieron muchos accidentes: los faros de los vehículos no podían nada contra la niebla; ni siquiera la policía conseguía, con los más modernos adelantos, penetrar la tremenda neblina. Fueron unos días en los que la humanidad, perpleja ante el fenómeno, se encontró desvalida y abandonada del Todopoderoso; vieron que su fin estaba cercano, un fin sobre el que ningún científico había sabido alertarles, y comenzaron a rezar; rezar era lo único que podían hacer. En los grandes núcleos urbanos se concentraron las multitudes para alabar al Señor y rogar su piedad. Esa gente, así reunida, no se veían entre ellos, pero se cogían de las manos y cantaban sin cesar, cantaban y lloraban rogando misericordia.
El caos era total: las transacciones comerciales se había paralizado, los alimentos habían desaparecido de las tiendas y supermercados y los transportes no podían circular para reponer la comida. Los mandos de todos los ejércitos del mundo no sabían qué hacer, no podían luchar ni tampoco sabían contra qué hacerlo. Y de pronto, transcurridos 14 días de constante niebla... aparecieron unos seres impensables para nosotros.
Se les pudo ver por la luminosidad que rodeaba a sus cuerpos: eran rechonchos y portaban un anillo luminoso que parecía flotar alrededor de su cintura sin que el anillo llegase a tocarlos. Aparecieron sin más, sin que nadie hubiese podido ver cómo habían llegado. No eran humanos y procedían de algún remoto planeta, quizá de alguna lejana Galaxia.
Pronto hubo contactos del más alto nivel, y a los dos días, los seres extraños que nos invadieron, desaparecieron, así como también la niebla desapareció paulatinamente hasta no dejar rastro alguno.
La vida en La Tierra se restableció y los jefes de estado se dirigieron por televisión a los integrantes de sus naciones. En general, los mandatarios dijeron aproximadamente lo mismo:
No hay peligro y no volverá a ocurrir, nos han dado garantías. Los saturninos son seres extremadamente afectuosos, como algunos habréis podido contemplar. Son bondadosos, y sus grandes sonrisas y sus cuerpos rechonchos nos producirían una gran hilaridad y un enorme afecto hacia ellos, si no fuera porque su civilización es antagónica a la nuestra y su proximidad nos resulta letal. Las nieblas y los gases que producen sus anillos, fuente de vida para ellos, nos ahogan al anular el oxígeno que necesitamos para respirar. Al visitarnos, desconocían el daño que podían causarnos, y cuando se han dado cuenta de lo que nos ocurría han regresado con rapidez a su planeta, Saturno. Ellos necesitan de la niebla para subsistir, necesitan de su vapor y humedad, igual que necesitan el anillo que rodea, no sólo a su planeta, si no también a sus cuerpos. El anillo es pura energía, y esa energía es la que les alimenta y les mantiene con vida. Desconocían que sus efectos podían aniquilarnos, pero tan pronto lo han advertido se han dado prisa en regresar a su lugar de origen. Nos han pedido excusas y han lamentado que no podamos intercambiar conocimientos personalmente. Las miles de muertes originadas por el ahogo que sus anillos produjeron al absorber nuestra atmósfera los alertaron, y apenas se dieron cuenta del mal que causaban, contactaron con nuestros gobiernos y abandonaron el Planeta. Podemos estar tranquilos, aunque sentimos profundamente las bajas que han habido. Pero los saturninos nos han prometido reparar en lo posible el daño ocasionado, y para ello, nos enviarán una sonda, desde Saturno, con lo que podremos gozar de una energía inagotable para nuestras casas, para nuestras fábricas, para todo lo que necesitemos.
Hermanos: ¡Una nueva era comienza para nosotros!.-
En las ciudades, la gente no se atrevía a salir de sus casas porque no podía ver más allá de un palmo de distancia. Ocurrieron muchos accidentes: los faros de los vehículos no podían nada contra la niebla; ni siquiera la policía conseguía, con los más modernos adelantos, penetrar la tremenda neblina. Fueron unos días en los que la humanidad, perpleja ante el fenómeno, se encontró desvalida y abandonada del Todopoderoso; vieron que su fin estaba cercano, un fin sobre el que ningún científico había sabido alertarles, y comenzaron a rezar; rezar era lo único que podían hacer. En los grandes núcleos urbanos se concentraron las multitudes para alabar al Señor y rogar su piedad. Esa gente, así reunida, no se veían entre ellos, pero se cogían de las manos y cantaban sin cesar, cantaban y lloraban rogando misericordia.
El caos era total: las transacciones comerciales se había paralizado, los alimentos habían desaparecido de las tiendas y supermercados y los transportes no podían circular para reponer la comida. Los mandos de todos los ejércitos del mundo no sabían qué hacer, no podían luchar ni tampoco sabían contra qué hacerlo. Y de pronto, transcurridos 14 días de constante niebla... aparecieron unos seres impensables para nosotros.
Se les pudo ver por la luminosidad que rodeaba a sus cuerpos: eran rechonchos y portaban un anillo luminoso que parecía flotar alrededor de su cintura sin que el anillo llegase a tocarlos. Aparecieron sin más, sin que nadie hubiese podido ver cómo habían llegado. No eran humanos y procedían de algún remoto planeta, quizá de alguna lejana Galaxia.
Pronto hubo contactos del más alto nivel, y a los dos días, los seres extraños que nos invadieron, desaparecieron, así como también la niebla desapareció paulatinamente hasta no dejar rastro alguno.
La vida en La Tierra se restableció y los jefes de estado se dirigieron por televisión a los integrantes de sus naciones. En general, los mandatarios dijeron aproximadamente lo mismo:
No hay peligro y no volverá a ocurrir, nos han dado garantías. Los saturninos son seres extremadamente afectuosos, como algunos habréis podido contemplar. Son bondadosos, y sus grandes sonrisas y sus cuerpos rechonchos nos producirían una gran hilaridad y un enorme afecto hacia ellos, si no fuera porque su civilización es antagónica a la nuestra y su proximidad nos resulta letal. Las nieblas y los gases que producen sus anillos, fuente de vida para ellos, nos ahogan al anular el oxígeno que necesitamos para respirar. Al visitarnos, desconocían el daño que podían causarnos, y cuando se han dado cuenta de lo que nos ocurría han regresado con rapidez a su planeta, Saturno. Ellos necesitan de la niebla para subsistir, necesitan de su vapor y humedad, igual que necesitan el anillo que rodea, no sólo a su planeta, si no también a sus cuerpos. El anillo es pura energía, y esa energía es la que les alimenta y les mantiene con vida. Desconocían que sus efectos podían aniquilarnos, pero tan pronto lo han advertido se han dado prisa en regresar a su lugar de origen. Nos han pedido excusas y han lamentado que no podamos intercambiar conocimientos personalmente. Las miles de muertes originadas por el ahogo que sus anillos produjeron al absorber nuestra atmósfera los alertaron, y apenas se dieron cuenta del mal que causaban, contactaron con nuestros gobiernos y abandonaron el Planeta. Podemos estar tranquilos, aunque sentimos profundamente las bajas que han habido. Pero los saturninos nos han prometido reparar en lo posible el daño ocasionado, y para ello, nos enviarán una sonda, desde Saturno, con lo que podremos gozar de una energía inagotable para nuestras casas, para nuestras fábricas, para todo lo que necesitemos.
Hermanos: ¡Una nueva era comienza para nosotros!.-
BELLAS MELODÍAS INDEFINIDAS
Ver los campos llenos de campanas bastantes crecidas me producía una gran satisfacción. Al agacharme me fijé en que los badajos parecían querer asomar y que muy pronto nacerían. Golpeé ligeramente y con extremo cuidado a una de las campanas escuchando atentamente: pude oír cómo su sonoridad se extendía por los aires contagiando a las demás en un eco multiplicado suavemente. Había que escuchar con verdadera devoción para oírlo, pero en eso yo era un experto.
En esta época convenía excitar a las campanas para que los badajos nacieran fuertes y robustos, y cada mañana, muy temprano, cuando todavía el rocío cubría los campos, yo las estimulaba adecuadamente; era mi misión, misión que por otra parte me encantaba, pues además de que los sonidos que arrancaba de ellas eran imprescindibles para que, con las vibraciones, pudieran desprenderse del rocío que la larga noche había depositado encima, y que podía serles perjudicial si el sol llegaba a secarlo antes de que se hubieran librado de él, la sinfonía producida por tantos miles de frutos metálicos de distintos tamaños me extasiaba de placer.
Ya estaba cercano el día en que, cuando los badajos hubiesen nacido, las campanas repicarían extendiendo sus dulces melodías por si solas y ya no me necesitarían.
Y más adelante, una vez recogida la cosecha, prepararía los campos para que el próximo año pudieran nacer, de nuevo, bellas y resonantes campanas.-
En esta época convenía excitar a las campanas para que los badajos nacieran fuertes y robustos, y cada mañana, muy temprano, cuando todavía el rocío cubría los campos, yo las estimulaba adecuadamente; era mi misión, misión que por otra parte me encantaba, pues además de que los sonidos que arrancaba de ellas eran imprescindibles para que, con las vibraciones, pudieran desprenderse del rocío que la larga noche había depositado encima, y que podía serles perjudicial si el sol llegaba a secarlo antes de que se hubieran librado de él, la sinfonía producida por tantos miles de frutos metálicos de distintos tamaños me extasiaba de placer.
Ya estaba cercano el día en que, cuando los badajos hubiesen nacido, las campanas repicarían extendiendo sus dulces melodías por si solas y ya no me necesitarían.
Y más adelante, una vez recogida la cosecha, prepararía los campos para que el próximo año pudieran nacer, de nuevo, bellas y resonantes campanas.-
AUTOPSIAS DE LA VISIÓN
- Bien, chicos, hay que levantar el cadáver y llevarlo inmediatamente al instituto de fotoceregrafía. Deben revelar el cerebro del muerto antes de que se le nublen las imágenes. Y mantened el secreto como hasta ahora, que si esa técnica llegase a ser del domino público, pronto encontraríamos a las víctimas sin cabeza.
- Vale, jefe.
- Y mañana quiero ver la fotografía del asesino en todos los periódicos. Supongo que entendéis lo que eso significa: que tan pronto tengamos los datos en nuestro poder, es decir, la película de lo sucedido grabada por el cerebro del asesinado, tendremos al culpable. Ocúpate tú de ello, Manuel.
- Si jefe ¿Y qué hago con las secuencias del vídeo?
- Pues como siempre, Manuel, que no te enteras: mantienes archivado el vídeo hasta que podamos capturar al asesino y presentemos más adelante la filmación, como prueba evidente.
- Claro, jefe, como siempre, si, pero me refería a todo lo demás, a lo que ya sabe que el fiscal hace luego con la recuperación de imágenes, que las colecciona cuando todo ha terminado. Dejo que se las quede?
- ¡Ese maldito fisgón! Siempre se está aprovechando de nuestro trabajo... seguro que se ha enriquecido con los conocimientos que nuestro laboratorio le ha ido proporcionando. De momento no podemos hacer otra cosa que entregarle un duplicado de todas las cintas, pero eso se acabará pronto, ya sabéis que los jueces están discutiendo sobre la conveniencia de si la película de un fallecido debe destruirse, entregarse a los herederos, o considerar las filmaciones como material reservado. Hasta que los jueces no decidan lo más conveniente, será mejor que se las entreguemos al fiscal, como hasta ahora.
- Vale, jefe, pero lo que es a mi, no me haría ninguna gracia que nadie, y mucho menos mi familia, pudiera contemplar al detalle lo que yo he llegado a ver y a vivir durante todos los instantes de mi vida, creo que eso es algo completamente privado, como los pensamientos, y que todo ello debería desaparecer cuando la persona dejase de existir.
- Claro, Manuel, a mi tampoco me haría ninguna gracia, pero una autopsia es... una autopsia.-
- Vale, jefe.
- Y mañana quiero ver la fotografía del asesino en todos los periódicos. Supongo que entendéis lo que eso significa: que tan pronto tengamos los datos en nuestro poder, es decir, la película de lo sucedido grabada por el cerebro del asesinado, tendremos al culpable. Ocúpate tú de ello, Manuel.
- Si jefe ¿Y qué hago con las secuencias del vídeo?
- Pues como siempre, Manuel, que no te enteras: mantienes archivado el vídeo hasta que podamos capturar al asesino y presentemos más adelante la filmación, como prueba evidente.
- Claro, jefe, como siempre, si, pero me refería a todo lo demás, a lo que ya sabe que el fiscal hace luego con la recuperación de imágenes, que las colecciona cuando todo ha terminado. Dejo que se las quede?
- ¡Ese maldito fisgón! Siempre se está aprovechando de nuestro trabajo... seguro que se ha enriquecido con los conocimientos que nuestro laboratorio le ha ido proporcionando. De momento no podemos hacer otra cosa que entregarle un duplicado de todas las cintas, pero eso se acabará pronto, ya sabéis que los jueces están discutiendo sobre la conveniencia de si la película de un fallecido debe destruirse, entregarse a los herederos, o considerar las filmaciones como material reservado. Hasta que los jueces no decidan lo más conveniente, será mejor que se las entreguemos al fiscal, como hasta ahora.
- Vale, jefe, pero lo que es a mi, no me haría ninguna gracia que nadie, y mucho menos mi familia, pudiera contemplar al detalle lo que yo he llegado a ver y a vivir durante todos los instantes de mi vida, creo que eso es algo completamente privado, como los pensamientos, y que todo ello debería desaparecer cuando la persona dejase de existir.
- Claro, Manuel, a mi tampoco me haría ninguna gracia, pero una autopsia es... una autopsia.-
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